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– Será mejor que me vaya. Necesitas dormir para estar guapo mañana.

– Recibimos tu regalo. No quería decírtelo delante de los demás. ¡Menudo tocadiscos! Casi me caigo de espaldas al verlo. Te habrá costado una fortuna.

– Lo conseguí a precio de coste. -Otra piedra cayó y salpicó la oscuridad.

– Marilyn dijo que pensaba escribir a Lilian.

– Y lo hizo. Recibimos una carta encantadora antes de que yo saliera para el norte. Una chica muy educada, Jack. Sabe escribir una carta. Una carta así no tiene precio. Te la presenté yo, no lo olvides.

– Sabes cómo elegirlas, Charlie. Sólo hay que mirar a Lilian.

– Sí, y ya es hora de que vaya a verla, ¿no crees? -Charlie se volvió para mirar a su amigo. Su sombra aparecía chata en comparación con la alargada sombra de Jack. Levantó una mano menuda y fuerte y la posó sobre el hombro de su amigo-. Bien, me voy.

– Sí, será lo mejor.

– Por si mañana no encuentro el momento… en fin, no soy un orador como Brian, pero quiero decirte que te deseo lo mejor, Jack.

– Encontrarás el momento. Tendrás que dar un discurso.

– Entonces, guarda lo dicho hasta mañana. -Charlie arrugó la nariz y guiñó un ojo a su amigo. Las sombras se separaron y Charlie franqueó la valla-. Buenas noches.

– Buenas noches, Charlie.

Los sauces le engulleron. Su sombra reapareció cuando el sendero se elevó para caer de nuevo. Jack le oyó silbar Mabel, y luego, cuando la sombra fue absorbida por las sombras de los árboles, también el silbido se apagó y ya sólo se oía el suave parloteo del río Kingsbrook fluyendo sobre su lecho de cantos rodados.

Ni todas las aguas del mundo pueden apagar el amor, ni los diluvios hundirlo.

2

Al inspector jefe Wexford no le gustaban los perros. Nunca había tenido perro y ahora que una de sus hijas estaba casada y la otra estudiaba en la escuela de arte dramático, no veía por qué había de admitir uno en casa. Muchos hombres que detestan a los perros devienen amantes de los perros porque son demasiado débiles para oponerse a las exigencias de sus amados hijos, pero en casa de Wexford las exigencias habían sido poco entusiastas, por lo que siempre había logrado eludirlas y salir ileso.

De modo que cuando llegó a casa el viernes por la noche y encontró una cosa gris con orejas como bayetas de punto en su sillón favorito, se disgustó.

– ¿No es una monada? -dijo Sheila, la estudiante de arte dramático-. Se llama Clitemnestra Supuse que no te importaría que pasara con nosotros un par de semanas. -Y abandonó la sala para contestar el teléfono.

– ¿De dónde la ha sacado? -preguntó lóbregamente Wexford.

La señora Wexford era mujer de pocas palabras.

– Sebastián.

– ¿Quién demonios es Sebastián?

– Un muchacho. Acaba de irse.

Su marido estudió la posibilidad de echar a la perra del sillón, pero, tras meditarlo brevemente, se encaminó malhumorado hacia su cuarto. La belleza de su hija nunca había dejado de sorprenderle. Silvia, la primogénita que estaba casada, era una muchacha fornida y saludable, mas eso era lo mejor que podía decirse de ella. La señora Wexford poseía una figura magnífica y un hermoso perfil, aunque nunca perteneció a esa clase de chicas que ganan concursos de belleza. Y en cuanto a él… A veces pensaba que sólo le faltaba una trompa para parecerse enteramente a un elefante: Poseía un cuerpo enorme y pesado, una piel gruesa, arrugada y gris, y sus orejas de tres puntas sobresalían absurdamente por debajo del ralo mechón de pelo descolorido. Cada vez que visita el zoo pasaba por delante de la morada de los elefantes a toda velocidad, temeroso de que a algún mirón le diera por hacer comparaciones.

Su madre y su hermana eran mujeres atractivas, pero, curiosamente, la belleza de Sheila no constituía una prolongación ni un realce de ese atractivo. Sheila se parecía a su padre. La primera vez que Wexford reparó en este detalle -su hija tenía entonces seis años-, casi estalló en una carcajada, tan grotesca era la semejanza entre aquella exquisita pieza de carne de muñeca y su tosco progenitor. Y, con todo, aquella frente amplia era suya, la naricilla respingona era suya, suyas las orejas puntiagudas -aunque planas en acaso de Sheila-, y en aquellos enormes ojos grises veía sus propios ojillos. Cuando era joven también él tenía un cabello intensamente rubio, igualmente fino y suave. Ojalá no acabe pareciéndose a su padre, pensaba a veces Wexford con una risita ahogada.

Pero a la mañana siguiente los sentimientos de Wexford hacia su hija menor no eran ni tiernos ni divertidos. La perra le había despertado a las siete menos diez -con interminables aullidos- y ahora, un cuarto de hora más tarde, Wexford se hallaba en el umbral del dormitorio de Sheila con el entrecejo fruncido.

– Esto no es una residencia canina -espetó el inspector jefe-. ¿Es que no la oyes?

– ¿Te refieres a la podenca acrílica, papi? Pobrecilla, sólo quiere que la saquen a pasear.

– ¿Cómo la has llamado?

– Podenca acrílica. En realidad es una perra callejera, pero Sebastián la llama así. Parece hecha de fibras sintéticas. ¿No lo encuentras gracioso?

– Pues, no. ¿Por qué no puede ese Sebastián cuidar de su perra?

– Se ha ido a Suiza -respondió Sheila-. Probablemente su avión ya ha despegado. -La muchacha asomó de debajo de las sábanas y el padre advirtió que en el pelo llevaba unos enormes rulos-. Ayer por la noche el pobre Sebastián tuvo que ir a la estación a pie -añadió con tono acusador-, porque tú tenías el coche.

– Es mi coche -casi vociferó Wexford. Sabía que semejante discusión nunca llevaba a ningún lado y, horrorizado, comprobó que su propia voz adquiría un tono suplicante-: Si la perra quiere salir, ¿por qué no te levantas y la sacas?

– No puedo, acabo de ponerme los rulos. -Clitemnestra, que estaba en la planta baja, dejó escapar un aullido que derivó en una retahíla de gañidos. Sheila tiró de las sábanas y se sentó. Parecía un fantasma con un pijama rosa de muñecas.

– ¡Por todos los santos! -estalló Wexford, ¿No puedes pasear a la perra de tu amigo pero puedes levantarte al alba para llenarte la cabeza de rulos?

– Papaíto… -El tono mimoso y el diminutivo paternal últimamente en desuso indicó a Wexford que iba a ser objeto de una petición. Adoptando una mirada fiera, unió las cejas de la forma que hacía temblar a los pequeños delincuentes de Kingsmarkham-. Papaíto, bonito, hace un día precioso y ya sabes lo que el doctor Crocker dijo sobre tu exceso de peso. Además, acabo de ponerme los rulos…

– Me voy a la ducha -dijo fríamente -Wexford.

Y se duchó. Cuando salió del cuarto de baño la perra seguía aullando y en el dormitorio de Sheila sonaba música pop. Una desagradable voz masculina exhortaba a sus oyentes a que le dieran amor o lo dejaran morir en paz.

– Hay mucho ruido en la casa, cariño, ¿no te parece? -dijo soñolienta la señora Wexford.

– ¿Bromeas?

Wexford abrió la puerta del dormitorio de Sheila. La muchacha estaba aplicándose una mascarilla facial.

– Sólo esta vez -advirtió el inspector jefe-, y lo hago porque quiero que tu madre siga durmiendo, así que empieza por apagar ese aparato.

– Eres un ángel, papá -dijo Sheila, y con tono distraído añadió-: Espero que Clitemnestra ya haya descargado.

Clitemnestra. De todos los nombres de perro estúpidos y pretenciosos… Pero ¿qué otra cosa podía esperar de un muchacho llamado Sebastián? Clitemnestra, sin embargo, todavía no había descargado. Se abalanzó sobre Wexford, brincando frenéticamente, y cuando el inspector la apartó con la mano comenzó a dar vueltas alrededor, meneando salvajemente la cola y batiendo sus orejas de punto.