Vaya, vaya, pensó Wexford, evocando una vez más a Justice Shallow, qué locos días aquéllos. Y para ver cómo muchos de mis viejos compañeros han muerto… Ya basta. De repente se acordó de Stamford y se preguntó cómo le habría ido a Burden. En cierto modo, un pequeño negocio en Deptford no cuadraba con la idea que se había hecho acerca de los orígenes de McCloy.
Samantha Cullam salió corriendo a la calle. Su madre la seguía, arrastrando el cochecito. Cuando toda la camada de críos estuvo reunida, el padre los organizó con una serie de golpes, por fortuna desacertados y juntos echaron a andar por donde habían venido. Luego apareció Crocker. Era la duplicidad en persona.
– ¿Y bien?
– Sin avasallar, maldito bribón -espetó el doctor, satisfecho de sí mismo-. Yo tiendo trampas, como dice el salmista, cazo hombres.
– ¿Qué compró Cullam?
– Nada, pero está interesado en un frigorífico.
– ¿Piensa comprarlo a plazos?
– No hablaron de dinero. La señora y el señor tuvieron una ligera riña y uno de los niños derribó una bandeja de Pyrex que había sobre un fogón. Ese bruto de Cullam propinó un coscorrón al pobre diablillo. No hay duda de que están deseando comprarse ese frigorífico.
– ¿Y qué hay de esas trampas que tendiste?
– Sólo era un tropo -dijo el doctor-. ¿Acaso no lo he hecho bien? Compré la bombilla, tal como me ordenaste. Una libra, si no te importa. No me metí en esto por amor al arte.
10
– Se hacen llamar McCloy Ltd. -explicó Burden con voz cansada-, pero el último socio de la compañía que ostentaba ese nombre murió hace veinte años. Es un negocio antiguo, aunque creo que está en las últimas. En esta sociedad de consumidores convulsivos, a nadie le interesa la basura reacondicionada.
– Tienes razón -comentó Wexford pensando en Cullam.
– Scotland Yard me informó de otros seis McCloy, todos relacionados de algún modo con el negocio de la quincalla. No obstante, ninguno de ellos parece sospechoso. Stamford me ha dado una lista de los McCloy locales, pero tampoco aquí parece haber gato encerrado. Con todo, mañana a primera hora iré a Stamford para echar un vistazo. La policía local me ha prometido toda la ayuda que necesite.
Wexford se recostó en su butaca giratoria y el sol agonizante jugó con su cara.
– Mike -dijo-, me pregunto si no habremos empezado por el lado equivocado. Estamos buscando a McCloy para que nos conduzca a su asesino a sueldo. Quizá lo que deberíamos hacer es buscar al asesino a sueldo para que éste nos conduzca hasta McCloy.
– ¿Cullam?
– Puede. Quiero que Martin se convierta en la sombra de Cullam. Si paga el frigorífico al contado, querrá decir que vamos por buen camino. Esta noche examinaré el diario de Hatton y la agenda de la señora Hatton. Pero antes me detendré en el Olive & Dove a tomar una cerveza, ¿te apuntas?
– No, gracias. Hace una semana que no paso una noche en casa. Mi mujer está en contra del divorcio, pero podría replanteárselo.
Wexford sonrió y bajaron juntos en el ascensor. Era un atardecer cálido y diáfano. La luz y las sombras, suaves y alargadas, favorecían a la comercial High Street más que el sol del mediodía. Las casas avejentadas aparecían en su mejor momento, la ruindad y las grietas de sus estructuras veladas, como la luz de una vela suaviza una cara ajada. Durante el día, los inmundos callejones eran una trampa para las ratas, pero ahora constituían pasajes románticos donde los amantes podían encontrarse bajo las farolas y, mientras el sol se alejaba, contemplar la luna cabalgar sobre los tejados encumbrados, como en un cuento de los hermanos Grimm.
Puesto que sólo eran las ocho y el sol se resistía a desaparecer sin obsequiar a sus fieles con un espectáculo pirotécnico de llamas rosadas y amarillas que incendiaban todo el cielo del oeste, Wexford se detuvo en el flanco sur del puente y escuchó el gorgoteo del río. Un río inocente pese a conocer un secreto, pese a que una de sus piedras había privado a un hombre de aquella vista del atardecer.
Todas las ventanas del Olive & Dove estaban abiertas y las cortinas ondeaban suavemente sobre las jardineras y las fucsias colmadas de flores rojas. Frente a la entrada se había congregado una banda de bailarines. Ataviados con la chaqueta multicolor de los bufones, uno de ellos brincaba en torno a un caballito infantil. Para su regocijo, Wexford distinguió entre los miembros a George Carter.
– Buenas noches, señor Carter -saludó jovialmente.
Ligeramente abochornado, Carter le devolvió el saludo agitando una vara de cintas y cascabeles. Wexford entró en el bar.
Sentados a una mesa adosada a la glorieta del comedor estaban la muchacha que Camb le había presentado ese mismo día, una mujer mayor y un hombre. Wexford pidió una cerveza y al pasar frente al grupo, el hombre se incorporó con ademán de marcharse.
– Buenas noches -dijo Wexford-. ¿Ha decidido alojarse en el Olive?
La muchacha fue parca en sonrisas. Asintió bruscamente, y mencionando con precisión el rango de Wexford dijo:
– Permítame que le presente al abogado de mi padre, el señor Updike. Tío John, te presento al inspector jefe Wexford.
– Encantado.
– Y creo que no conoce a mi tía, la señora Browne.
Wexford miró a uno y otra. Curiosamente, siempre acababa haciendo el trabajo de Camb. La tía estaba pálida aunque agitada; y el abogado, satisfecho.
– Estoy dispuesto a aceptar que es usted la señorita Fanshawe, señorita Fanshawe -dijo Wexford.
– Conozco a Nora desde que era niña -explicó Updike-. Puede estar seguro de que es Nora.
El hombre tendió a Wexford una tarjeta con el nombre de una firma londinense, Updike, Updike y Sanger, de Ave María Lane. El inspector jefe observó la tarjeta y miró de nuevo a la señora Browne, que era la réplica en maduro de Nora Fanshawe.
– Me ha convencido -respondió Wexford, y se dirigió a una mesa vacía.
El abogado partió hacia la estación y Wexford oyó decir a la tía:
– Ha sido un día muy largo, Nora. Creo que telefonearé al hospital y luego me acostaré.
Wexford estaba sentado junto a la ventana, contemplando a los bailarines. La música la entonaban aficionados y los actores parecían cohibidos, pero la noche era tan bella que si cerrabas los ojos a los coches y los edificios comerciales podías trasladarte a la Inglaterra de Shakespeare. Alguien llevó a los nueve hombres una bandeja con botellas de cerveza y el hechizo se quebró.
– Venga al salón -dijo una voz a su espalda.
Nora Fanshawe se había quitado la chaqueta y una blusa de color café le daba un aire más femenino. Con todo, seguía siendo una criatura de líneas, planos y ángulos rectos y fuertes, y seguía sin sonreír.
– ¿Quiere beber algo, señorita Fanshawe? -preguntó Wexford incorporándose.
– Mejor no -respondió ella con brusquedad y sin agradecer la invitación-. Ya he bebido bastante. -Con una sonrisa apagada, añadió-: Hemos estado celebrándolo. Me refiero a la resurrección de una muerta.
Entraron en el salón y se sentaron en sendas butacas de cretona.
– El señor Updike quiso evitarme los detalles del accidente. -La joven llamó al camarero y sin consultar a Wexford, dijo-: Traiga dos cafés. -Luego encendió un cigarrillo extra largo y lo introdujo en una boquilla ámbar-. Cuéntemelos usted.
– ¿No desea evitarlos?
– Desde luego que no. No soy una niña y no me gustaba mi padre.
Wexford tosió ligeramente.
– El veinte de mayo, en torno a las diez de la noche -comenzó-. Un hombre que conducía un camión cisterna en dirección sur por la carretera de circunvalación de Stowerton vio un coche volcado que ardía en el carril rápido en sentido norte. Inmediatamente informó del accidente y cuando la policía y la ambulancia llegaron, encontraron los cuerpos de un hombre y una muchacha tendidos en la carretera y parcialmente calcinados. Una mujer, su madre, había salido despedida y aterrizado en el arcén. Sufrió heridas múltiples y se fracturó el cráneo.