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– Tiene una verruga -explicó Sheila-. El pobre ya tuvo que venir andando el día que nos trajo a Clitemnestra. Ahora mismo estaría recogiéndole en la estación -dijo mirando a su padre con mala cara- si no fuera porque siempre tienes tú el coche.

– Es mi coche -replicó absurdamente Wexford, y luego porque era un juego al que él y Sheila jugaban, añadió-: Era mi turquesa. Lo compré en Leah cuando estaba soltero. No habría renunciado a él…

– ¡Ni por un mar de verrugas! Oh, papaíto, eres un encanto. Ahí llega Sebastián.

La señora Wexford comenzó a poner la mesa.

– No hagas ningún comentario sobre su pelo -advirtió a su marido-. Tiene un cabello un poco especial y te conozco.

El pelo de Sebastián se asemejaba al de Clitemnestra, con la única diferencia de que no era gris, y le caía sobre los hombros en forma de rizos lanudos.

– Espero que el podenco acrílico no le haya dado demasiada lata, señora Wexford.

Wexford abrió la boca para expresar una cortés negativa, pero la excitación que Clitemnestra sintió al ver a su dueño impidió toda conversación durante un rato. La perra se abalanzó sobre las piernas del muchacho y apretó el cuerpo contra su chaqueta, una prenda que Wexford, sin dar crédito a sus ojos, relacionó con parte del uniforme de un comandante de la Marina Real noruega.

– ¿Cenas con nosotros? -preguntó la señora Wexford.

– Si no es mucha molestia.

– ¿Qué tal por Suiza?

– Bien. Caro.

Wexford comenzó a alimentar la cruel idea de que el viaje habría sido aún más caro si hubiese tenido que pagar una residencia canina, cuando Sebastián lo desarmó extrayendo de su mochila una enorme caja de bombones para la señora Wexford.

– ¡Suchard! -exclamó la señora Wexford-. Qué amable.

Animado, Sebastián se abalanzó sobre el rosbif y el pudin Yorkshire, alargando de vez en cuando una mano por debajo de la mesa para acariciar las orejas de Clitemnestra.

– Te llevaré a la estación en coche -dijo Sheila, y clavó una mirada de confianza en su padre.

– Estupendo. Podríamos llevar a Clitemnestra al Olive. Le encanta la cerveza y se merece una recompensa.

– En mi coche no -dijo con firmeza Wexford.

– ¡Oh, papá!

– Lo siento, cariño, pero no quiero que conduzcas habiendo bebido.

La expresión de Sebastián combinaba la admiración por la hija y el deseo de congraciarse con el padre.

– Iremos a pie -dijo, encogiéndose de hombros-. Aunque el camino a la estación de ustedes es larguísimo. -Observó la crema de plátano-. Sí, gracias, tomaré un poco más. Lo malo es que tendré que devolver a Sheila a casa, a menos que ella vuelva por la carretera -añadió, poco caballeroso-. He oído hablar de su asesinato hasta en Suiza. Ocurrió en los campos de atrás, ¿verdad?

Wexford raras veces hablaba de su trabajo en casa. Probablemente ese joven no pretendía sonsacarle nada, pero aun así… Finalmente hizo un asentimiento con la cabeza poco comprometedor.

– Qué extraño -prosiguió Sebastián-. Hace dos semanas fui a la estación por ese mismo camino.

Wexford interceptó la mirada de su mujer, la desvió y guardó silencio. Sheila habló por él.

– ¿A qué hora fue eso, Seb? ¿A las diez?

– Un poco más tarde. No me crucé con nadie y la verdad es que no lo lamento. -Sebastián encrespó el pelo rizado de la perra-. Si no me hubiese apartado, Clitemnestra, es posible que no hubieses vuelto a ver a tu papá. Un enorme coche norteamericano casi me atropella.

– Siempre se cuelan en el sendero que lleva a la estación -dijo Sheila.

– Ni sendero ni nada. Fue en pleno campo, en la vereda que conduce a esa especie de escalera. Un coche enorme de color verde pasó por mi lado a cuarenta y casi tuve que sumergirme en el seto. Anoté el número de la matrícula en un papel, pero con el follón del viaje lo perdí.

– ¿Una pareja de tortolitos? -preguntó Wexford.

– Puede. Estaba demasiado ocupado anotando la matrícula para fijarme en eso y tenía miedo de perder el tren.

– Bien, esta vez no iremos por el campo y regresaré bordeando la carretera si eso te hace feliz, papá.

– Puedes coger el coche -dijo Wexford-. Pero no pases de la limonada, ¿de acuerdo?

17

– Ésta es mi teoría -dijo Burden-, por si les sirve de algo. He estado dándole vueltas y es la única solución posible. Hemos hablado mucho de asesinos a sueldo, pero el único asesino a sueldo de este caso es Charlie Hatton, contratado por el novio de Bridget Culross.

– Interesante -opinó Wexford-, pero extiéndete.

Burden acercó su silla a las de Wexford y el doctor. El viento y el sol envolvían el despacho con un patrón de hojas danzarinas.

– Jota es un hombre rico. Ha de serlo si puede pagar tres meses de clínica porque su esposa tiene un embarazo problemático.

– Un dinero echado a perder -comentó Crocker-. La hubieran atendido igual de bien en la Seguridad Social.

– Lo suficientemente rico para pagar a alguien para que cometa un asesinato. Me apuesto la vida a que Jota era un viejo amigo de McCloy. De modo que propone a Hatton que aguarde en la carretera de circunvalación, justo en el lugar en que tiene previsto dejar a la muchacha a su regreso de la conferencia.

– Pero ¿qué conferencia, Mike? ¿Hemos verificado las conferencias que tuvieron lugar en Brighton ese fin de semana?

– La del Sindicato Nacional de Periodistas, la de la Sociedad Blake y la de los gibbonitas -respondió rápidamente Burden.

– ¿Quiénes son esos últimos? -preguntó el doctor-. ¿Una manada de monos?

– No he dicho gibón -puntualizó Burden sin sonreír-. He dicho Gibbon, el de El declive y la caída… y el historiador, hombre. Creo que son otra panda de chiflados.

– ¿Insinúas que Jota se llevó una chica a Brighton y la dejó todo el día sola mientras cotilleaba sobre Gibbon? -preguntó pensativo Wexford-. En fin, cosas más extrañas he oído. Continúa.

– De regreso a Londres, Jota fingió una pelea con la muchacha y la echó del coche en un arranque de cólera. Hatton, que la estaba esperando, la golpeó en la cabeza, le vació el bolso y regresó a su camión. Al día siguiente Jota le pagó el dinero acordado. Estoy convencido de que la llamada que Hatton hizo desde la cabina iba dirigida a Jota para decirle que el trabajo estaba hecho. Nadie se habría enterado del asunto si Hatton no hubiese sido tan codicioso y hubiese empezado a exprimir a Jota.

El doctor miró burlonamente a Burden.

– Disculpa, Burden. Sé que soy un profano en la materia, pero tu teoría me parece absurda. No digo que la muchacha no estuviese muerta antes de que el coche la atropellara. Quizá lo estaba. Pero ¿qué sentido tiene que Hatton la colocara en la carretera? No podía tener la seguridad de que la arrollase un coche. Además, corría el riesgo de que alguien lo viera. Y Hatton era un hombre menudo, carecía de la fuerza necesaria para arrastrar a la joven hasta la banda sur de la carretera. Si la muerte de la muchacha había de parecer obra de un vagabundo, ¿por qué no la mató detrás del seto y la dejó allí?

– Oigamos tu teoría, pues -dijo Burden con aspereza.

– Yo no necesito teorías -replicó engreído Crocker-. No me pagan para hacer esa clase de diagnósticos.

– Bájate de tu burro, Paracelsos -dijo Wexford- y ponte en nuestra piel por un instante. Inténtalo al menos.

– El problema con ustedes es que siempre se creen lo que les dicen. Yo no. Sé por experiencia que las personas tergiversan la verdad cuando tienen miedo o sufren un bloqueo psicológico o desean ser demasiado útiles. Omiten detalles porque son unos ignorantes y cuando les dicen que quieres saberlo todo, seleccionan lo que para ellos representa todo, lo cual no es necesariamente lo que interesa al experto que hace las preguntas.