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– ¡Tengo cinco hijos!

– Hasta ahora, la paternidad no ha sido impedimento para que la gente vaya a la cárcel. Vamos, ¿no querrá entrar solo? ¿No querrá imaginarse a McCloy impune, carcajeándose mientras a usted le echan quince años? A él le caería la misma pena. En su caso, el asunto no es menos grave porque sólo le dijera que matase a Hatton.

– No lo hizo -replicó con brusquedad Cullam-. ¿Cuántas veces tengo que decirle que no conozco a ese McCloy?

– Muchas antes de que llegue a creerle. ¿Por qué iba a matar a Hatton por cuenta propia? No tiene sentido que mate a un hombre porque tiene más dinero que usted y una casa más bonita.

– ¡Yo no lo maté! -La voz de Cullam estuvo a punto de estallar en un sollozo.

Wexford apagó la luz y por un instante la habitación quedó a oscuras. Luego, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, comprendió que era la propia de un atardecer de verano después de una fuerte lluvia. La luz tenía un tono azulado y el aire era ahora más frío. El inspector abrió la ventana y una brisa fresca y suave se aferró a las cortinas. Abajo, frente a la comisaría, las flores habían sido aplastadas hasta formar una masa rosácea y pantanosa.

– Oiga, Cullam -dijo Wexford-, usted estaba allí. Dejó el puente diez minutos antes que Hatton. Eran las once menos veinte cuando se despidió de Hatton y Pertwee, y caminando a paso normal, sin necesidad de acelerar, habría llegado a su casa a las once. Sin embargo no llegó hasta las once y cuarto. A la mañana siguiente lavó la camisa, el jersey y los pantalones que vistiera la noche antes. Sabía que el asesino había matado a Hatton con una piedra del río, y hoy usted, que gana veinte libras a la semana y siempre ha tenido que preocuparse del dinero, gastó ciento veinte libras en electrodomésticos. Explíquese, Cullam. La tormenta ha pasado y no tiene nada de que preocuparse, salvo de quince años de prisión.

Cullam abrió sus manazas maltrechas, apretó una contra otra y se inclinó hacia adelante. El sudor de su cara se había secado. Tenía problemas para controlar los músculos de la frente y las comisuras de los labios. Wexford esperó pacientemente, pues había advertido que el hombre era incapaz de hablar. El miedo había secado y paralizado sus cuerdas vocales. Esperó pacientemente, pero sin un vestigio de compasión.

– Las cien libras y el sobre de la paga -dijo finalmente Cullam con voz ronca y asustada- los… los cogí del cuerpo de Charlie.

12

– ¿Para qué lo quería, maldito Charlie Hatton? He estado en su casa, he visto todo lo que tiene. ¿Conoce a su mujer? Parece una furcia con esos vestidos y esas joyas y toda esa porquería en la cara, sin otra cosa que hacer en todo el día que mirar su televisor en color y hablar por teléfono con sus amigas, sin críos que les gritaran y fastidiaran nada más cruzar la puerta, gateando encima tuyo toda la noche porque están echando los dientes. ¿Quiere saber cuándo fue la última vez que mi señora se compró un vestido? ¿Quiere saber cuándo fue la última vez que salimos a divertirnos? La respuesta es nunca, nunca desde que llegó el primer niño. Mi señora tiene que comprar la ropa de los críos en el rastrillo y si necesita unas medias las saca de los bonos de beneficencia. Un chollo, ¿no le parece? Lilian Hatton tiene más abrigos que una estrella de cine, y va y se gasta treinta libras en un vestido para la boda de Pertwee. ¿Qué son cien libras para ella? Ni siquiera las habría echado de menos. Podría gastarse todo eso en cerillas para encenderse sus cigarrillos.

Las compuertas se habían abierto y Cullam, el reservado, el agresivo, hablaba desenfrenada y apasionadamente. Wexford escuchaba con atención, pero no lo parecía. Si Cullam hubiese estado en condiciones de observar la situación, habría pensado que el inspector jefe estaba aburrido o preocupado. Pero Cullam sólo quería hablar. Le traía sin cuidado que le escuchasen o no. El lujo del silencio y una habitación casi vacía era cuanto necesitaba.

– Tal vez me hubiese reprimido -prosiguió Cullam- si no hubiese tenido que escuchar sus fanfarronadas. «Guarda eso, Maurice», dijo, «tú lo necesitas más que yo», y luego me habló de la gargantilla que había comprado a su señora. «Hay mucho más allí donde lo saqué», dijo. Maldita sea, a mí ni siquiera me llega para comprar zapatos a mis hijos. Yo tenía dos críos cuando llevaba el mismo tiempo casado que Hatton. ¿Le parece justo?

– Tengo la sensación de haber escuchado un programa político -dijo Wexford-. Me trae sin cuidado su envidia. Una envidia como la suya es una buena razón para cometer un asesinato.

– ¿De veras? ¿Y qué iba a ganar matándole? Yo no estaba en su testamento. Ya se lo he dicho, le quité el dinero. Tengo cinco hijos y el lechero no aparece hasta las once de la mañana. ¿Ha intentado alguna vez conservar la leche para cinco críos con este calor y sin frigorífico? -Cullam hizo una pausa y, con ojos furtivos y nerviosos, prosiguió-: ¿Sabe qué habría hecho Hatton ese sábado si no le hubiesen asesinado? Primero la boda de Pertwee, de punta en blanco y acompañado de su fulana. Después habrían ido de tiendas sólo por el placer de gastar. Charlie me contó que para ellos era normal gastar veinte libras curioseando por las tiendas. Una botella de vino por aquí, potingues para la cara de ella por allá. Después, unas copas y cena en el Olive. Luego al cine, en los mejores asientos. Una vida ligeramente diferente de la mía, ¿no le parece? Cuando quiero relajarme y huir de los gritos de mis hijos, salgo al jardín.

– ¿Es usted católico, Cullam?

La pregunta sorprendió al hombre. Tal vez esperaba un comentario más severo, de modo que se encogió de hombros y con tono suspicaz musitó:

– No pertenezco a ninguna religión.

– Entonces no me hable de niños. Nadie le obliga a tenerlos. ¿Ha oído hablar de la píldora? Caray, veinte, treinta años antes de que usted naciera ya existía la planificación familiar. -La voz de Wexford se endureció al pasar a uno de sus temas favoritos-. Tener hijos es un privilegio, un motivo de alegría, o así debería ser, y por Dios que le llevaré a los tribunales si vuelvo a pillarle pegando a ese hijo suyo. Es usted un animal, Cullam… ¡Oh, qué sentido tiene todo esto! ¿Qué demonios hace usted en mi despacho? Me está haciendo perder el tiempo. Déjese de lamentaciones y cuénteme qué ocurrió aquella noche. ¿Qué ocurrió cuando dejó a Hatton y Pertwee en el puente?

La comisaría de Stamford había prometido a Burden toda la ayuda posible y así lo hizo. Acompañado de un sargento y un policía, regresó a Moat Hall y forzaron el candado de ambos cobertizos.

Dentro hallaron aceite en el suelo de cemento y, estampadas en el aceite, huellas de neumáticos. Aparte de eso, nada sugería una posible ocupación sospechosa, salvo por dos cajas de cartón vacías abandonadas en un rincón. Ambas habían contenido melocotones en lata.

– Nada -dijo Burden al sargento, aplastando con asco el cartón-. También yo tengo cajas como éstas en el garaje de mi casa. El supermercado me las facilita para llevar a casa la compra que mi mujer hace los viernes.

Caminó hasta la puerta y cruzó el jardín desierto. En ese momento imaginó, como si fuera real, la entrada de los camiones robados. Las puertas de los cobertizos se abrían para darles paso y luego se cerraban, y McCloy y los hombres que «no eran de su clase» descargaban y apilaban la mercancía aquí. Palmadas en la espalda, risas exageradas. Charlie Hatton entraba en la casa para picar algo antes de llevarse el camión y abandonarlo en algún lugar.

– Me gustaría entrar en la casa -dijo Burden-, pero el allanamiento de morada no es mi estilo. Tendremos que esperar a recibir la autorización de la dama expatriada a Suecia.

Cullam se levantó y deambuló hasta la ventana. Se diría que esperaba que Wexford le detuviera, pero Wexford no se inmutó.

– Exhibió su dinero en el Dragón y siguió hablando de dinero cuando llegamos al puente. -Cullam estaba de pie frente a la ventana, mirando fijamente la calle que había recorrido en compañía de Hatton y Pertwee. De la calzada mojada brotaban reflejos cristalinos. Wexford imaginó el Kingsbrook crecido y sus piedras sumergidas bajo el saetín-. Pertwee me pidió que esperara a Charlie Hatton -dijo Cullam-, pero yo me negué. Estaba harto de él y su dinero. -Lentamente, se mesó el fino pelo de color de estopa-. Ya le dije que no me encontraba bien, así que eché a andar a oscuras por el sendero.