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En su vida había visto nada parecido a esa recepcionista. No era la clase de muchacha que uno osaría besar, en caso de que quisiera hacerlo. Su cabello constituía una artística maraña de rizos rojizos y llevaba la cara oculta bajo una capa de maquillaje milagroso, una obra de arte de luz y sombras en tonos cremas y ámbar, con ojos oscurecidos y boca blanqueada. Vestía una falda hasta el tobillo, botas rojas sin dorso y un caftán rojo bordado en oro.

Ambos teléfonos blancos comenzaron a sonar simultáneamente cuando Loring entró. La muchacha descolgó los auriculares y dijo «Roma, buenos días, ¿le importaría esperar un momento?» antes de depositarlos sobre una gruesa agenda.

– ¿Qué desea?

Loring explicó que era agente de policía y enseñó su placa. La chica no se mostró sorprendida.

– Un momento, por favor.

Reanudó las conversaciones telefónicas y anotó las citas en la agenda. Loring contempló el salón. Jamás se había visto nada parecido en Kingsmarkham, una peluquería donde los clientes permanecían aislados en celdas individuales. Los tabiques alineados hacían pensar en enormes rebanadas de pan de centeno. Las lámparas del techo eran móviles negros y plateados y el suelo parecía un lago helado de color escarlata. La mayoría de los ayudantes eran varones, jóvenes de aspecto fatigado que vestían trajes ligeros salpicados de mechones de todos los colores.

– Si ha venido por lo de Carol Pearson -dijo con desdén la recepcionista-, tendrá que hablar con el señor Ponti. Un momento, por favor. -El teléfono de la izquierda volvía a sonar-. Roma. Buenos días, ¿le importaría esperar un momento? Lo encontrará en el salón de caballeros, pero ahora mismo está cortando y no podrá… Un momento. -La mujer descolgó el segundo auricular-. Roma, buenos días, un momento por…

– Gracias por su ayuda -dijo Loring. Regresó a la calle y entró en lo que él habría denominado una barbería. No difería mucho de la de Kingsmarkham. El mundo de la moda evoluciona más lentamente para los hombres que para las mujeres.

El señor Ponti, más que un peluquero, parecía el director de una escuela pública. Alto y delgado, vestía un sencillo traje oscuro, casi ascético. El único indicio de que había estado cortando pelo era el mango de las tijeras que sobresalía del bolsillo superior de su chaqueta y que Loring, tan abrumador era el aspecto docente del hombre, había tomado por la montura de unas gafas.

Los demás estilistas se apartaban deferentemente mientras él se abría paso entre las sillas. La luz que entraba por la puerta delató los polvos bronceadores de sus pómulos, y ahora que Loring tenía al hombre cerca, le pareció un actor maquillado listo para representar un papel académico. La encorvadura estaba allí, así como la expresión vaga pero aguda, y los ojos miopes.

Un leve deje italiano se dejó oír mientras hablaba.

– ¿Carol? La policía ya estuvo aquí y les dije que no podíamos ayudarles. -Alcanzó el bolso de cuero negro de Loring y lo acarició con admiración-. Excelente calidad. -Encogiéndose de hombros, corrió una puerta plegable que cercó parcialmente el local-. Escuche, a Carol no le iba esto. No quiero ser cruel, pero era una muchacha un tanto ordinaria, sin estilo, sin elegancia. -Del bolso extrajo la polvera de Woolworth y la barra de labios de metal rallado-. Esto es lo que le iba, estas baraturas. -La nariz larga y afilada del señor Ponti tembló.

Loring decidió que el hombre era detestable.

– ¿Ha tenido alguna vez como cliente a un tal Jerome Fanshawe?

El nombre era claramente familiar.

– ¿El corredor de bolsa del otro lado de la calle? Me han dicho que ha muerto en un accidente de coche. -Loring asintió con la cabeza-. Nunca estuvo aquí.

– ¿Seguro?

– Jamás olvido el nombre de un cliente. A todos mis clientes los conozco personalmente. -Ponti cerró el bolso y apoyó la espalda contra el mostrador con aire aburrido.

– Me pregunto si la señorita Pearson lo conocía -dijo Loring, retrocediendo ante el olor a loción para después del afeitado del hombre-. ¿Mencionó alguna vez el nombre de Fanshawe o visitó su despacho?

– Que yo sepa, no. -Ponti descorrió levemente la puerta y chasqueó los dedos-. Las fotos de Carol -pidió con tono autoritario-. Ya se las mostré a la policía -prosiguió, dirigiéndose a Loring-. Quizá usted desee echarles un vistazo. -Clavó la mirada en el pelo de Loring y estudió el corte con detenimiento y expresión de disgusto.

Las fotos asomaron por el canto de la puerta y Loring las cogió.

– La utilicé una vez de modelo -explicó Ponti-, pero era un desastre, un verdadero desastre.

A Loring las fotos le parecieron correctas. Tenía gustos sencillos en lo referente a belleza femenina y únicamente pedía que la muchacha fuera bonita, dulce y alegre. En las fotos, Carol aparecía con un peinado formado por fantásticas pirámides de tirabuzones, algunos de los cuales le caían sobre los hombros. Se diría que estaba incómoda, como si en lugar de su propio cabello soportara un casco romano, y parecía encogerse bajo el peso, mirando hacia arriba con sonrisa nerviosa. Ridículas líneas diagonales que partían de los párpados inferiores adornaban sus ojos, y unos pendientes de pedrería tiraban de los lóbulos de sus orejas. Debajo del maquillaje se ocultaba una muchacha bonita, clásicamente encantadora, y Loring recordó con tristeza que ésta podía ser la chica que había muerto, terriblemente desfigurada, envuelta en sangre, fuego y agua.

– Un desastre -repitió el peluquero.

Doreen Dacres había dado señales de vida.

Fue una historia curiosa la que Loring escuchó de los labios de la hermana casada que vivía en Finchley. Doreen había ido a Eastbourne para ocupar su nuevo puesto en el club. Como llegó temprano, la hicieron esperar en un salón vacío. Una mujer de la limpieza bien informada le explicó en qué podrían consistir algunas de sus obligaciones. Doreen se asustó y salió del club rauda y veloz.

Sólo tenía cinco libras. Dado que había abandonado su habitación y su trabajo en Londres, hizo inventario de su situación. La hermana casada le había dejado claro que ella y su marido no la querían en casa y sus padres vivían en Glasgow, una ciudad a la que Doreen había jurado que no volvería. Finalmente, se fue con su equipaje a una pensión y, temerosa de que el club la localizara, se inscribió con el nombre de Doreen Day y entró a trabajar de dependienta en una tienda.

Seis semanas después, y sólo cuando necesitó que le enviaran ropa, telefoneó a su hermana. Aliviado, Loring tachó de la lista el nombre de la muchacha.

Su última escala fue la clínica Princess Louise de New Cavendish Street, donde el conserje le enseñó cómo llegar a la residencia de las enfermeras. El edificio era una bella casa estilo Regencia de cuatro plantas, con pilares blancos que flanqueaban un portal azul subido generosamente decorado con latón. Una mujer que se hacía llamar hermana bajó a recibirle y, antes de que Loring pudiera hablar, se llevó un dedo a los labios.

– Silencio. Las enfermeras del turno de noche están durmiendo y no estaría bien que las despertáramos, ¿no le parece?

En el vestíbulo reinaba un silencio sepulcral y un aroma dulzón que nada tenía ver con el fuerte olor a antisépticos del hospital. La atmósfera hizo pensar a Loring en bandadas de jovencitas de cuerpos aseados que cruzaban el vestíbulo dejando tras de sí un aroma a jazmín, cuero ruso, helecho francés y heno recién segado. Siguió de puntillas a la fornida mujer de azul, medio guardiana, medio madre superiora, hasta un salón que contenía butacas de cretona, flores y un viejo televisor.

– La muchacha de la habitación contigua a la de la enfermera Culross será quien mejor pueda ayudarle -dijo la hermana-. Se trata de la enfermera Lewis, pero no pienso despertarla. -La mujer miró a Loring con fiera reprobación-. No, no pienso hacerlo -insistió-. Ni aunque fuera usted el secretario de la residencia. -Al parecer, la hermana había esperado algún tipo de desafío, pero al ver la mirada sumisa de Loring perdió parte de su aspereza y dijo-: Veré qué puedo hacer, pero no le prometo nada. Entretanto, puede hojear alguno de esos libros.