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– Qué encanto. Lo que se dice un nuevo rico.

– Oh, papi, te equivocas. Al salir, me encontré a la recepcionista y caminamos juntas hasta el centro. Me dijo que el doctor Vigo se había casado por dinero. Ella era heredera y poseía una fortuna de cien mil libras, y él quería dinero para coleccionar esas cosas chinas. Sigue con su mujer sólo por el niño, pero desaparece la mayoría de los fines de semana. A veces no llega hasta el lunes por la noche. La recepcionista cree que tiene una novia en Londres. Parecía un poco celosa. ¿Sabes?, creo que ella también se acuesta con él.

Wexford mantuvo la expresión impertérrita, mas no pudo evitar un leve parpadeo que esperó pareciera una muestra sofisticada de regocijo. No le sorprendió lo que acababa de oír, sino el hecho de que se lo contara su propia hija. En cierto modo, estaba orgulloso y agradecido. Habían pasado cerca de cuarenta años desde que él tenía la edad de Sheila. ¿Habría osado en aquel entonces hablar a su padre de ese modo? Antes habría preferido la muerte.

Sheila se desperezó y levantó con agilidad.

– Ya que estoy en casa -dijo-, voy a cumplir con mis deberes. ¿Te apetece un paseo por el río, perra?

– No, por el río no, cariño -se apresuró a decir Wexford. ¿Permitir a su hija que caminara sola junto a esas oscuras aguas?-. Yo sacaré a la perra.

– ¿De veras?

– Vamos, vete a la cama. Me temo que ese pelo va a darte mucho trabajo.

Sheila rió entre dientes.

– ¿Estás preparado?

Estupefacto, Wexford vio cómo su hija se sacaba una peluca como si fuera un sombrero y la dejaba caer sobre un jarrón de cristal.

– Dios mío, sabio es el padre que conoce a su hija. -Wexford contempló con suspicacia las pestañas y las largas uñas de Sheila. ¿Qué más llevaba que fuera extraíble? Wexford, que raras veces perdía su aplomo ante los taimados excesos de sus criminales, era continuamente sorprendido por su propia hija. Sonriendo con ironía, fue en busca de la correa y arrancó a Clitemnestra del mejor sillón.

El aire de la noche, purificado por la tormenta, era fresco y diáfano. Apenas había estrellas, pues el cielo estaba velado por perezosos cirros, blancos como la nieve por efecto de la luna que flotaba en una parcela sin nubes. La hierba del prado que comparara con un tapiz había sido segada y la tierra aparecía ahora como un desierto cerdoso. Hacía frío para esta época del año. Cuando alcanzó el río, advirtió que estaba crecido. En algunas zonas las piedras estaban sumergidas bajo la corriente.

Wexford silbó a la perra y apretó el paso. Ahora podía ver el río, sus piedras plateadas y, entre ellas, los helechos como brillantes astillas de metal. Había alguien en el parapeto, con el cuerpo inclinado y mirando al río. Wexford tardó en descubrir si se trataba de un hombre o de una mujer, y cuando se dio cuenta de que era una mujer, mencionó un «buenas noches» enérgico y alegre para no asustarla.

– Buenas noches, inspector jefe. -Era una voz queda, irónica, inconfundible. Wexford se aproximó a Nora Fanshawe y ella se volvió hacia él.

– Una noche hermosa después de la tormenta. ¿Cómo está su madre?

– Vivirá -respondió fríamente la muchacha. Una reserva que en parte era repugnancia ofuscó sus facciones.

Wexford conocía esa mirada. La había visto cientos de veces en personas que temían haber hablado demasiado y abierto su corazón en exceso. Imaginaban que sus confidencias provocaban en Wexford aversión, lástima o desprecio. ¡Si supieran que sus revelaciones no eran para él más que ladrillos de la casa que intentaba erigir, peldaños de la escalera hacia la resolución del caso, piezas de curvados márgenes de un simple rompecabezas!

– ¿No ha recordado nada nuevo?

– Si se refiere a la chica que iba en el coche, mi madre asegura que no había ninguna chica. Sé cuándo dice la verdad.

– La gente nunca recuerda al instante lo sucedido antes de recibir un golpe en la cabeza -repuso alegremente Wexford-, máxime cuando se ha fracturado el cráneo. Es un hecho médico.

– ¿De veras? No deseo entretenerle, inspector jefe. ¿Sabía que su perro está en la carretera?

Wexford apartó a Clitemnestra de la trayectoria de un coche que se acercaba. El conductor bajó la ventanilla y le insultó, añadiendo que aún debía darle gracias por no denunciarle a la policía.

– Una espina regia en mi carne eres -dijo Wexford a la perra mientras le ataba la correa-. Una fuente de humillación.

Vio a la muchacha entrar en el Olive & Dove, con la luna proyectando su sombra negra, recta y atenuada.

13

El agente Loring estaba encantado con la idea de un día en Londres. Tenía pánico a Wexford, quien, en su opinión, le trataba con una dureza merecida pero infatigable. Le habían hablado del cariño casi paternal que el inspector jefe profesaba a su predecesor, el agente Mark Drayton, y de la desilusión que sufrió cuando Drayton arruinó su carrera. Algo que ver con una chica y un soborno. Drayton, según le habían contado, llevaba melena, era hosco, sarcástico, inteligente, y un diablo con las mujeres. Loring, por consiguiente, llevaba un corte de pelo excéntricamente similar y era todo lo entusiasta, brillante y alegre que podía. Presentía que la inteligencia vendría con el tiempo. En la actualidad no podía competir con Wexford y Burden, dos seres que en todo momento actuaban inteligentemente. En cuanto a las mujeres… Loring era un sano admirador. Le proporcionaba un gran placer visitar Londres en busca de tres muchachas desaparecidas. Pensaba con melancolía cuánto le complacería encontrar a la chica en cuestión y, con suerte, escuchar a un Wexford agradecido llamarle Peter. El inspector jefe solía favorecer a Drayton llamándolo por su nombre de pila.

Pese a sus sueños e ingenuidad, Loring era un agente muy competente. Cometía errores, pero los reconocía. Con veintiún años medía un metro ochenta, era tan delgado como cuando tenía catorce y ansiaba el día en que pudiera liberarse del acné. Pese a todo -los granos eran menos visibles de lo que él creía-, las chicas generalmente aceptaban sus invitaciones a salir y las mujeres maduras a las que interrogaba se acariciaban el pelo y le sonreían al iniciar las preguntas. Con suerte, pensaba a veces, cuando ganara un poco de peso y se liberara de esos malditos granos se parecería a John Neville. El recibimiento de que fue objeto en la peluquería de Eastcheap le sorprendió y desazonó ligeramente.

Carol Pearson era la chica cuya desaparición estaba investigando y ya había visitado a su madre, que vivía en Muswell Hill. Una dama coqueta de cuarenta años, con una mentalidad y un gusto para la ropa de una jovencita de dieciocho, le había sonreído afectadamente y ofrecido ginebra. Dios sabe que sólo se es joven una vez -la señora Pearson parecía pretender serlo varias veces- y si Carol había decidido desaparecer un par de meses con su novio, no iba a ser ella quien se lo impidiera. El novio estaba casado, así pues ¿qué otra cosa podía hacer la pobre Carol? El hecho es que estaba harta de su trabajo y amenazaba con dejarlo en cualquier momento. ¿Sabía Loring los sueldos miserables que pagaban? ¿Sabía que las muchachas tenían que vivir prácticamente de las propinas? El novio tenía dinero. Era vendedor ambulante, dijo distraídamente la señora Pearson. Pero no podía recordar su nombre. Tampoco supo decírselo a la policía la primera vez que la interrogaron. Jack, lo había llamado Carol. Su hija nunca le escribía. Indolente como su madre. La señora Pearson sonrió de forma insinuante. Aparecería uno de estos días.

Así pues, Loring había cogido el metro hasta Tower Hill, perdiéndose dos veces por el camino. Llegó a Eastcheap y localizó el despacho del difunto Jerome Fanshawe por la placa colgada en el marco marmóreo de la puerta. Roma, la peluquería donde había trabajado Carol Pearson, estaba diagonalmente opuesta al despacho. Loring entró.