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Wexford encontró la correa, que Sheila había tenido la amabilidad de colocar en lugar visible sobre el frigorífico. Se perfilaba, sin duda, un hermoso día, un día de verano como no lo hay en ningún lugar del mundo salvo en el sur de Inglaterra, un día que comienza con neblina, prospera hasta el esplendor tropical y muere en azul, oro y estrellas.

– Muchas mañanas gloriosas -citó Wexford a Clitemnestra -he visto embellecer las cimas de las montañas con su ojo soberano.

Clitemnestra aplaudió ruidosamente la cita saltando sobre un taburete y emitiendo histéricos alaridos mientras contemplaba su correa.

– Mantén la compostura -prosiguió fríamente Wexford, pasando del soneto a la comedia sin variar el autor.

Miró por la ventana. El ojo soberano estaba allí, radiante, fundido, blanquecino. En lugar de cumbres embellecía los prados del Kingsbrook; transformando el pequeño río en una cinta de metal reluciente. No podía hacerle ningún daño pasear a esta criatura indomable por el campo. Además, la experiencia le proporcionaría un espléndido dominio sobre el inspector Burden cuando a las nueve y media hiciese su entrada en la comisaría.

– Una mañana espléndida, señor.

– Así es, Mike. Pero lo mejor ya ha pasado. Cuando estaba en el río a las siete y media…

Sonrió entre dientes. Clitemnestra gimió. Wexford se acercó a la puerta y la perra aulló de júbilo. El inspector le ató la correa al collar y se adentró en la dulce paz de un sábado de verano en Sussex.

Una cosa era alardear de un paseo antes del desayuno y otra ser visto con aquel engendro de la naturaleza por las calles de Kingsmarkham. Bajo la luz inflexible del verano Clitemnestra parecía un trapo que, enterrado durante largo tiempo en el fondo de una cesta de punto, su dueña ha decidido rescatar y zurcir.

Para colmo, Clitemnestra, una vez cumplido deseo por el que había dado tan vergonzoso y neurótico espectáculo, se había desanimado y ahora caminaba mansamente, lánguida la cabeza y la cola. Igual que una mujer, pensó Wexford. Sheila era justamente así. Seguro que ahora, con el cabello libre de rulos y la cara limpia, se hallaba en la cocina preparando tranquilamente una taza de té para su madre. Una vez has conseguido lo que quieres, no quieres lo que has conseguido… On a fait le monde ainsi.

Evitaría, con todo, las calles de Kingsmarkham.

A este lado de la ciudad el sendero atravesaba los campos hasta alcanzar el río, donde se bifurcaba. Un brazo conducía a las nuevas viviendas de protección oficial y a Sewingbury, y el otro al centro de High Street de Kingsmarkham, que salía del puente de Kingsbrook. Wexford, naturalmente, no tenía intención de embarcarse en un viaje sabático a Sewingbury, y ahora que habían arruinado la avenida Kingsbrook con esos pisos ya no tenía sentido acercarse hasta allí. Andaría hasta el río, tomaría el camino que conduce al puente y de regreso a casa recogería su Police Review en Braddan’s. Siempre olvidaban enviárselo con los periódicos.

En los distritos agrícolas los pastos generalmente están cercados. Estas praderas estaban separadas por setos y alambradas y en ellas pacía el ganado. Retazos de bruma flotaban sobre las hondonadas y en los campos en barbecho el heno aparecía casi listo para la siega. Wexford, un hombre fundamentalmente de campo, se sorprendía de que para los habitantes urbanos la hierba fuera verde, cuando en realidad desprendía tantos colores como el arco iris. Las testuces del forraje rebosaban de simientes ocres, castañas y grises, y el espeso tapiz de los pastos aparecía bordado con el hilo carmesí de la acedera, el ácido brillante de los ranúnculos y el cadarzo cremoso de la reina de los prados. Y sobre todo ello las simientes susurrantes y la tenue neblina proyectaban un fulgor plateado.

Los robles todavía conservan el intenso verde amarillento de su primavera tardía, un color tan brillante, tan fresco, sin parangón en la naturaleza o el arte, que nadie ha sido capaz de imitarla y jamás se ve en cuadros o en vestidos de mujer. En tales objetos el color parecería tosco, pero contra ese cielo azul pálido y sin embargo enteramente despejado no era tosco. Era exquisito. Wexford llenó sus pulmones del aire perfumado inundado de polen. No padecía la fiebre del heno y se sintió divinamente.

La perra, que probablemente había temido un paseo por el asfalto, también aspiró el aire y comenzó a retozar, olisqueando las zarzas y agitando la cola. Wexford le quitó la correa para que corriera libremente.

Con una suerte de tranquilidad imperturbable, procedió a meditar sobre la jornada que tenía por delante. El doloroso asunto de los castigos corporales había de llegar a los tribunales esa misma mañana, pero en media hora quedaría saldado. Después estaba la posibilidad de la venta en el mercadillo de los sábados de objetos de plata robados. Alguien tendría que ir y tener unas palabras… No dudaba de que en la noche del viernes se había producido la habitual avalancha de saqueos.

La señora Fanshawe había recobrado el conocimiento en el hospital Stowerton tras seis largas semanas de coma. Era preciso hablar con ella hoy mismo. Con todo, el asunto no era cosa suya, sino de los uniformados. Por fortuna, no sería él quien comunicara a la mujer que su marido y su hija habían muerto en un accidente de coche.

Presumiblemente, reanudarían la encuesta sobre tan desafortunada pareja. Burden creía que la señora Fanshawe recordaría por qué el Jaguar de su esposo había patinado y volcado en el carril rápido de la autopista, pero Wexford tenía sus dudas. Semejantes estados de coma acostumbraban a ir acompañados de una amnesia piadosa, ¿y quién se atrevía a negar que se trataba de una bendición? Le parecía del todo inmoral atormentar a la pobre mujer con preguntas sólo para demostrar que los frenos del Jaguar fallaron o que Fanshawe sobrepasó el límite de velocidad de cien kilómetros por hora. Claro que también estaba la cuestión del seguro. Pero en cualquier caso no era su problema.

El sol se reflejaba en el rizado río y las largas hojas de los sauces rozaban su superficie de doradas burbujas. Una trucha dio un salto irisado. Clitemnestra descendió hasta la orilla y bebió ávidamente. En aquel mundo de aguas diáfanas y raudas, robles inimitables y prados que convertían el tapiz de Bayeux en un cubrebandejas, no había lugar para coches volcados, carnicerías o cuerpos heridos sobre el alquitrán húmedo y ensangrentado.

La perra chapoteó en el agua y echó a nadar. Envuelta por la luz del sol, hasta la gris Clitemnestra era hermosa. Bajo su estómago peludo las piedras planas adquirían el jaspeado marmoláceo de un ágata. La bruma flotaba sobre el agua como un velo dorado salpicado por el baile de una miríada de moscas minúsculas. Y Wexford, que era un agnóstico, un profano, pensó: Señor, cuán diversa es tu obra sobre la tierra.

Había un hombre al otro lado del río. Caminaba con lentitud, a unos cincuenta metros de la orilla, paralelo a las aguas del río. Caminaba en dirección a Kingsmarkham desde Sewingbury. Le acompañaban un niño, que llevaba cogido de la mano, y un enorme perro negro de aspecto belicoso. Wexford sabía, en parte por la experiencia que adquiría mirando por la ventana de su despacho, que cuando dos perros se encuentran la lucha está garantizada. Clitemnestra saldría mal parada de una pelea con ese diablo negro. Wexford se vio incapaz de llamarla por su nombre y silbó.

Clitemnestra no le prestó atención. Había alcanzado la orilla opuesta y estaba olisqueando una masa de maleza y hierbajos atraídos por la corriente. Un poco más arriba, una pila de basura se aferraba a la orilla. Wexford, que había estado tan elocuente, se sintió profundamente heridos por semejante prueba de indiferencia humana hacia los esplendores de la naturaleza. Divisó un fardo de tela de cuadros, quizá una manta vieja, un bidón de aceite y, algo más lejos, un zapato flotando. Clitemnestra reafirmó el mal concepto que tenía en todo lo referente a lo canino al avanzar sobre esa masa de basura anegada meneando la cola y con las orejas erguidas. Criaturas inmundas, los perros, pensó Wexford, carroñeros y amantes de los cubos de basura. Silbó una vez más. La perra se detuvo y Wexford se disponía a felicitarse por el éxito de su método cuando Clitemnestra se lanzó al agua y atrapó el fardo de tela con la boca.