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– ¡Todo eso ya lo sé! -exclamó Wexford con impaciencia.

– La señora Fanshawe dice que la muchacha no iba en su coche no porque le avergüence reconocerlo, sino porque lo ha olvidado. Por supuesto que iba en el coche. La recogieron dos millas antes de que se produjera el accidente, y esas dos millas son un pozo vacío para la señora Fanshawe. Como es natural, la mujer no tiene intención de llenar ese pozo. Ya sólo la palabra «muchacha» es para ella como un paño rojo para un toro. Están moscas porque en el bolso no había llaves ni otros objetos que pudieran identificar a la muchacha, y todo se debe a que la joven había guardado esas cosas en su maleta, que olvidó deliberadamente en el coche de Jota.

– ¿Por qué?

– Para que Jota tuviera que volver a buscarla. La maleta estaba en el asiento de atrás. Tarde o temprano el hombre había de reparar en ella y volver por la muchacha. O eso pensó ella. Al ver que Jota no regresaba, la joven comprendió que podía recuperarla otro día. Es probable que supiera dónde vivía Jota. En último extremo, sería una excusa para ajustarle las cuentas y enfrentarse a su esposa. Pero Jota no regresó y ella se hartó de esperar, de modo que hizo autostop y Fanshawe la recogió.

– ¿Así de simple?

– Según su teoría, Jota no es más que un donjuán relativamente peligroso. ¿Por qué no se personó en comisaría cuando encontramos a la muchacha?

El doctor dejó escapar una risa irónica de superioridad.

– Por la ineficacia de algunos. Dijisteis a la prensa que la joven muerta era Nora Fanshawe. ¿Por qué iba Jota a jugarse el tipo? Si abandonó a la chica en las afueras de Stowerton era porque no deseaba volver a verla. No tenía sentido que apareciera de repente para ayudarles con la investigación.

– ¿Qué pinta Charlie Hatton en todo esto? -preguntó quedamente Wexford.

– Si no te importa, responderé a tu pregunta con otra pregunta. ¿Qué te hace pensar que Hatton no disponía de una fuente de ingresos totalmente ajena a McCloy, Fanshawe o Jota?

Wexford miró a Burden y observó desasosiego en su rostro. No podía permitir esa clase de dudas. Resultaba intolerable.

– Hatton estaba detrás del seto -replicó obstinadamente Wexford-. Vio que empujaban a la muchacha a la carretera.

– ¡Venga ya!

– Oh, no desde la franja central, desde luego. -Wexford hizo una pausa deliberada. Las sombras de las hojas jugaban, bailaban y perecían a medida que el sol inundaba la habitación-. Desde un coche -dijo-, la empujaron desde un coche.

El sol surgía y desaparecía intermitentemente. Una vez solo, Wexford observó cómo las masas de nubes flotaban sobre los tejados de High Street y proyectaban sus sombras, primero en la fachada de una casa, luego en la calzada. El sol asomaba de tanto en tanto, envuelto en un nido dorado.

Cogió el horario de trenes del cajón de su escritorio y miró los trenes de la tarde en dirección a Londres. Había un rápido a las dos y cuarto.

El ascensor le aguardaba con la puerta abierta, invitándole a subir. Para entonces Wexford ya se había liberado de todas sus inhibiciones al respecto. Entró en el cubículo y pulsó el botón de la planta baja. La puerta se deslizó con un susurro y se hundió en un suspiro.

Alguien debió de llamar el ascensor desde la primera planta, pues el aparato tembló y el suelo pareció subir ligeramente. Luego se detuvo con un estremecimiento. Wexford esperó a que la puerta se abriera, pero no lo hizo.

Era una puerta maciza, sin cristal ni rejilla. Wexford pateó impacientemente el suelo con el pie. Miró el tablero de mando y se preguntó por qué la luz que marcaba «1» no se había encendido. Probablemente, la persona que había llamado el ascensor se había cansado de esperar y decidido utilizar las escaleras. Pero ¿por qué no se había encendido la luz? Clavó el pulgar en el botón de la planta baja. Nada sucedió.

O, mejor dicho, sucedió lo peor, lo que Wexford siempre había temido que sucediera. El maldito aparato se había estropeado. Se había atascado, posiblemente entre dos plantas. El pánico se apoderó de un recodo del cerebro de Wexford. Rechazándolo con una fiera blasfemia, golpeó elegantemente la puerta.

¿Estaba insonorizada? Wexford nunca había confiado demasiado en los métodos de insonorización, sobre todo después de haber vivido los primeros años de su carrera en pisos que los agentes inmobiliarios elogiaban efusivamente por los tablones de algas marinas supuestamente incorporados a sus paredes y techos. Estos no habían impedido que el piano del vecino de arriba y el incesante tamborileo de pies infantiles hubiesen estado cerca de volverle loco. Semejantes tablones eran incapaces de insonorizar una casa, pensó con rabia. Pero sería muy propio de «ellos» salir airosos de un propósito tan absurdo como insonorizar un ascensor. Golpeó de nuevo la puerta y pulsó el botón de alarma, mas sólo consiguió que la negra caja alcanzara una inmovilidad aún mayor.

Había un pequeño asiento de piel, como los asientos adicionales de un taxi, plegado contra la pared. Wexford tiró de él. El asiento crujió cuando se sentó. Mirando a su alrededor con fingida serenidad, calculó el volumen del ascensor. Dos quince por uno veinte por uno veinte. A primera vista, no había forma de conseguir que entrara aire o saliera dióxido de carbono. Aguzó el oído. El silencio era tan profundo que lo mismo habría dado que estuviera sordo como una tapia.

¿Cuánto tiempo podía permanecer un hombre de su grosor en un espacio de dos quince por un veinte por uno veinte? Lo ignoraba. Eran las dos menos diez. Se levantó y el asiento azotó la pared. El sonido le sobresaltó. Clavó ambos puños en el tablero y golpeó con fuerza. El ascensor se tambaleó y eso lo inquietó, pues, según sabía, el aparato pendía de un hilo.

Debería gritar, pero ¿qué? «¡Socorro, sáquenme de aquí!» era demasiado humillante.

– ¿Hay alguien ahí? -vociferó, y como la frase sonaba a una médium en una sesión de espiritismo, añadió-: ¡El ascensor se ha atascado!

Dadas las circunstancias, más le valía ahorrar oxígeno. Probablemente las salas estaban desiertas. Burden, Martin y Loring habían salido. Camb estaría sentado abajo (¡abajo!), frente a su escritorio. Seguro que había alguien sentado allí. Y con igual certeza sabía que sus gritos pasaban inadvertidos.

Con la desagradable sensación de que todo se iba a pique, Wexford se enfrentó al hecho de que a menos que Burden regresara dos horas antes de lo previsto, era probable que nadie utilizara el ascensor. Camb estaba en su puesto, Martin en Sewing. Wexford se había percatado de que la mayor parte de la sección uniformada prefería las escaleras. Quizá tendría que esperar a la hora del té, pero ¿estaría vivo para entonces?

Las dos. Si no conseguía salir en los próximos cinco minutos, perdería el tren. Aunque poco importaba. No necesitaba ponerse en contacto con la clínica Princess Louise para estar casi seguro de que tenía la respuesta. Quizá fueran meras conjeturas, pero conjeturas geniales. Mas si fallecía, nadie sabría…

Harto de gritar, se derrumbó una vez más en el asiento.

Tal vez la sensación de que el aire estaba cada vez más viciado no fuera más que fruto de su imaginación. El pánico no llevaba a ninguna parte. Estaba fuera de los desenfrenos que solía permitirse, como también lo estaba el alimentar la idea de que era una rata en un agujero, un zorro en una madriguera taponada. Pensó por un momento en Sheila. Basta ya, ese era el camino de la locura.

Dos y cuarto. Wexford extrajo su libreta y un lápiz. Por lo menos, podría dejarlo por escrito.

– No sé de dónde saca Wexford semejantes ideas -dijo indiscretamente el doctor. Burden esbozó una sonrisa neutra-. Si yo estuviera en tu lugar, querría probarlo. ¿Tienes algo que hacer esta tarde?

– Nada que Martin y Loring no puedan hacer sin mí.