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– Entonces, ¿vamos en mi coche?

– ¿No tienes ninguna operación? -preguntó Burden, que juzgaba el plan de poco ortodoxo.

– Tengo la tarde libre. Me atrae más la medicina forense.

A Burden no. Se preguntó qué diría Crocker si él le sugiriera acompañarle en su visita a un paciente.

– De acuerdo -dijo de mala gana-. Pero nada de carreteras de circunvalación.

– El aeródromo de Cheriton -anunció el doctor.

El lugar estaba abandonado hacía años. Situado al final del bosque de Cheriton, más allá de Pomfret, constituía un santuario para los conductores sin licencia. Los adolescentes, demasiado jóvenes aún para ostentar el permiso de conducir provisional, convencían a sus padres de que los acompañaran a las pistas abandonadas del aeródromo a fin de hacer sus cabriolas con relativa seguridad.

Hoy las pistas estaban desiertas. Las franjas de hierba que las separaban habían sido aradas y consagradas al cultivo de nabos y remolachas. Más allá de los surcos de remolachas uniformemente plantadas, el bosque de pinos ascendía por las suaves ondulaciones de las colinas.

– Conduce tú -dijo el doctor-. Prefiero el papel de víctima.

– De acuerdo -replicó Burden, que estrenaba chaqueta.

Se sentó en el asiento del conductor. La pista era tan ancha como la carretera de circunvalación de Stowerton.

– Teóricamente, la muchacha era fuerte y sana -dijo Crocker-. Es imposible empujar a alguien así en un coche en movimiento si la víctima está en plena posesión de sus facultades. El agresor tuvo que golpearla primero en la cabeza.

– ¿Insinúas que llevaba una chica inconsciente en el asiento del pasajero?

– Discutieron y él le pegó -explicó lacónicamente el doctor-. Ahora yo soy ella y estoy inconsciente. La carretera está despejada. Pero no me empujarías desde el carril rápido, ¿verdad? Alguien podría acercarse por detrás a toda velocidad, lo cual resultaría sumamente molesto. De modo que lo harías desde el carril del centro. Venga, muévete.

Burden se colocó en el centro de la pista.

– La hilera de remolachas representa la mediana -dijo-. Fanshawe se desvió hacia la derecha para esquivar el cuerpo.

– Eso dice.

– ¿Qué hago? ¿Dejo la portezuela entreabierta?

– Sí, eso creo. Avanza poco a poco y luego empújame.

Crocker hizo un ovillo con su cuerpo y se abrazó a las rodillas. Burden, conduciendo a paso de tortuga, no osaba ir a más de cinco millas por hora. Se inclinó hacia la izquierda, abrió la puerta del pasajero y propinó un ligero empujón al doctor. Crocker cayó rodando suavemente sobre el asfalto, titubeó y se incorporó. Burden detuvo el vehículo.

– ¿Lo ves? -dijo Crocker, quitándose el polvo con una sonrisa-. Te dije que Wexford estaba loco. ¿Has visto dónde he aterrizado? En el carril lento, y el coche apenas se movía. Nuestro hombre misterioso conducía más rápidamente que tú. La muchacha hubiese tenido que rodar hasta el carril de la izquierda, topando casi con la cuneta.

– ¿Quieres probarlo desde el carril rápido?

– Con una vez basta -aseguró con firmeza el doctor-. Ya has visto lo que ocurre. Si la muchacha no llegó hasta el carril lento, como mínimo aterrizó en medio de la carretera. Es imposible dejar un cuerpo en el carril rápido desde un coche en movimiento.

– Tienes razón. Si fue lanzada desde el lado izquierdo, tuvo que rodar forzosamente hacia la izquierda. En ese caso, si Fanshawe iba por el carril rápido, habría pasado limpiamente por la derecha del cuerpo.

– Pero si el hombre misterioso conducía realmente por el carril rápido y el cuerpo cayó en seco sobre ese mismo carril, Fanshawe se habría desviado hacia la izquierda para esquivarlo y, por tanto, no habría podido golpear el árbol de la mediana. Sólo existe una posibilidad y hemos demostrado que no es factible.

Burden estaba harto de que le dieran lecciones.

– Exacto -dijo con impaciencia-. Sólo si la muchacha hubiese salido disparada hacia la derecha y su cabeza hubiese quedado apuntado hacia el carril central y los pies hacia la mediana, Fanshawe se habría desviado hacia la derecha. Habría girado instintivamente para esquivar la cabeza.

– Pero eso, como sabemos, es imposible. Si tú eres el conductor, sólo puedes empujar a alguien que ocupa el asiento del pasajero, es decir, el lado izquierdo, y no el asiento de atrás. Eso significa que la víctima siempre aterrizará hacia la izquierda.

– Volveré a comisaría para contárselo -dijo pensativamente Burden, y dejó que el doctor tomara el volante para regresar por la pista flanqueada de surcos de verde follaje.

– ¿Dónde está el inspector jefe? -Al salir del despacho de Wexford, Burden tropezó con Loring en el pasillo.

– Lo ignoro, señor. ¿No está en su despacho?

– ¿Insinúa que se ha escondido debajo del escritorio o, mejor aún, archivado en el fichero?

– Lo siento, señor. -Loring levantó un estor amarillo-. Su coche está en el aparcamiento.

– Lo sé. -Burden había subido por las escaleras. Caminó hasta el ascensor y pulsó el botón. Viendo que el aparato no acudía, se encogió de hombros y bajó andando hasta la planta baja. El sargento Camb desvió su atención de la mujer que había perdido un gato siamés.

– ¿El señor Wexford? No ha salido.

– Entonces ¿dónde demonios está? -Burden nunca blasfemaba, ni siquiera tan suavemente.

– Camb lo miró asombrado-. Tenía intención de ir a Londres, creo que en el tren de las dos y cuarto.

Eran las tres y media.

– Puede que saliera por la puerta de atrás.

– ¿Por qué razón? Sólo utiliza esa puerta cuando va al juzgado.

– Ojos azules -dijo lastimosamente la mujer- y una marca de color café en el cuello.

El sargento suspiró.

– Todos los siameses tienen ojos azules y marcas marrones en el lomo, señora. -Cogió su bolígrafo y se dirigió a Burden-. En realidad, he estado ocupado toda la tarde tratando de localizar a los mecánicos para que echen un vistazo al ascensor. El inspector Letts asegura que lo llamó con insistencia pero no acudió. Me temo que se ha atascado entre dos plantas.

– Y yo me temo -dijo Burden- que el señor Wexford está atascado en su interior.

– Dios mío, ¿no lo dirá en serio, señor?

– Páseme el teléfono. ¿Se da cuenta de que lleva dos horas dentro de ese aparato? ¡Páseme el teléfono!

Era la hora de las visitas de la tarde en el hospital de Stowerton. También era día de consulta. Eso significaba un éxodo de cientos de coches que la mujer de la patrulla de tráfico solía controlar con eficacia. Hoy, no obstante, un enorme coche azul verdoso con los guardabarros magullados y medio cuerpo estacionado en la calzada, bloqueaba la salida. Estaba cerrado con llave, bloqueado, y a su espalda se extendía un apretado atasco que llegaba hasta el aparcamiento.

Cuatro camilleros habían tratado en vano de levantar el vehículo para colocarlo frente a la puerta de la caseta del conserje. En ese momento, Vigo, el dentista, salió de su coche para echar una mano. Era más robusto y fuerte que los camilleros, pero la unión de sus esfuerzos no logró mover el coche.

– Probablemente sea de alguien que está visitando a un paciente del ala privada -comentó Vigo a un ginecólogo cuyo coche había quedado inmovilizado detrás del suyo.

– Será mejor que llamemos al conserje para que dé el aviso.

– Sí, y cuanto antes mejor -dijo Vigo-. Tendrían que matar a esa gente. Tengo una cita a las cuatro.

Y eran las cuatro menos cinco cuando la enfermera Rose llamó a la puerta de la señora Fanshawe.

– Disculpe, señor Jameson, pero su coche está bloqueando la salida. ¿Le importaría retirarlo? No sólo se han quejado las visitas. -La voz de la enfermera adquirió un tono reverencial. Había cometido un desafuero-. El señor Vigo y el señor Delauney también han protestado. Así que, si es tan amable…