– Mucho -convino Camb con tristeza. Su superior inmediato y el superintendente habían partido diez minutos antes hacia Lewes para asistir a una conferencia y se sentía perdido. No quería ni pensar en lo que el juez tendría que decir de todo aquel asunto.
La hermana de la señora Fanshawe parecía bastante convencida. -Pero ¿lo estaba realmente? Rememoró la escena, el momento en que condujo a la mujer hasta el depósito de cadáveres y descubrió los rostros, primero el de Jerome Fanshawe, luego el de la muchacha. En el accidente, Fanshawe había quedado boca abajo y el fuego apenas le afectó. Además, la mujer había reconocido el bolígrafo de plata que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta, el reloj de pulsera y la pequeña cicatriz en la muñeca, reliquia de algún ritual escolar. La identificación de la muchacha había resultado de lo más desagradable. El pelo estaba consumido por el fuego, salvo por las negras raíces, y tenía la cara terriblemente carbonizada. Camb, hombre curtido, se estremecía sólo de recordarlo.
«Sí, es mi sobrina», había dicho la señora Browne, retrocediendo y cubriéndose la cara. Él, evidentemente, le preguntó si estaba segura y ella respondió que sí, que lo estaba, pero ahora Camb se preguntaba si su afirmación no había estado determinada por la mera asociación, la asociación y la impresión. La mujer había asegurado que se trataba de su sobrina porque la muchacha era joven y morena, y porque ¿quién sino Nora podía estar en ese coche con sus padres? No obstante, era otra persona la que estaba… ¿Y qué demonios iba a decir el juez?
Con la imagen de la cara chamuscada todavía presente en su mente, el sargento se volvió hacia el rostro joven, ileso y duro de la muchacha y dijo:
– ¿Puede demostrar que es usted Nora Fanshawe, señorita?
Ella abrió el bolso de cuero y extrajo un pasaporte que tendió a Camb. El retrato de la fotografía no se parecía demasiado a la muchacha que estaba sentada al otro lado del mostrador, pero las fotografías de los pasaportes raras veces hacían justicia al original. Incómodo, Camb alzó los ojos hacia la joven y regresó al documento, donde leyó que Nora Fanshawe, de profesión maestra, había nacido en Londres en 1945, tenía el pelo moreno, ojos marrones, medía un metro setenta y cinco y no tenía marcas en el cuerpo. La muchacha del depósito no medía ni de lejos un metro setenta y cinco, pero era prácticamente imposible que una tía pudiera percibir la estatura de un cadáver postrado.
– ¿Por qué no regresó antes? -preguntó Camb.
– ¿Cómo iba a hacerlo? Ignoraba que mi padre había muerto y que mi madre estaba en el hospital.
– ¿No se escribían? ¿No esperaba que le escribieran?
– Nos llevábamos muy mal -repuso con calma la chica-. Además, mi madre me escribió. Recibí su carta ayer y tomé el primer avión. Mire, mi madre me conoce y eso debería bastarle.
– Su madre… la señora Fanshawe -rectificó Camb- está muy enferma…
– No está loca, si es eso lo que insinúa. Será mejor que telefonee a mi tía. Quizá entonces me deje salir a comer algo. Puede que no lo sepa, pero no he probado bocado desde las ocho de la mañana y ya son las dos y media.
– Oh, yo mismo telefonearé a la señora Browne -se ofreció Camb-. No estaría bien que oyera su voz así, de sopetón. No, no estaría bien -añadió sin excesiva convicción.
– ¿Por qué yo? -preguntó Wexford-. ¿Por qué tengo que verla? No es mi caso.
– Verá, señor, el superintendente y el inspector Letts están en Lewes…
– ¿Reconoció la tía la voz de la muchacha?
– Eso parece. Está algo aturdida, de eso no hay duda. Para serle franco, no tengo demasiada fe en la tía.
– Oh, tráigame a la chica -gruñó Wexford con impaciencia-. Por lo menos, me olvidaré durante un rato de los camiones. Ah, Camb… utilice el ascensor.
Jamás había visto a la madre o a la tía, de modo que no podía buscar semejanzas familiares. Mas la muchacha era, sin duda, la hija de un hombre rico. Wexford contempló el bolso, los zapatos y el reloj de platino y, sobre todo, percibió en la mujer una arrogancia casi repelente. No llevaba perfume. Sin decir una palabra, recibió de sus manos el pasaporte, el permiso de conducir internacional y la carta de la señora Fanshawe. Mientras le devolvía los documentos, se le ocurrió que Nora Fanshawe -si era Nora Fanshawe- probablemente esperaba heredar una vasta fortuna. Jerome Fanshawe había sido en vida un acaudalado corredor de bolsa. Tal vez la mujer fuera una farsante y él y Camb las primeras víctimas de un colosal engaño.
– Creo que debería darnos una explicación -dijo lentamente Wexford.
– Me parece muy bien. Pero ignoro qué desea saber exactamente.
– Un momento. -Wexford se llevó a Camb a un rincón-. Aparte de la palabra de la señora Browne, ¿hubo algo más que identificara a la muchacha muerta?
Camb parecía abatido.
– En el coche había una maleta llena de ropa -explicó-. Examinamos el contenido de dos bolsos que encontramos en la carretera. Uno pertenecía a la señora Fanshawe y en el otro -añadió a la defensiva- sólo encontramos un juego de maquillaje, un monedero con dos libras y calderilla y un paquete de cigarrillos. Era un bolso caro de Mappin & Webb.
– Dios mío -se lamentó Wexford-. Sólo espero que no nos haya traído a una pretendiente de Tichborne. -Regresó con la muchacha, se sentó al otro lado del escritorio y asintió con la cabeza-. ¿Fue de vacaciones a Eastover con el señor y la señora Fanshawe? ¿Cuándo?
– El diecisiete de mayo -respondió la joven-. Trabajaba de profesora de inglés en una escuela de Colonia, pero a finales de marzo dejé el puesto y regresé a Inglaterra.
– ¿Cuándo se fue a vivir con el señor y la señora Fanshawe?
Si la muchacha advirtió que Wexford no se había referido a la pareja como a «sus padres», no dio muestras de ello. Muy al contrario, permaneció rígida y tensa, con la elegante cabeza bien alta.
– Tardé un tiempo -dijo, y el inspector percibió en su voz una pérdida de confianza-. Mis padres y yo no nos llevábamos bien desde hacía tiempo. Me fui a vivir con ellos, o mejor dicho me alojé con ellos, a mediados de mayo. Mi madre quería que les acompañara a Eastover y yo acepté porque deseaba que nuestras relaciones mejoraran. -Wexford asintió y la chica prosiguió-: Salimos el viernes diecisiete de mayo… -Tensó los hombros y se miró las manos entrelazadas-. Por la noche discutí con mis padres. ¿Realmente tengo que hablar de ello? -Sin esperar el consentimiento de Wexford, se saltó la pelea y prosiguió-: Intuí que era inútil intentar arreglar las cosas. Llevábamos vidas diferentes… El caso es que el sábado por la mañana dije a mi madre que nada me retenía en Inglaterra y que regresaba a Alemania para intentar recuperar mi antiguo trabajo. Cogí una de las maletas que había traído y fui a Newhaven para tomar el barco hacia Dieppe.
– ¿Recuperó su antiguo trabajo?
– Por fortuna, sí. En Alemania, como aquí, escasean los profesores y me recibieron con los brazos abiertos. Hasta me dieron mi antigua habitación en la Goethestrasse.
– Comprendo. Ahora me gustaría saber el nombre y la dirección de la persona que la contrató, el nombre de su casera y el de la escuela donde enseña.
Mientras la chica anotaba la información, Wexford inquirió:
– ¿No le extrañó no tener noticias del señor o la señora Fanshawe durante las últimas seis semanas?
La joven levantó la vista y enarcó sus espesas y rectas cejas.
– Le repito que habíamos discutido. Mi padre, no le quepa duda, esperaba que yo me disculpara humildemente antes de dignarse a escribirme. -Era la primera expresión de emotividad que había mostrado hasta ahora, la cual hizo más por convencer a Wexford de la historia que todas las pruebas documentales juntas-. Entre nosotros los largos silencios eran normales, sobre todo después de una bronca como la que tuvimos aquella noche. Podrían haber pasado seis meses. ¿Cómo iba a imaginar que les había ocurrido algo? No soy vidente.