Una coincidencia curiosa que Hatton hubiese sido asesinado un día después de que la señora Fanshawe recobrara el conocimiento. Wexford cerró los libros y apuró la jarra por tercera vez. Estaba cansado, fantasioso, y había bebido demasiada cerveza. Bostezando pesadamente, sacó a Clitemnestra al patio trasero y mientras esperaba a que terminara, contempló con la mirada perdida el cielo estrellado.
11
– Buenos días, señorita Thompson -saludó Wexford con fingida cordialidad.
– Señora Pertwee, si no le importa. -La mujer cogió una de las cestas de alambre que había apiladas fuera del supermercado y miró a Wexford con ojos inseguros y desafiantes-. Jack y yo nos casamos discretamente ayer por la tarde.
– Permítame felicitarla.
– Gracias. No se lo comunicamos a nadie. Fuimos a la iglesia solos. Jack está muy triste por el pobre Charlie. Cuándo piensan atrapar al asesino es lo que me gustaría saber. Como se trata de un humilde trabajador, imagino que no vale la pena molestarse. Otro gallo cantaría si fuera uno de los de su clase. Esta sociedad capitalista en la que vivimos me da náuseas.
Wexford retrocedió ligeramente, temeroso de que la mujer hiciera realidad sus palabras. La novia agitó sus pestañas de cepillo de zapatos.
– Le aconsejo que empiece a moverse -prosiguió implacable-. Para quien mató a Charlie la horca sería poco.
– Vaya, vaya -dijo Wexford con tono pacificador-, pensaba que ustedes los progresistas estaban en contra de la pena de muerte.
La mujer entró con brusquedad en el supermercado y Wexford prosiguió su camino, sonriendo entre dientes. Camb le observó entrar en la comisaría.
– Por lo que veo, cada vez parece más interesado en el caso Fanshawe. Esta mañana, camino del trabajo, tropecé con la señorita Fanshawe.
– Tan interesado -dijo Wexford- que pienso encargar al agente Loring que averigüe si alguien ha desaparecido en los pueblos de la costa, en tanto que nosotros hacemos las comprobaciones pertinentes en Londres.
Burden estaba en Stamford. Cuando entró en el ascensor, Wexford decidió que él mismo estudiaría los casos de Londres. Las jovencitas comenzaban a ser un verdadero fastidio. Las había por todos lados y tenía la impresión de que causaban tantos problemas a la policía como los vagabundos. Ahora tenía que comprobar cuántas de ellas habían desaparecido en Londres. La tarea le parecía, en cierto modo, deshonrosa, pero hasta que Burden y el sargento Martin le trajeran la información poca cosa podía hacer, y por lo menos así tendría la certeza de que la labor se hacía bien.
Para cuando llegó la hora del almuerzo, había reducido a tres las más de treinta muchachas desaparecidas en el área de Londres. La primera, una tal Carol Pearson de Muswell Hill, despertó su interés porque había trabajado como aprendiza en una peluquería de Eastcheap. El despacho de Jerome Fanshawe se encontraba en Eastcheap y la peluquería tenía anexa una barbería. Además, la muchacha era morena y la denuncia de su desaparición correspondía al 17 de mayo.
La segunda chica, Doreen Dacres, también era morena y tenía veinte años. Despertó el interés de Wexford porque había dejado su habitación de Finchley el 15 de mayo para trabajar en Eastbourne. A partir de ahí nadie sabía nada de ella, ni en Finchley ni en el club de Eastbourne.
Bridget Culross era el último nombre en el que creía que debía concentrarse. Tenía veintidós años y trabajaba de enfermera en la clínica Princess Louise de New Cavendish Street. El sábado 18 de mayo se fue a Brighton para pasar el fin de semana con un novio desconocido y nunca regresó a la clínica. Se dio por sentado que se había fugado con su novio. También era morena, de vida inestable y con un único pariente, una tía que vivía en el condado de Leix.
¡Jovencitas!, pensó irritado Wexford, y pensó también en su hija, que le estaba exprimiendo el bolsillo para que en un futuro indeterminado pudiera sonreír sin reservas delante de las cámaras.
El largo día transcurrió con lentitud y el calor había aumentado. Las nubes se agolpaban, espesas y en forma de hongos, sobre los tejados hacinados de la ciudad. Sin embargo, no hacían nada por mitigar el calor, sino que se diría que lo cercaban junto con su aire quieto y amenazador bajo una gruesa tapa silenciadora. El sol había desaparecido, pálido a causa del sofocante vaho.
Un observador habría deducido que en esos momentos Wexford, al igual que muchos habitantes de Kingsmarkham, simplemente esperaba a que estallara la tormenta. No hacía nada. Estaba recostado frente a la ventana abierta, con los ojos cerrados mientras el aire, escaso y caliente, le envolvía del mismo modo que en las estaciones frías le invadía el calor de la rejilla situada en el margen inferior de la pared. Nadie le molestaba y lo agradecía. Estaba meditando.
En Stamford, donde llovía, el inspector Burden fue a una casa de campo supuestamente habitada por un hombre llamado McCloy y la encontró vacía, las puertas atrancadas y el jardín abandonado. No había vecinos ni nadie que pudiera decirle adónde había ido McCloy.
El agente Loring recorrió en coche las avenidas de las ciudades de la costa sur, visitando las comisarías y prestando especial atención a los clubs, cafés y salas de recreo donde siempre entran, salen y se cruzan chicas. Dio con un club donde había sido contratada una Doreen Dacres pero adonde ninguna Doreen Dacres había llegado, y eso lo tranquilizó. Incluso telefoneó a Wexford para contárselo, pero su euforia se apagó cuando oyó que el inspector jefe ya lo había averiguado tres horas antes.
La tormenta estalló a las cinco en punto.
Poco antes, las espesas nubes habían aumentado y el cielo del oeste había adquirido un denso tono negro púrpura, formando una cadena de cúmulos montañosos contra la que el perfil de los edificios alcanzaba una curiosa claridad y los árboles descollaban lívidos, con un brillo enfermizo. Pese al pegajoso calor, los compradores comenzaron a apresurarse, mas la lluvia, que tan fácilmente caía cuando era precedida por días lluviosos, ahora, después de dos semanas de sequía, se resistía, como si sólo pudiera brotar como resultado de una presión aguda y angustiosa. Era como si las nubes no estuvieran hechas de simple vapor sino de sacos impermeables, construidos y suspendidos a propósito para contener agua.
El primer golpe de brisa llegó como una bocanada de aliento caliente y Wexford cerró las ventanas. De manera casi imperceptible al principio, los árboles de High Street comenzaron a mecerse. Los verduleros y floristas habían retirado la mayor parte de su mercancía y ahora tocaba recoger los toldos para sustituirlos por carpas impermeables. El aire hacía presión contra las ventanas de Wexford. De pie frente a ellas, observaba el oscuro cielo del oeste mientras los cúmulos cenicientos adquirían un fulgurante reborde blanco.
El relámpago fue ahorquillado y se extendió como una ristra de fuegos artificiales y, al mismo tiempo, como la rama de un árbol abrasador. Cuando los furiosos brotes destellaron y atravesaron el negro cielo, el trueno avanzó por el oeste.
Wexford amaba las tormentas. Prefería el relámpago ahorquillado al zigzagueante y ahora estaba feliz con el despliegue rameado que parecía brotar del mismísimo río, haciendo eclosión en el cielo, por encima de los prados. Esta vez el trueno estalló con el sonido de un balazo, y con igual brusquedad, como si finalmente los sacos hubiesen sido perforados, la lluvia comenzó a caer.
Las primeras gotas chocaron contra la calzada y las flores rosas de los macetones se inclinaron y tambalearon. Por un breve instante parecía que la lluvia seguía indecisa, que sólo pretendía tamborilear lánguidamente los canalones cubiertos de polvo donde las gotas rodaban como mercurio. Pero de súbito, instada por una cadena de destellos, dejó de vacilar y en lugar de aumentar gradualmente, brotó a borbotones, como un enorme surtidor, rompiendo contra las ventanas, arrastrando consigo el polvo como una corriente purificadora. Wexford se apartó del cristal. El repentino diluvio parecía una enorme ola y cegó la ventana hasta sumirla en la oscuridad.