Así fue como los encontró Wexford.
Marilyn le invitó a pasar con un encogimiento de hombros como único saludo. También Wexford podía ser brusco y lacónico si se lo proponía, y cuando Jack se levantó torpemente, el inspector se limitó a decir:
– He venido para hablar de McCloy.
– Entonces hable.
La muchacha sonrió.
– Dale un puro, Jack -dijo, mirando con afectuoso orgullo a su marido-. Sí -prosiguió, acercándose a Wexford-, denos una conferencia. Queremos aprender, ¿verdad, Jack? No nos importa escuchar, no tenemos nada mejor que hacer.
– Pues empiezan bien su luna de miel.
– ¿Qué luna de miel? -refunfuñó Jack-. ¿Cree que era esto lo que habíamos planeado?
Wexford tomó asiento y miró a la pareja.
– Yo no maté a Charlie Hatton -dijo-. Ni siquiera le conocía. Ustedes sí. Se supone que eran sus amigos, pero tienen una forma muy curiosa de demostrarlo.
Una punzada de dolor hizo palidecer el rostro de Jack. Cogió la mano de su mujer y suspiró.
– Charlie está muerto. No puedes ser amigo de un muerto. Sólo te queda el recuerdo.
– Déme un pedazo de recuerdo, señor Pertwee.
Jack miró al inspector y la sangre le subió de nuevo, palpitando.
– Se pasa el día jugando con las palabras, retorciéndolas, dándoselas de astuto…
– ¡Exhibiendo su maldita educación! -espetó la mujer.
– Tranquilízate, cariño. Estoy de acuerdo contigo, pero no vale la pena discutir. Usted ha llegado a la conclusión de que Charlie era un estafador, ¿no? De nada serviría que yo le dijera que Charlie era un hombre generoso, un hombre con un gran corazón que jamás te defraudaba. De nada serviría decírselo, ¿o sí?
– Dudo que me ayudara a descubrir quién lo mató.
– Charlie nos encontró el piso -explicó Jack-. ¿Sabe lo que hizo? El antiguo inquilino exigía una entrada de doscientas libras y Charlie las pagó. Fue un préstamo, desde luego, pero sin intereses. Fue el veintiuno de mayo. Jamás olvidaré esa fecha. Charlie había pasado el día anterior en el camión, conduciendo desde el norte. De repente, llega por la mañana y dice que ha encontrado un piso para nosotros. Yo estaba trabajando, pero Marilyn consiguió dejar la tienda dos horas y fue a verlo con él. Charlie le prometió la entrada a ese tipo. Parecía más un padre que un amigo.
El día que Hatton había encargado su dentadura nueva. Justo después del robo que no fue tal. Una muestra más de lo que Hatton había hecho con la pequeña fortuna que obtuvo de McCloy.
– No tienes más que pedírmelo, dijo Charlie, sólo has de decir sí. Tendría que haberle visto cuando dijimos sí. Era feliz haciendo regalos.
– Este lugar -dijo Marilyn con un tono apacible impropio de ella- ya no es el mismo sin Charlie Hatton.
Sensiblería barata, pensó duramente Wexford.
– ¿De dónde sacaba Charlie tanto dinero, señora Pertwee?
– ¿Cree que se lo pregunté alguna vez? Puede que sea una simple trabajadora, pero recibí una educación y tengo modales, de modo que no se meta en eso.
– ¿Señor Pertwee?
Tenía que responder, pensó Wexford. Esta vez había hablado demasiado y se había controlado para escudarse en la pena. Jack se llevó un puño a la frente.
– ¿De dónde sacaba tanto dinero? Doscientas cincuenta libras para la dentadura, doscientas para ustedes… Muebles, vestidos para su esposa, el regalo de bodas, ingresos semanales en el banco… Ganaba veinte libras a la semana, señor Pertwee. ¿Cuánto gana usted?
– No es asunto suyo.
– Tranquilízate, cariño -dijo Jack Pertwee, y miró a Wexford mordiéndose el labio-. Un poco más -respondió-. Un poco más si la semana es buena.
– ¿Podría prestar a su mejor amigo doscientas libras?
– ¡Mi mejor amigo está muerto!
– Déjese de rodeos, por favor -espetó Wexford-. Usted sabía la clase de vida que llevaba Hatton. No me diga que nunca se preguntó de dónde provenía todo ese dinero. Usted se lo preguntaba a sí mismo y al final se lo preguntó a él. ¿Cómo consiguió Hatton hacerse rico el veintiuno de mayo?
Pertwee relajó la frente, suspiró y sus ojos desprendieron un ligero destello de triunfo.
– No lo sé. Puede preguntarme hasta el día del juicio final, pero no podré decirle nada porque no lo sé. -Pertwee vaciló-. Me ha preguntado por McCloy. Charlie no recibió ningún dinero de McCloy el veintiuno de mayo. Es imposible.
Y Wexford siguió interrogando a Pertwee, recurriendo a toda la astucia adquirida durante años. Pertwee, entretanto, se aferraba a la mano de su esposa, sacudía la cabeza, respondía con monosílabos y finalmente calló.
En la vista preliminar del caso, Maurice Cullam se declaró culpable del robo de ciento veinte libras del cadáver de Charlie Hatton y fue de nuevo encarcelado. Quizá le cayeran otros cargos, le insinuó Burden.
No creía que Cullam fuera un asesino. Habían registrado su casa de arriba abajo, pero no habían encontrado dinero alguno. Cullam no poseía cuenta bancaria, sólo algunas libras en la caja postal de ahorros. El único hallazgo importante fueron las magulladuras de las piernas de Samantha Cullam. La niña se hallaba ahora bajo la custodia de la autoridad municipal. Su padre sería acusado de otros cargos que, no obstante, nada tenían que ver con el asesinato o el latrocinio.
– ¿Cuál será el siguiente paso? -preguntó ociosamente el doctor Crocker cuando regresó de examinar las lesiones de la pequeña-. En mi opinión, un animal que es capaz de golpear así a una niña es muy capaz de matar.
– No tiene sentido.
– El problema con la gente como tú es que siempre estás buscando complicaciones. Ahí viene el jefe. Acabo de preguntar a Mike si tienes un puesto libre en tu plantilla, habida cuenta lo mucho que les he ayudado con las encuestas.
Wexford miró al doctor con amargura.
– Cullam no es un asesino.
– Tal vez no. Prefiere las víctimas menudas y femeninas -repuso el doctor, y se embarcó en una acalorada diatriba contra el detenido.
– ¡Estoy harto de este maldito asunto! -exclamó Wexford-. Me he pasado la mañana tratando de hacer hablar a Pertwee. ¡Estúpido sensiblero! Todo el mundo sabe que Hatton era un ladrón y un estafador, pero Pertwee se niega a hablar porque no quiere mancillar la memoria de su amigo.
– Un principio digno de elogio -dijo Burden.
– Ningún principio es digno de elogio si su práctica deja impune a un asesino. Hatton trabajaba para McCloy y un fin de semana de mayo empezó a apretarle las tuercas. Y apretó con fuerza, eso te lo aseguro. Doscientas libras para Pertwee, doscientas cincuenta para Vigo… ¡Oh, estoy realmente harto!
– ¿Tiras la toalla? -inquirió el doctor.
Burden parecía profundamente consternado y chasqueó la lengua como una solterona. Wexford, no obstante, respondió con calma.
– Voy a probar otra estrategia y cuento contigo para que me allanes el camino. Después de todo, se supone que eres médico.
Cuando el trío llegó al hospital, encontraron a la señora Fanshawe sola pero levantada. Envuelta en un salto de cama negro, estaba sentada en una butaca leyendo el Fanny Hill.