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Los libros eran revistas. La residencia de las enfermeras de la clínica Princess Louise no era tan sofisticada como la sala de espera de Vigo, y en lugar de Nova y Elle ofrecía el Nursing Mirror y dos números del Nursing World de quince años atrás. Una vez solo, Loring contempló la calle.

Una de las alas de la clínica era el pabellón de maternidad, pero estaba claramente separado del edificio principal. Mientras aguardaba, vio llegar un Bentley. Una muchacha descendió apoyándose pesadamente en el brazo de su marido. Tenía el cuerpo abultado y era obvio que estaba de parto. Pasados diez minutos llegó un Jaguar. Se produjo una escena parecida, pero en este caso la futura madre tenía más edad y su vestido de embarazada era, sin duda, obra de un modista. La clínica Princess Louise se dedicaba con esmero a reaprovisionar las clases altas.

Eran cerca de las cinco cuando la puerta se abrió lentamente y la enfermera Lewis entró. Los párpados le pesaban y se diría que acababa de despertarse. No llevaba maquillaje y tenía un aspecto impoluto, la blusa tiesa y crujiente, el cabello claro, casi cremoso, húmedo y marcado por las gruesas púas de un peine.

– Siento haberle hecho esperar. Trabajo en el turno de noche.

– No se preocupe -dijo Loring-. Yo también trabajo a veces por la noche y sé lo que es.

La enfermera Lewis se sentó y sus piernas desnudas brillaron. Los dedos de los pies parecían los de una niña en unas sandalias de niña.

– ¿Qué desea saber? Ya he hablado con la policía. -Sonrió-. Les conté todo lo que sabía de Bridie Culross, aunque no es mucho. Bridie no tenía amigas, era una chica de hombres.

– Me gustaría que me contara todo lo que sepa de ella, señorita Lewis. -Dejar que hablen. Lo había aprendido de Wexford-. ¿Cómo era? ¿Tenía muchos novios?

– Bueno, éste no es un hospital de prácticas, de modo que no hay estudiantes de medicina. Llevaba aquí un año, desde que recibió el título, y había salido con todos los hombres de la residencia.

Loring anotó la información.

– Ignoro el verdadero nombre del hombre por el que sentía predilección, pero ella le llamaba Jota.

– ¿Como inicial, quiere decir? ¿Por ejemplo de John o James o… Jerome?

– Supongo que sí. Se lo comenté a la policía, pero no parecían muy interesados.

– Verá, generalmente no nos molestamos en investigar la desaparición de muchachas.

– ¿Y por qué se molestan ahora?

– Se lo contaré luego, ¿le parece? Ahora hábleme de ese Jota.

La muchacha cruzó sus largas piernas.

– Nunca llegué a verlo -dijo-. Me temo que estaba casado, pero a Bridie no le importaba. Ah, recuerdo que me dijo que la esposa de Jota había sido paciente de esta clínica.

Qué bonito, pensó Loring. El hombre visita a su esposa enferma y a la salida liga con la enfermera.

– Sé lo que está pensando -dijo Lewis- y sé que no es bueno. Jota tenía mucho dinero y un buen coche. Bridie… -Vaciló y se ruborizó-. En fin, Bridie, de hecho, vivía con él.

– ¿Con él? ¿En su casa?

– No me refería exactamente a eso.

– Oh, comprendo. -Las enfermeras, que deberían estar hechas a la vida, eran sorprendentemente mojigatas, pensó Loring-. Eh… el sábado, dieciocho de mayo, se fue con ese hombre a pasar el fin de semana a Brighton, ¿verdad?

– Con Jota, sí. -La enfermera Lewis seguía ruborizada por las implicaciones de ese fin de semana-. Y no regresó. Oí decir a la supervisora que si esta vez volvía no le abriría la puerta.

– ¿Quiere decir que lo ha hecho otras veces?

– Llegaba tarde muchas veces y en ocasiones no se molestaba ni en volver a dormir. Decía que no tenía intención de pasarse la vida preparando quirófanos y acarreando cuñas. Imaginé que se había ido con Jota para vivir decentemente. Bueno, decentemente no, ya me entiende.

– ¿Le hacía regalos? ¿Tenía un bolso negro con una etiqueta de Mappin y Webb? ¿Éste?

– ¡Oh, sí! Jota se lo regaló cuando cumplió veintidós años. Pero… -La muchacha frunció el entrecejo y se inclinó hacia el agente-. ¿Qué ocurre? ¿Ha encontrado el bolso pero no la ha encontrado a ella?

– No estamos seguros -dijo Loring, pero sí lo estaba.

Wexford se disgustaría si regresaba con tan poca información. Loring hubiera deseado pasar un día más en Londres, pero no le valía la pena enfrentarse a la ira de Wexford, a los preparativos necesarios para conseguirlo. Entró en el edificio principal del hospital y pulsó el timbre de recepción. Mientras esperaba, miró alrededor y cayó en la cuenta de que nunca había estado en un hospital como ése. Tuvo la impresión de ser la primera persona que cruzaba sus puertas con unos ingresos anuales inferiores a cinco mil libras y pensó en el hospital de Stowerton, donde los pacientes externos esperaban durante horas sobre duros asientos, donde la pintura de las paredes se caía a pedazos y donde todo el mundo parecía tener prisa.

Aquí, por el contrario, había una atmósfera de indolente elegancia, como en una mansión privada. El aroma de las flores -alverjillas en vasijas de cobre y, sobre el mostrador, una única rosa en un vaso aflautado- enmascaraba casi por completo el vago olor a desinfectante. Una alfombra granate de Wilton cubría el suelo.

Loring alzó la vista hacia la escalera y vio bajar a la recepcionista. Solicitó una lista de todos los pacientes ingresados en la clínica Princess Louise durante el último año y su petición fue recibida con una mirada de indignación.

Tardó cerca de media hora, pasando de un oficial a otro, en obtener la autorización necesaria.

La lista era larga y apabullante. Loring no conocía el catálogo de Debrett, pero pensó que podría haber sido una parte de la lista. Muchos nombres iban precedidos de un título nobiliario y entre los sencillos «señores» reconoció a un distinguido industrial, un antiguo ministro y un conocidísimo personaje de la televisión. Entre las mujeres había una duquesa, una bailarina y una modelo famosa.

Loring no encontró a Dorothy Fanshawe. Repasó la lista, convencido de que el nombre tenía que estar. Pero no estaba.

J de Jerome, pero también J de John, James, Jeremy, Jonathan, Joseph. ¿Era el amante de Bridget Culross el marido de la honorable señora de John Frazer-Bennett, de Wilton Crescent, o el marido de lady Fyne, de los Boltons? Loring llegó a la conclusión, e imaginó que Wexford habría coincidido con él, de que el amante de la muchacha era el último marido de Dorothy Fanshawe.

14

Los jóvenes Pertwee estaban de luna de miel en casa del padre de Jack. El piso iba a tardar dos semanas en estar listo y Jack había cancelado la reserva del hotel. No tenían otro lugar a donde ir ni mucho más que hacer. Jack había solicitado las vacaciones anuales, así que aquí estaba, en casa. ¿Dónde sino iba a estar? Al fin y al cabo, era la única luna de miel que iba a tener en su vida. Normalmente, en sus ratos libres, hacía trabajos de pintura o decoración, perdía el tiempo o iba al Dragón. Marilyn se hacía vestidos, reía con las amigas y asistía a reuniones para promover la lucha social. Esas no eran ocupaciones para una luna de miel y los jóvenes Pertwee creían que continuar con las viejas costumbres durante este período, consagrado a la ociosidad y la indulgencia amorosa, constituía una suerte de profanación. Como Jack había dicho, no puedes pasarte el día en la cama, de modo que pasaban la mayor parte del tiempo sentados en el saloncito, cogidos de la mano. Marilyn sólo sabía hablar de política y Jack no era excesivamente locuaz. No eran aficionados a la lectura y se aburrían terriblemente. Pero ambos habrían muerto antes que confesarlo y en su fuero interno sabían que el silencio no era un augurio de futuras discordias. Las cosas irían bien cuando Jack volviera al trabajo y vivieran en su propio piso, cuando hubiera compañeros de faena de los que hablar, y muebles y la suegra a tomar el té. Ahora llenaban sus silencios con tristes reflexiones sobre Charlie Hatton, y aunque tampoco era tema para una luna de miel, el recuerdo compartido del amigo, expresado con frases trilladas y sentimentales, ayudaba a pasar el tiempo, y puesto que era un acto desinteresado y sincero, fortalecía el amor entre ambos.