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Burden no parecía muy convencido.

– Eso significa que para hacer autostop tuvo que hallarse en la mediana que separa ambas calzadas.

– Y un autostopista normal se colocaría en el lado izquierdo y esperaría a que la recogiera alguien del carril lento.

– Mmm. Por otro lado, sabemos que la señora Fanshawe oyó a su marido gritar «¡Dios mío!» justo antes del accidente. De hecho, fue la última cosa que dijo.

– Confío -dijo Wexford- en que la Providencia escuchase el grito y lo interpretase como una petición de perdón. -Sonrió amargamente-. De modo que ve a la muchacha en la carretera, grita, se desvía bruscamente y la atropella. ¿Cómo es posible que la chica no llevara llaves o algún documento de identidad en el bolso? ¿Por qué el camionero la dejó en la carretera en lugar de en la ciudad?

– Es tu teoría.

– ¡Lo sé, maldita sea! -espetó Wexford.

Pero siguió pensando en el camionero. Charlie Hatton había pasado por allí un cuarto de hora antes de que se produjera el accidente. No pudo haberlo presenciado. ¿Pudo ver a la muchacha esperando con el pulgar levantado? ¿Pudo ser el camionero que la dejó en la mediana? El problema era que Charlie Hatton conducía en la otra dirección.

Había ocurrido el 20 de mayo, y el 21 Charlie Hatton era un hombre rico. Tenía que haber una conexión. Pero ¿qué pintaba McCloy en todo eso?

Todos los cuerpos de policía de Inglaterra y Gales buscaban ahora a Alexander James McCloy, pelo castaño, estatura media, cuarenta y dos años, ex propietario de Moat Hall, cerca de Stamford, en Lincolnshire. A la luz de los últimos hallazgos de Burden, también lo buscaban en Escocia.

Esta vez fue el padre de Jack Pertwee quien le invitó a pasar. Todavía cogidos de la mano, los recién casados estaban viendo la televisión.

– ¡Caray! ¿Otra vez? -dijo malhumorada Marilyn cuando su marido se levantó y apagó el televisor-. ¿Qué quiere ahora?

– El pasado noviembre -dijo Wexford- su amigo Hatton planeó el robo del camión que conducía para el señor Bardsley. Cuando digo planeó, me refiero a que siguió las instrucciones de su otro empleador, Alexander James McCloy. Hatton recibió un pequeño golpe en la cabeza y fue atado para dar realismo al hecho. Afortunadamente, el señor Bardsley estaba asegurado. Mas no lo estaba la segunda vez, en marzo. En esta ocasión tuvo que asumir las pérdidas sin saber, claro está, que un elevado porcentaje del valor de la mercancía caía directamente en el bolsillo de Hatton.

Wexford se detuvo y contempló el semblante pálido de Jack Pertwee. Este le miró a su vez y ocultó la cabeza entre las manos.

– No admitas nada, Jack -dijo Marilyn.

– El diecinueve de mayo -prosiguió Wexford- Hatton fue a Leeds. Como había estado enfermo, se lo tomó con calma y regresó a Stowerton al día siguiente, lunes veinte de mayo. Cuando se hallaba en Leeds o en la carretera, tropezó con McCloy. Tropezó o descubrió algo acerca de McCloy, algo que le brindaba la oportunidad de chantajearle por valor de varios miles de libras.

– Todo eso es una mentira repugnante -repuso Jack con voz ahogada.

– Muy bien, señor Pertwee. Me gustaría que me acompañara a la comisaría, si no le importa.

– ¡Acaba de casarse! -protestó el padre.

– La señora Pertwee puede acompañarnos si lo desea. Se trata de un caso de asesinato y es evidente que se está ocultando información. ¿Está listo, señor Pertwee?

Jack no se movió. Las manos que aferraban su cabeza comenzaron a temblar. Marilyn abrazó a su marido con aire protector pero sin ternura, y movió los labios como si deseara escupir a Wexford en la cara.

– ¿Chantaje? -balbuceó Jack-. ¿Charlie? -Se apartó las manos de la cara y Wexford observó que estaba llorando-. ¡Eso es imposible!

– Me temo que no, señor Pertwee.

– No puede ser -dijo Jack, y musitó algo que Wexford no alcanzó a oír.

– ¿Cómo dice?

– No puede ser. McCloy está dentro. Usted es policía, ¿no? Sabe a lo que me refiero. McCloy está en la cárcel.

15

Las noticias de Escocia llegaron casi al mismo tiempo que la revelación de Jack Pertwee. El 23 de abril Alexander McCloy había ingresado en prisión para cumplir una condena de dos años, acusado junto con otros dos sujetos de organizar un robo en un supermercado de Dundee y robar productos por valor de mil doscientas libras. Durante el robo hirieron levemente al vigilante y McCloy habría recibido mayor castigo de haber tenido antecedentes.

– Así pues, ese fin de semana de mayo, cuando Hatton estaba en Leeds -dijo Wexford por la mañana-, McCloy hacía un mes que cumplía condena en Escocia.

– Eso parece -convino Burden.

– Lo cual no sólo significa que McCloy no podía ser chantajeado, sino que la fuente de ingresos de Hatton se había secado. De hecho, probablemente en mayo Hatton se hallaba con menos dinero del que había tenido desde que se casó.

– La señora Hatton dijo que una semana antes, cuando su marido enfermó, éste dudó en llamar a su médico privado. Para entonces, Hatton ya debía de haberse gastado el dinero obtenido con el robo del camión de Bardsley en marzo.

– Seguramente, teniendo en cuenta el ritmo de vida que llevaba -dijo Wexford-. Hatton debía de estar desesperado, por no decir aterrorizado. ¿Te lo imaginas, Mike, mirando hacia un futuro en el que ya no podría invitar a rondas en el Dragón, ni salir de compras con su mujer los sábados por la tarde, ni entregar generosas sumas en las bodas de sus amigos?

– Supongo que no tardó en buscar otra fuente de ingresos.

– Iremos a la carretera de circunvalación de Stowerton para explorar el terreno -dijo Wexford poniéndose en pie-. Ambos casos se acercan cada vez más y, si no me equivoco, pronto chocarán.

– No encontramos ninguna maleta -explicó el sargento Martin-, pero quiero que examine las ropas que llevaba puestas la muchacha. Están en muy mal estado, señorita Lewis. Procure mantener la calma.

Ella era enfermera y había sido entrenada para controlarse. Martin la condujo a una habitación donde las ropas carbonizadas yacían, hechas jirones, sobre la mesa. Las prendas, ennegrecidas y andrajosas, habían sido separadas y su disposición hacía pensar en la parodia del escaparate de una mercería.

Los cuerpos del abrigo y el vestido estaban carbonizados, pero los faldones aparecían intactos y parches naranjas y amarillos asomaban por entre las zonas chamuscadas. El sostén de la muchacha era una elipse de alambre en la que cada tira de algodón y encaje había sido arrasada por el fuego. Margaret Lewis sintió un escalofrío y mantuvo las manos a su espalda. Luego acarició los zapatos naranjas y las medias de un encaje blanco tan abierto y fino como una redecilla, y rompió a llorar.

– Yo le regalé estas medidas por su cumpleaños -susurró.

Únicamente había ardido la zona de los muslos, pero una marca marrón descendía hasta la rodilla de una de las piernas lamida por una llama. Martin sostuvo a la muchacha por el codo y la sacó de la habitación.

– Le contaré todo lo que sé de Bridie -dijo Margaret Lewis, y bebió del té que Loring le había servido-, y todo lo que ella me explicó acerca de Jota. Lo conoció en octubre, cuando estaba atendiendo a la esposa de Jota. La mujer estuvo mucho tiempo ingresada amenazada de una toximia, y Bridie se veía con el marido cuando éste salía de visitar a su esposa. Ella terminaba la jornada a las ocho y media, justo cuando él se marchaba.

»Jota dejó a Bridie cuando su esposa salió de la clínica y yo pensé que la relación había tocado a su fin, pero me equivoqué. El hombre reapareció en mayo y la historia se reanudó. Bridie empezó a hablar de boda. La situación era muy desagradable, se lo aseguro, y yo no le prestaba mucha atención. Ojalá lo hubiera hecho.

– ¿Vio alguna vez a ese hombre, señorita Lewis? -preguntó Martin.