Oyó el chapoteo de un coche y el golpe seco de una portezuela. Burden, quizá. El teléfono interior sonó y Wexford levantó el auricular.
– Tengo a Cullam conmigo, señor -era la voz de Martin-. ¿Se lo traigo al despacho? Pensé que le gustaría hablar con él.
A Maurice Cullam le asustaban las tormentas, hecho que no desagradaba a Wexford. Con cierto desdén, el inspector jefe escudriñó el semblante pálido del hombre, sus manos huesudas y ligeramente temblorosas.
– ¿Asustado, Cullam? No se preocupe, moriremos juntos.
– Qué bien -replicó Cullam, que parpadeó cuando el trueno estalló sobre sus cabezas-. Creo que es peligroso estar tan alto. Cuando era niño quedé bloqueado en una casa.
– Pero salió ileso, ¿verdad? En fin, dicen que el demonio sabe cuidar de sí mismo. ¿Por qué me lo ha traído, sargento?
– Ha comprado el frigorífico -explicó el sargento Martin-. Y una estufa y un montón de chismes eléctricos. Pagó al contado, nada menos que ciento veinte libras.
Wexford encendió las luces y tras el cristal el cielo apareció negro como en una noche de invierno.
– Muy bien, Cullam, ¿de dónde sacó el dinero?
– Lo ahorré.
– Comprendo. ¿Cuándo compró la lavadora con la que lavó su ropa después de que Hatton muriera?
– En abril. -Cullam relajó los hombros y alzó una mirada resentida.
– De modo que ha ahorrado ciento veinte libras en sólo dos meses. ¿Cuánto gana a la semana? ¿Veinte libras? ¿Veintidós? ¿Ha ahorrado ciento veinte libras en dos meses con cinco hijos y un alquiler que pagar? No bromee, Cullam.
– No puede demostrar que no lo ahorré.
Cullam se estremeció cuando la luz parpadeó sobre su cabeza. Luego, un redoble de incontables tambores, distante al principio y atronador después, anunció el regreso de la tormenta a Kingsmarkham. Se revolvió en su asiento, mordiéndose el labio.
Wexford sonrió cuando un relámpago en zigzag transformó la tenue luz del despacho en un resplandor blanco.
– Cien libras -dijo-. Triste retribución por la vida de un hombre. ¿Cuánto vale usted, sargento?
– Estoy asegurado en cinco mil, señor.
– No me refería exactamente a eso, pero vale. ¿Lo ve, Cullam? Un asesino cobra de acuerdo con lo que cree que vale. El precio de la vida de la víctima no importa. Si un barrendero mata al rey, no puede esperar que le den la misma gratificación que si fuera un general. Ni siquiera pasaría por su cabeza esa posibilidad, pues su cuota es baja. Así pues, si tienes intención de contratar a un asesino y eres un tacaño, elegirás al más rastrero de entre los rastreros para que te haga el trabajo sucio, aun sabiendo, no obstante, que no lo hará igual de bien.
Las últimas palabras de Wexford se hundieron en el trueno.
– ¿Qué insinúa con el más rastrero de los rastreros? -Cullam levantó una mirada abyecta y agresiva.
– Quién se pica… Pocos llegan tan bajo como usted, Cullam. Estuvo de copas con un hombre, se bebió el whisky que él pagó y luego le esperó para matarlo.
– ¡Yo no he matado a Charlie Hatton! -Tembloroso, Cullam se levantó de la silla. El relámpago estalló en su cara y cubriéndose los ojos con una mano dijo con desesperación-: Maldita sea, ¿no podemos ir abajo?
– Creo que Hatton tenía razón cuando le llamó gallina, Cullam -dijo Wexford-. Bajaremos cuando yo lo decida. En cuanto me diga dónde está McCloy y cuánto le pagó, podrá ir abajo y esconder la cabeza.
Todavía de pie, Cullam se inclinó sobre el escritorio con la cabeza gacha.
– Es mentira -susurró-. No conozco a McCloy y jamás puse la mano encima de Hatton.
– Entonces, ¿de dónde sacó el dinero? Siéntese, Cullam. ¿No le avergüenza que un trueno inofensivo le asuste de ese modo? Es increíble, tiene miedo a las tormentas pero el coraje suficiente para aguardar en la oscuridad del río y aporrear a su amigo en la cabeza. Le conviene hablar. Tarde o temprano tendrá que hacerlo y me temo que esta tormenta tiene para varias horas. Hatton se enemistó con McCloy, ¿verdad? De modo que McCloy le untó a usted la mano para que regresara a casa con Hatton y le asaltara. El arma y el método los eligió usted. Le propinó un golpe certero.
– ¡Mentira! -exclamó Cullam. Retorciéndose en su asiento, se cogió la cabeza con las manos y la mantuvo apartada de la ventana-. ¿Que yo golpeé a Charlie con una de esas piedras? Jamás se me habría ocurrido hacer tal cosa…
– Entonces ¿cómo sabe que fue una piedra del río lo que le mató? -replicó Wexford con tono triunfal. Cullam alzó lentamente la cabeza y el sudor brilló sobre su piel-. Yo no se lo dije.
– Yo tampoco, señor -intervino el sargento.
– Dios -dijo Cullam con voz quebradiza y queda.
Los nubarrones se habían dispersado, exhibiendo jirones de un cielo verde enfermizo. La persistente lluvia martilleaba el cristal.
La policía de Stamford no sabía nada de Alexander James McCloy. Su nombre aparecía en la lista del censo como habitante de Moat Hall, la pequeña mansión que Burden encontró vacía y que llevaba meses abandonada. Atravesando la lluvia, el inspector fue de un agente inmobiliario a otro y finalmente halló Moat Hall inscrita en los libros de una pequeña agencia de las afueras de la ciudad. McCloy la había vendido en diciembre a una viuda norteamericana que, tras cambiar de opinión sin haber habitado siquiera la casa, la devolvió al agente y se fue a pasar el verano a Suecia.
El señor McCloy no había dejado ninguna dirección. ¿Por qué había de hacerlo? Su trato con la agencia había concluido satisfactoriamente. McCloy había cogido el dinero de la dama norteamericana y desaparecido. No, nada en la conducta de McCloy sugería que no fuera un hombre realmente recto. Pero…
– ¿Qué quiere decir con «pero»? -preguntó Burden.
– Sólo que, por lo que puede ver, no mantenía la casa como corresponde a la mansión de un caballero. Daba pena ver esos jardines tan abandonados. Pero, claro, el hombre era soltero y que yo sepa no tenía personal a su servicio.
Moat Hall descansaba en un pliegue de las colinas, quizá a una milla de la A-I.
– ¿Estaba siempre solo? -preguntó Burden.
– En una ocasión le vi con un par de sujetos. Me pareció que no eran de su clase.
– Y dígame, ¿le llevó por toda la casa y el terreno para que hiciera la inspección o como se llame eso que usted hace?
– Así es. Estaba todo bastante abandonado y algo sucio, pero eso no viene al caso. McCloy me dio vía libre para recorrer la casa, exceptuando los dos cobertizos. Los utilizaba como almacenes, dijo, de modo que yo nada tenía que hacer allí. Además, las puertas estaban cerradas con candado y a mí me bastaba con verlos por fuera.
– ¿No se perdió por allí ningún camión?
– Yo no vi ninguno.
– ¿Es posible, no obstante, que hubiese alguno en uno de los cobertizos?
– Puede -respondió dubitativo el agente inmobiliario-. Uno de ellos es casi tan grande como un hangar.
– Sí, ya me he dado cuenta.
Burden dio las gracias al agente. Estaba casi convencido de que había dado con el hombre, de que podía decir: «Nuestro McCloy estuvo aquí», y sin embargo no había obtenido más que un ínfimo fragmento de la vida de McCloy. El hombre había estado allí y se había ido. Todo lo más que podía hacer era poner Moat Hall patas arriba con la exigua esperanza de encontrar algo que les condujera hasta el actual refugio del antiguo propietario.
– ¿Piensa acusarme de asesinato? -preguntó sordamente Cullam.
– A usted y a McCloy, y puede que a un par más cuando nos haya dicho quiénes son. Les acusaremos de complicidad, aunque la diferencia es mínima.