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– Pero vino en cuanto recibió la carta de la señora Fanshawe.

– Después de todo es mi madre. ¿Cree que puedo irme ya y tratar de comer algo?

– Sólo un minuto más -dijo Wexford-. ¿Dónde tiene pensado alojarse?

– Esperaba que usted me recomendara algún hotel -dijo la muchacha con cierto sarcasmo.

– El Olive & Dove es el mejor de la zona. Le aconsejo que se ponga en contacto con los abogados de su difunto padre lo antes posible.

La muchacha se incorporó sin que una sola arruga asomara en la falda de su traje. Su seguridad en sí misma era abrumadora. Camb le abrió la puerta y, con un resuelto «buenas tardes», se marchó. Mientras sus pasos se alejaban, el sargento estalló desesperado:

– Si ella es Nora Fanshawe, señor, ¿quién demonios era la chica que iba en el coche?

– Ése es su problema, sargento -replicó duramente Wexford.

– También podría ser suyo, señor.

– Eso me temo. ¿No cree que ya tengo bastante con un asesinato?

Lilian Hatton fue un hueso más fácil que la muchacha que se hacía llamar Nora Fanshawe. Cuando Wexford le comunicó que los ingresos extraordinarios de su marido procedían de una fuente delictiva, se derrumbó y rompió a llorar. Wexford tuvo la certeza de que la noticia había sido una novedad para la mujer, y guardando un triste silencio la observó cubrirse el rostro y sollozar entrecortadamente.

El señor Bardsley me ha entregado el diario de su marido, señora Hatton -dijo con dulzura al tiempo que ella se tranquilizaba-. Me gustaría saber si usted guarda algún otro diario o agenda.

– Sólo una agenda al lado del teléfono, donde anoto las cosas -respondió ella tragando saliva.

– ¿Le importaría prestármelo?

– ¿Cree… -comenzó ella, frotándose los ojos mientras regresaba con la agenda- cree que alguien mató a mi Charlie porque se negó a seguir trabajando para ellos?

– Algo así. -No era momento de insinuarle que su marido, además de ladrón, era un chantajista-. ¿Quién sabía que el señor Hatton había de pasar aquella noche por el camino que bordea el Kingsbrook?

La señora Hatton retorció el pañuelo empapado de lagrimas. Todavía llevaba las uñas pintadas de un lamentable rojo chillón, al gusto de Charlie Hatton.

– Todos los del club de dardos y yo… Mamá también lo sabía, y mi hermano Jim. Charlie siempre volvía a casa por ese camino.

– Señora Hatton, ¿alguna vez su marido recibió en este piso a gente que usted no conocía? ¿Gente con quien deseara hablar a solas?

– No, nunca.

– ¿Y cuando usted no estaba en casa? ¿Recuerda si alguna vez su marido le pidió que saliera a dar un paseo para dejarle a solas con alguien?

El pañuelo había quedado desgarrado, encharcado e inservible como absorbente. No obstante, ella se lo llevó a los ojos y lo apartó cubierto de vetas negras y verdes.

– Cuando Charlie estaba en casa yo nunca salía sola, siempre salíamos juntos. Éramos inseparables. Señor Wexford… -La mujer se aferró a los brazos de la butaca y sus mejillas se encendieron como dos rescoldos al rojo vivo-. Señor Wexford, he escuchado todo lo que ha dicho y no tengo más remedio que creerle. Pero todo lo hizo por mí. Era el mejor marido del mundo, un buen hombre y un gran amigo de sus amigos. Pregunte a cualquiera, pregunte a Jack… Era un gran hombre.

– ¡Oh, ajándose está la corona de la guerra! La cabeza del soldado cae… Qué extraño, pensó Wexford, que cada vez que meditaba sobre Charlie Hatton pensara en guerras, soldados y batallas. ¿Se debía a que la vida misma era una batalla y Hatton la había librado con armas desaprensivas, obteniendo grandes trofeos para luego caer cuando regresaba a casa entonando una canción?

¡Se estaba volviendo un sentimental! El hombre era un chantajista y un ladrón. Si la vida era una batalla y Charlie Hatton un soldado de fortuna, él, Wexford, era un comisario de las Naciones Unidas cuyo trabajo consistía en frenar las incursiones en el territorio de los indefensos.

– Eso es todo de momento, señora Hatton -dijo, dejando a la viuda sollozando entre los laureles malhabidos del difunto.

En High Street se encontró con el doctor Crocker, que salía de Grover con un ejemplar del British Medical Journal.

– ¿Alguna detención interesante? -preguntó animado el doctor-. Debes vigilarte la tensión. ¿Quieres que te tome la presión? Tengo el aparato en el coche.

– Ya sabes lo que puedes hacer con tu aparato -dijo Wexford-. Sospecho que todos los habitantes de Kingsmarkham sabían que Charlie Hatton iba a tomar el camino que bordea el Kingsbrook para regresar a casa aquella noche.

– ¿Por qué crees que fue un hombre de la localidad?

– Puede que no sea brujo -repuso Wexford con tono burlón-, pero tampoco soy tonto. Quien mató a Charlie Hatton conocía perfectamente el terreno.

– ¿Por qué? Charlie sólo tenía que decirle que iba a coger el puente desde High Street y bordear el río.

– ¿Eso crees? ¿Crees que Hatton también le dijo que el fondo del río estaba lleno de piedras y que una de ellas sería un arma idónea para romperle la cabeza?

– Comprendo. Tal vez haya más de un cerebro detrás de este asesinato, pero quien propinó el golpe, aun cuando fuera un asesino a sueldo, nació y se crió en Kingsmarkham.

– Exacto, Watson, veo que lo vas entendiendo. Viejo amigo -añadió Wexford, sin dirigirse a nadie en particular-, aun cuando fuera un matasanos. – De repente, su semblante se agravó y tocando el brazo del doctor dijo con voz queda-: ¿Ves lo que ven mis ojos? Allí, en la Compañía Eléctrica.

Crocker siguió la mirada del inspector. De la calle Tabard emergió una mujer empujando un cochecito de niño y se detuvo en High Street, frente al escaparate de la Compañía Eléctrica del Sur. Acto seguido, se sumaron a ella dos niños y un hombre que llevaba a un tercer chiquillo de la mano y a otro en los brazos. El grupo hizo un corrillo sobre la acera, mirando en perfecta formación, como hipnotizados, los electrodomésticos.

– El señor y la señora Cullam con su prole -anunció Wexford.

La familia estaba demasiado lejos para que Wexford pudiera escuchar su conversación. Mas era evidente que ambos adultos estaban enzarzados en una discusión acalorada que probablemente versaba sobre si la necesidad de un frigorífico era mayor que el deseo de una estufa gigante. Los niños tomaban partido a gritos. Cullam zarandeó a una de las hijas, abofeteó a su primogénito en la cabeza y todos juntos hicieron su entrada en la sala de exposición.

– ¿Te importaría hacerme un favor? -preguntó Wexford al doctor-. Entra en la tienda y compra una bombilla. Quiero saber qué se traen entre manos.

– ¿Quieres que haga de espía?

– Si prefieres llamarlo así. Yo me paso la vida haciendo de espía. Te esperaré en tu automóvil. ¿Tienes las llaves?

– Está abierto -replicó Crocker.

– ¿De veras? Bien, luego no me vengas a llorar que los hippies te han hecho una limpieza. Adelante, compra una bombilla de cuarenta vatios. Te la pagaré más tarde. La añadiré a la cuenta de gastos.

El doctor partió de mala gana mientras Wexford se subía al coche sonriendo entre dientes. La cauta aproximación de Crocker, sus raudas miradas a un lado y otro, trajo a la memoria de Wexford los días en que él, entonces un muchacho de sexto curso, había visto a ese mismo hombre, que entonces tenía diez años, llamar a las casas para luego salir corriendo. El pequeño Crocker se acercaba ágil y alegre hasta la puerta para golpear la aldaba o pulsar el timbre. Luego, eufórico y lleno de picardía, se ocultaba detrás de un seto para observar cómo el encolerizado dueño emergía de la casa echando chispas. Aquí no había setos y Crocker tenía cincuenta años. Pero ¿había experimentado él también un destello de recuerdo, una punzada de nostalgia cuando entró en la tienda?