A no más de veinte metros de la cresta, la carretera hacia el sur se ampliaba en forma de arco y en su área de descanso merendaban los ocupantes de dos automóviles.
– Puede que detuviese el camión aquí -dijo Burden- y remontara la pendiente bien por razones fisiológicas o porque necesitaba aire puro. No olvidemos que estaba algo enfermo.
Mas Wexford contempló el paisaje y dijo:
– Donde toda vista complace y sólo el hombre es vil.
El colosal automóvil norteamericano, con sus aletas extendidas, ridiculizaba al resto de vehículos estacionados en el Olive. Mientras cruzaba el aparcamiento en compañía de Burden, Wexford advirtió que el coche no era nuevo y recibía pocos cuidados. Uno de los faros estaba roto y la herrumbre que cubría el aro de cromo indicaba que llevaba mucho tiempo así. Rasguños deslucían el acabado azul verdoso de los guardabarros. Aquí, en este aparcamiento de una pequeña ciudad rural, el vehículo era una pesada masa de metal que, sin duda, ofrecía un pobre rendimiento para la gasolina que consumía. Pese a ocupar un espacio enorme, la capacidad de sus asientos era reducida.
– Me recuerda a uno de esos monstruos de la prehistoria -dijo Wexford-. Mucha carne y poco cerebro.
– Debió de ser magnífico en su época.
– Lo mismo dicen de los dinosaurios.
Se sentaron en el bar. En el rincón más alejado, sentada en un banco de cuero, estaba Nora Fanshawe con un hombre rubio de cuerpo grande y cabeza pequeña. De expresión insulsa, su espalda tenía las dimensiones de un Mr. Universo. Otro dinosaurio, pensó Wexford, y enseguida dedujo que era el propietario del coche.
– Últimamente no hacemos más que tropezar el uno con el otro, señorita Fanshawe.
– Usted tropieza conmigo -replicó la muchacha con sequedad. Vestía otro de sus trajes sastre de corte distinguido, esta vez azul marino, ágil y práctico como un uniforme-. Le presento a Michael Jameson. Ya le he hablado de él.
La mano que estrechó Wexford tenía la palma húmeda.
– Una ciudad muy agradable, aunque un poco apartada del mapa.
– Depende de dónde esté hecho el mapa.
– ¿Cómo? Ah, comprendo. ¡Ja, ja!
– Ya nos íbamos -dijo Nora Fanshawe, y su voz fuerte y masculina tembló ligeramente cuando dijo-: ¿Vamos, Michael? -De repente se había transformado en una joven vulnerable.
Wexford conocía esa triste mirada de súplica. Lo había visto antes en los ojos de mujeres corrientes, ese temor al rechazo que las amilanaba, haciéndolas todavía más corrientes.
Jameson se levantó de mala gana. Guiñó un ojo a Wexford y ese guiño fue tan elocuente como las palabras.
– ¿Va a ver a su madre, señorita Fanshawe?
La muchacha negó con la cabeza y Jameson dijo:
– La vieja la mantiene alerta.
– Vámonos, Michael.
Nora Fanshawe rodeó el brazo de su acompañante y apretó el paso. Wexford les vio partir, diciéndose que era un idiota por permitir que la escena le conmoviera. La muchacha era brusca, descortés, poco femenina. También era especialmente franca y carecía del don del autoengaño. Wexford tenía la certeza de que la chica sabía que ese hombre era indigno de ella por lo que a inteligencia, probidad y carácter se refiere. Pero era atractivo y ella tenía dinero.
– Un poco patán -comentó Burden.
Wexford levantó la cortina y entre las fucsias vio cómo Jameson entraba en el amplio coche y ponía en marcha el motor. Nora Fanshawe no era de la clase de mujeres que considera la cortesía de los hombres como un derecho propio. El coche comenzó a moverse cuando ella aún no había subido al asiento del pasajero. Jameson ni siquiera le había abierto la puerta desde el interior.
16
– Quiero que se concentren -dijo Wexford-. No me digan que ha pasado mucho tiempo y no lo recuerdan. Sucedió hace apenas siete semanas. Se sorprenderán de lo mucho que son capaces de recordar si lo intentan.
Estaban sentados en el apartamento de Lilian Hatton, Wexford de cara a las tres personas que ocupaban el sofá. La señora Hatton lucía un vestido negro de algodón y todas las joyas que Charlie le había regalado. Tenía las facciones pálidas y tensas, ensombrecidas todavía por las lágrimas vertidas cuando Wexford le reveló la fuente de ingresos de su marido. ¿Fue una revelación o siempre lo había sabido? Wexford no acababa de decidirse, pues pese a la corta falda, el maquillaje y los electrodomésticos de la cocina, la mujer era esencialmente una esposa victoriana, desamparada, pegajosa, que aceptaba todas las peculiaridades de su marido con una pasividad incondicional. Jamás habría preguntado a Charlie si el alfiler que llevaba lo había comprado con dinero mal ganado, del mismo modo que su homóloga del siglo xix jamás habría pedido a su amo y señor que reconociera que los obsequios que le hacía los obtenía haciendo trampas en el juego. A ella no le correspondía hacer preguntas, sino aceptar y elogiar y adorar. Ahora, mientras la miraba, Wexford se preguntó cómo se las arreglaría con semejante anacronismo en el mundo que Charlie denominaba campo de batalla.
– Siempre hablaba de luchar por lo que uno deseaba -había dicho ella con abatimiento-, que había que ser más fuerte que los demás, planificar una estra… estra…
– ¿Estrategia?
– Exacto, como si fuera un general.
Un soldado de fortuna, pensó Wexford, un mercenario.
Los otros dos, los jóvenes Pertwee, sí lo sabían. Finalmente lo habían reconocido y ahora Marilyn hablaba con resentimiento:
– Se desquitaba con los peces gordos. ¿Qué representa para ellos una mercancía más o menos? A fin de cuentas, todos son unos ladrones. El robo organizado de las clases trabajadoras en una sociedad capitalista. Charlie se limitaba a recuperar lo que era suyo.
– ¿Una forma de vengarse de la sociedad, señora Pertwee?
– ¿Y por qué no? Cuando en este país suba un gobierno realmente popular, a los tipos como Charlie se les hará justicia. Cuando llegue el verdadero socialismo no existirá el delito o lo que usted llama delito.
– Charlie siempre votaba a los conservadores -dejo Lilian Hatton-. No sé, Marilyn, no creo…
Wexford les interrumpió. En ese apartamento no había lugar para la risa, pero tenía ganas de reír.
– Dejemos la discusión de política para más tarde, ¿de acuerdo? Señora Hatton, ha tenido tiempo suficiente para pensar. Quiero que me cuente todo sobre la salida de su marido de Leeds el domingo diecinueve de mayo y su regreso el veinte.
La mujer aclaró la garganta y miró titubeante a Jack Pertwee, esperando quizá asesoramiento y apoyos masculinos.
– Tranquila Lily -dijo Marilyn-. Estoy a tu lado.
– No sé que haría sin ustedes. Bien… Charlie había estado enfermo y yo no quería que se fuera, pero él insistió.
– ¿Le preocupaba el dinero el dinero a su marido, señora Hatton?
– Charlie nunca me inquietaba con esas cosas. Oh, aguarde un momento… Me dijo que el médico tendría que esperar para cobrar. ¿Quiere que siga hablándole de aquel domingo? -Wexford asintió con la cabeza-. Jack y Marilyn vinieron por la noche para un solitario a tres.
– Así es -afirmó Marilyn-, y Charlie te telefoneó desde Leeds durante la partida.
La señora Hatton miró a su amiga con admiración.
– Exacto, eso hizo.
– ¿Qué le dijo?
– Poca cosa. Me preguntó que cómo estaba y dijo que me echaba de menos. -La mujer sonrió y se mordió el labio-. Odiábamos estar separados. No podíamos dormir el uno sin el otro.
– Parecían novios en lugar de marido y mujer -intervino Jack, y rodeó con el brazo los hombros de Lilian.