Michael Jameson se levantó lánguidamente.
– No conozco a esos tipos -replicó, evaluando a la enfermera Rose con la mirada-. Pero no me gustaría que quedara mal con ellos, encanto. Retiraré el coche.
Nora Fanshawe le tocó el brazo.
– ¿Vendrás a buscarme, Michael?
– Claro, querida, no te alteres. -La enfermera Rose abrió la puerta y Jerome salió por delante de ella-. Las visitas a los hospitales son una verdadera lata -le oyeron decir las dos mujeres de la habitación.
La señora Fanshawe se había maquillado la cara por primera vez desde que recuperara el conocimiento. Se retocó los finos labios con una barra escarlata y se frotó las grasientas vetas de sombra de ojos que se le habían formado en los pliegues de los párpados.
– ¿Y bien?
– ¿Y bien qué, madre?
– ¿Piensas casarte con ese inútil?
– Así es, y más vale que vayas haciéndote a la idea.
– Si tu padre estuviera vivo jamás lo habría permitido -repuso la señora Fanshawe, retorciéndose los anillos.
– Si papá estuviese vivo Michael no querría casarse conmigo. Yo no sería rica, ¿comprendes? Estoy siendo franca contigo. Creía que eso era lo que los padres deseaban de sus hijos, franqueza. -Nora Fanshawe se encogió de hombros y apartó un pelo rubio de su traje azul. Su voz era desagradable, desprovista de todo convencionalismo o afectación-. Le escribí diciéndole que papá había muerto. -Rió-. Se presentó aquí como una bala. Lo he comprado. Probé el producto y me gustó, de modo que he decidido quedármelo. Es el mismo principio que la compra por catálogo.
La señora Fanshawe no estaba consternada. Había mantenido la mirada fija en el rostro de su hija sin pestañear.
– De acuerdo -dijo-. No puedo impedírtelo y tampoco tengo intención de pelearme contigo. -Hablaba con voz firme-. Eres todo lo que tengo, lo único que he tenido.
– Entonces no veo por qué no podemos ser una familia feliz.
– ¡Una familia feliz! Puede que seas franca, cariño, pero te estás engañando. Michael ya le ha puesto el ojo a esa enfermera.
– Lo sé.
– ¡Y sigues pensando que lo has comprado! -Ni todo el control de la señora Fanshawe pudo evitar la explosión de amargura-. ¡Comprar a la gente! Sabes de quién lo has heredado, ¿verdad? De tu padre. Eres como tu padre, Nora. Dios sabe que he intentado conservarte la inocencia, pero él te enseñó que la gente podía comprarse.
– Te equivocas, mamá -dijo Nora Fanshawe con tono afable-. Tú me enseñaste. ¿Te apetece otra taza de té? -Y pulsó el timbre.
A las cuatro y cuarto el ascensor descendió hasta la planta baja. Cuando la puerta comenzó a abrirse, Burden se mareó y sintió un nudo en el estómago. No podía mirar. Los dos mecánicos bajaron corriendo por las escaleras. El vestíbulo estaba atestado de gente. Grinswold, el comisario jefe, los inspectores Lewis y Letts, Martin, Loring, Camb y, pegado al ascensor, el doctor Crocker.
La puerta estaba abierta. Burden tenía que mirar. Se acercó al ascensor echando a un lado a la gente.
– ¡Despejen el camino! -gritó el doctor.
Wexford salió. El rostro blanco, el brazo del doctor en torno a sus hombros, dio dos torpes pasos.
– ¡Emparedado -dijo- como una maldita monja!
– Caray, señor. ¿Se encuentra bien?
– En la libreta está todo -boqueó Wexford-. Lo he anotado todo en la libreta. No hay nada… no hay nada como un ambiente enrarecido para hacer funcionar el cerebro. Más barato que escalar el Everest, ese ascensor.
Y acto seguido se derrumbó sobre el cabestrillo que Crocker y Letts formaron con sus brazos.
– Es mi hora de marchar -dijo la enfermera Rose y el personal de la noche está en la cocina. ¿Le importaría ir solo? -Miró al inspector bajo la tenue luz del pasillo-. ¿No ha estado antes aquí, visitando a la señora Fanshawe? Entonces conocerá el camino. Está en la habitación número cinco, a dos puertas de la señora Fanshawe.
Burden le dio las gracias. Nada más doblar la esquina, se encontró cara a cara con la señora Wexford y Sheila.
– ¿Cómo está?
– Bien, no tiene secuelas. Lo retendrán esta noche para mayor seguridad.
– ¡Gracias a Dios!
– Te preocupa papá, ¿verdad? -Cuando Sheila sonreía, Burden sentía deseos de besarla, tanto se parecía a su padre. Le parecía increíble que esa cara tan perfecta y encantadora fuera la copia y la esencia de la cara arrugada y gruesa qué le había perseguido cuando representó su arresto y leyó los cargos. No quería parecer sensiblero y consiguió esbozar una sonrisa alegre-. Se muere por verte. Nosotras sólo hemos sido un recurso provisional.
Wexford estaba tumbado en la cama de una habitación idéntica a la de la señora Fanshawe. Un batín de cuadros rojos le cubría los hombros y un revoltillo de pelo gris asomaba por entre las solapas de la camisa del pijama. Sus labios esbozaron una sonrisa y sus ojos chasquearon.
Burden se acercó a la cama de puntillas. En los hospitales todo el mundo, salvo el personal, anda de puntillas, de modo que eso hizo, mirando inquieto a su alrededor. El olor a comida y desinfectante que perfumaba el pasillo era sofocado por los claveles que la señora Wexford había llevado a su marido.
– ¿Cómo te encuentras?
– Perfectamente -respondió Wexford con impaciencia-. Estas malditas flores han convertido la habitación en una capilla ardiente. Me iría ahora mismo si ese canalla de Crocker y sus secuaces no hubiesen minado mis fuerzas. -Se incorporó bruscamente y frunció el entrecejo-. ¿Te importaría abrir esas latas de cerveza? Me las trajo Sheila. Es una buena chica. De tal palo tal astilla.
Burden enjuagó el vaso que descansaba en la bandeja de la cena de Wexford, y del lavabo cogió para él el vaso de la pasta de dientes.
– ¿Así que una habitación privada? Es magnífica.
Wexford sonrió.
– No ha sido idea mía, Mike. Nos dirigíamos a la sección general cuando Crocker recordó que Mono Mathews estaba ingresado allí para rehacerse las venas. Llegamos a la conclusión de que al hombre le incomodaría verme, máxime cuando hace dos años le detuve por robo. No te preocupes, me encargaré de hacerle saber lo que me ha costado salvar el orgullo. -Miró a su alrededor complacido-. Ocho libras al día. Me alegro de no haber pasado más tiempo en ese ascensor. -Bebió cerveza y se enjugó los labios con un pañuelo de papel-. Y bien, ¿lo has hecho?
– A las cinco y media.
– Lamento no haber estado allí. -De repente sintió un escalofrío-. La piel de mis dientes… -Se echó a reír-. ¡Dientes! -exclamó-. Qué curioso.
Unos pasos que no avanzaban de puntillas sonaron en el pasillo y Crocker entró en la habitación.
– ¿Quién te ha dado permiso para beber?
– Siéntate, pero no en mi cama. A la enfermera Rose no le gusta. Nos disponíamos a hacer una autopsia, ¿te apuntas?
El doctor cogió una silla de la habitación contigua, que estaba vacía, y se derrumbó en ella.
– Ya he oído rumores sobre su identidad. Caray, hubieras podido derribarme de un soplo.
– Prefiero dejárselo a otros -replicó Wexford-, como uno de esos chicos que prefieren las piedras a los soplos. -Clavó la mirada en los ojos del doctor y vio en ellos esa perplejidad y ese ansia de saber que tanto le gustaban-. También la profesión médica tiene sus asesinos. ¿Qué me dices de Crippen o Buck Ruxton? Esta vez le tocó a un dentista.
18
– Siempre es un problema -comenzó Wexford saber por dónde empezar. ¿Dónde está el principio? A veces pienso que los novelistas se enfrentan a un problema similar. Lo sé de buena tinta. Conocí a un tipo que escribía libros. Decía que terminar era fácil y que el medio transcurría solo, pero que nunca sabía por dónde empezar. ¿Hasta dónde es preciso remontarse en la vida de un hombre para averiguar qué le ha llevado a actuar de determinada manera? ¿Hasta su infancia, hasta sus padres, hasta Adán?