Pensando en lo que te esperaba en casa, imaginó Wexford, y en Hatton. Allí abajo sólo debía de oírse el correr sibilante del agua. Por encima de Cullam, por encima del entramado de ramas negras, una galaxia tranquila, una red de estrellas. La avaricia y la envidia anulaban cuanto había en el corazón de un hombre… salvo la avaricia y la envidia. Si Cullam reparó en algo mientras caminaba, tuvo que ser la porquería, los desechos flotantes que el río succionaba y recogía en su travesía a través de los campos.
– ¿Le esperó?
– ¡Claro que no! -espetó acalorado Cullam-. ¿Por qué iba a hacerlo? Le odiaba. -Wexford trató de recordar cuándo había sido la última vez que alguien había hecho afirmaciones tan perjudiciales en ese despacho, en un espacio de tiempo tan breve. Cullam estalló-: Tenía náuseas y acabé vomitando bajo los árboles. Me encontraba fatal, se lo aseguro. -Se estremeció ligeramente, pero Wexford no supo si por el recuerdo de las arcadas junto al río o por algo todavía más desagradable. Escudriñó al hombre, indiferente al recelo de sus ojos y los espasmos de sus manos-. No estoy acostumbrado a beber whisky. Prefiero la cerveza.
– No es usted el único -repuso Wexford con sequedad-. ¿Qué ocurrió entonces? ¿Oyó a Hatton acercarse?
– Llevaba rato oyéndole silbar desde lejos. Silbaba esa estúpida y vieja canción suya sobre el hombre que tenía miedo de volver a casa en la oscuridad.
Wexford alzó la vista y tropezó con la mirada taimada de Cullam, que se apresuró a desviarla agitando los párpados. ¿Era Cullam un completo patán o se percataba de lo macabro de sus palabras? Un hombre que no reaccionaba con temor ante semejante comentario tenía que carecer por completo de imaginación.
Mabel, querida,
escúchame,
están robando en el parque…
Burden, que oyó las palabras, las había memorizado y repetido para su jefe. «Robando en el parque…» ¿Cómo seguía? Algo sobre que no hay nada como el hogar pero que no podía volver a casa en la oscuridad. Esta vez fue Wexford quien se estremeció. Pese a su edad y su experiencia, notó que un escalofrío le recorría el cuerpo.
– Entonces ocurrió -dijo de repente Cullam con voz trémula-. No va a creerme, ¿verdad?
Wexford se encogió de hombros.
– Es la verdad, juro que es la verdad.
– Deje los juramentos para el banquillo, Cullam.
– Mierda… -El hombre hizo un esfuerzo y las palabras le salieron a trompicones-. Dejó de silbar. Oí un ruido… -Sus dotes descriptivas se reducían a unos pocos adjetivos y obscenidades trillados-. Una especie de ahogo, como… en fin, fue horrible. Yo me encontraba fatal. Después de un rato me levanté y… regresé. Estaba muerto de miedo. El lugar es un poco escalofriante. No veía nada y… y tropecé con él. Charlie estaba tirado en el camino. ¿Puedo beber agua?
– ¡No sea imbécil! -espetó Wexford.
– No se ponga así conmigo -gimoteó Cullam-. Se lo estoy contando, ¿verdad? No estoy obligado a hacerlo.
– Sí lo está.
– Encendí una cerilla -musitó el hombre-. Charlie tenía una herida en la cabeza. Le di la vuelta y me llené de sangre. -Se detuvo un instante para luego proseguir atropelladamente-. No sé qué me pasó. Metí una mano en su abrigo y cogí la cartera. Tenía un billete de cien libras. Su cuerpo estaba caliente…
Wexford miró horrorizado a Cullam.
– Pero estaba muerto, ¿verdad?
– No lo sé… no lo sé… ¡Dios mío, sí, estaba muerto! Tenía que estarlo. ¿Qué intenta hacer conmigo? -El hombre ocultó la cabeza entre las manos y sus hombros temblaron. Wexford lo agarró por la chaqueta y tiró de él hasta hacerle levantar la cabeza. Las lágrimas del hombre le provocaron una rabia tan feroz que eso era cuanto podía hacer para evitar golpearle-. Eso es todo -susurró Cullam tiritando-. El cuerpo cayó rodando por la pendiente hasta el agua. Entonces eché a correr como un loco. -Se cubrió los ojos con los puños, como un niño-. Es la verdad.
– La piedra, Cullam. ¿Qué hay de la piedra?
– Estaba al lado de su cuerpo, a la altura de las piernas. No sé por qué lo hice, pero la tiré al agua. Estaba manchada de sangre y de trocitos de pelo… y de otras cosas…
– Un poco tarde para venir con remilgos, ¿no le parece?
El tono de Wexford era fiero y su efecto electrizante. Cullam se puso en pie y dejó escapar un fuerte grito al tiempo que golpeaba el escritorio con los puños.
– Yo no lo maté, no lo maté… Tiene que creerme.
Burden acababa de entrar en la comisaría, empapado y malhumorado, cuando Wexford emergió como un toro del ascensor.
– ¿Dónde está Martin? -preguntó a Burden.
– No tengo ni idea. Acabo de hacerme doscientas millas y…
– No importa. Tengo a Cullam arriba y me ha salido con una historia increíble. -Esforzándose por controlar la voz, ofreció a Burden un breve resumen-. Dice que cogió el dinero del cuerpo de Hatton. Puede que sólo hiciera eso, no sé.
– Supongo que piensas retenerlo por el robo de las cien libras y el sobre de la paga.
– Creo que sí. Martin puede encargarse de eso. Quiero que tú, Loring y quien haga falta registren la casa de Cullam.
– ¿Para ver si oculta el dinero de ese maldito McCloy?
– Mike, empezaba a preguntarme -dijo Wexford con voz cansina- si McCloy no será un mito, una ficción. Cullam es un embustero y lo poco que sabemos de McCloy es lo que él nos ha contado. Tal vez se inventó a ese McCloy para desviar nuestra atención. -Suspiró-. Lo malo es que carece de imaginación.
– McCloy existe -repuso Burden con énfasis-. Es un sujeto esquivo, pero existe.
Eran las once cuando Wexford llegó a casa. Habían registrado la vivienda de Cullam, removido camas sucias y sin hacer, armarios con ropa que olía a comida rancia, cajones repletos de trastos destartalados. Habían buscado, pero el único dinero que encontraron fue las dos libras y ocho peniques que la señora Cullam guardaba en su bolso, un bolso blanco de plástico ennegrecido en las arrugas. Y el único descubrimiento de carácter siniestro fueron las magulladuras y contusiones en las piernas de uno de los niños…
– Dame una onza de algalia, buen boticario -dijo Wexford a Clitemnestra-, para endulzar mi imaginación. -Convencida de que le había dicho que era una buena perra, Clitemnestra agitó la cola. La puerta se abrió y entró Sheila-. ¿Qué haces en casa un miércoles? -preguntó su padre.
– Se me cayó la funda mientras comía una chocolatina, así que tuve que volver para ver al doctor Vigo. -Sheila le obsequió con una sonrisa encantadora y le besó en la mejilla. Su cabello formaba una pirámide de gruesos tirabuzones. Parecía una doncella de la época de la Restauración, criada de Millamant, dispuesta a ser besada por los rincones.
– ¿Te lo ha arreglado?
– Mmm, en el acto. Dijo que no me cobraría.
– ¿Cobrarte? Cobrarme querrás decir. Y espero que no lo haga. -Wexford sonrió burlonamente, arrancándose el recuerdo de Cullam como si fuera piel sucia-. Ahora que tienes dientes falsos no deberías comer chocolatinas.
– No llevo dientes falsos, es sólo una funda… ¿Quieres un poco? Es una mezcla de café y chocolate. Está buenísima.
– Gracias, cariño, pero no me apetece.
– El doctor Vigo y yo nos hemos hecho bastante colegas -dijo Sheila. Se tumbó en el suelo, boca abajo, con los codos apoyados sobre la alfombra, y miró a su padre-. Me invitó a una taza de té en su salón chino. No me atrevía a mover un dedo. Esas cosas le fascinan. Su esposa entró y dio un portazo, y él se puso furioso porque las vajillas vibraron. Dijo que ella no le entendía.