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– Espera un momento -le interrumpió bruscamente el doctor-. Eso es imposible. Nosotros lo probamos y no…

– Espera un momento tú -dijo Wexford y, con un francés abominable, añadió-: Pas devant les infirmières.

– Té, café, Ovaltine u Holricks -dijo una voz chillona, mientras una mujer golpeaba suavemente la ventanilla de la puerta.

– Ovaltine, gracias. Es lo más sano -dijo Wexford.

– Hay un espía entre ustedes -prosiguió Wexford-. En otras palabras, Charlie Hatton -y dio un sorbo de Ovaltine con expresión inescrutable-. Había estacionado su camión en el área de descanso situada en la cumbre de la colina y estaba tomando el aire al otro lado del seto.

– ¿Insinúas que Hatton vio a Vigo arrojar del coche a la chica y no hizo nada al respecto?

– Depende de lo que quieras decir con nada. Sé por experiencia que los Charlie Hatton de este mundo no tienen especial inclinación por entrar en relaciones con la policía, ni siquiera como observadores indignados. Hatton sí hizo algo. Chantajeó a Vigo.

– ¿Me das un par de uvas? -preguntó el doctor-. Gracias. Sólo como uvas cuando se las robo a mis pacientes. -Se llevó una a la boca y la masticó con pepitas y todo-. ¿Conocía Hatton a Vigo?

– Me atrevería a decir que lo conocía de vista, o cuando menos conocía el coche. Vas a pillar una apendicitis.

– Tonterías. Además, ya la he tenido. ¿Qué ocurrió entonces?

Wexford cogió otro pañuelo de papel y se limpió la boca.

– Hatton se fue a casa. Cinco minutos después apareció Jerome Fanshawe conduciendo como un loco. Divisó a la muchacha en la carretera cuando ya era demasiado tarde y gritó «¡Dios mío!». Ella, no lo olvidéis, estaba tirada sobre el asfalto con el cuerpo y las piernas en el carril central y la cabeza en el carril rápido. Fanshawe giró instintivamente el volante para esquivar la cabeza. Por consiguiente, se desvió hacia la derecha, se subió a la mediana y se estrelló contra un árbol. Creo que ahí comienza y termina la intervención de los Fanshawe en este caso. Por una vez en la vida, Fanshawe era la víctima inocente.

Burden asintió con la cabeza y tomó la palabra.

– A la mañana siguiente -dijo- Hatton meditó sobre el asunto. Telefoneó al inquilino del piso que tenía pensado para los Pertwee y fue a verlo con Marilyn. De repente se vio ante la necesidad de desembolsar una importante suma de dinero. El inquilino quería doscientas libras de entrada.

– Y eso fue lo que le hizo decidirse -dijo Wexford-. Dejó una Marilyn en el Olive & Dove y ella vio a Hatton entrar en una cabina telefónica. Sin duda, estaba telefoneando a Vigo para concertar una cita por la tarde.

– ¿No habías dicho que pidió hora desde el teléfono de su casa? -inquirió el doctor.

– Telefoneó de nuevo desde su casa para que su esposa no sospechara. Estoy seguro de que Hatton ya había dejado claro a Vigo lo que quería de él y acordado que le telefonearía de nuevo desde su casa para concertar la cita. Tuvo que ocurrir así, ¿crees que de lo contrario Vigo habría accedido a recibirle ese mismo día? Se trata de un hombre ocupado al que hay que pedir hora con varias semanas de antelación. Charlie Hatton ni siquiera era paciente suyo. Estoy seguro de que Charlie le comunicó de antemano que quería dinero por su silencio y la mejor dentadura postiza que Vigo pudiera ofrecerle. Gratis, por supuesto.

– Debió de ser un duro golpe para Vigo -dijo pensativamente Crocker-. La noche antes había actuado sin pensar. Las probabilidades, por tanto, de que le descubrieran eran bastante altas. Pero el accidente de Fanshawe fue un golpe de suerte inesperado. Cuando Vigo leyó en el periódico la noticia del accidente y el hecho de que la muchacha había sido identificada como Nora Fanshawe, se sintió salvado. Para cuando la verdadera Nora Fanshawe apareciera, las cosas se habrían complicado tanto que probablemente nunca llegaría a saberse la verdad. ¿Cómo iba a imaginar que alguien había presenciado sus actos?

– Como es natural, pagó por ellos -dijo Wexford-. Pagó una y otra vez. Si no me equivoco, la primera vez que Hatton habló con Vigo le exigió que extrajera de su cuenta bancaria mil libras, suma que había de entregarle en su primera visita a la calle Ploughman la tarde del veintiuno de mayo. Imaginaos la escena por un momento. El chantajista tendido en el sillón con la boca abierta de par en par mientras su víctima, desesperada, acorralada diría yo, le tomaba las medidas para la nueva dentadura.

»Al día siguiente, veintidós de mayo, sabemos que Hatton ingresó quinientas libras en su cuenta, quedándose doscientas para la entrada del piso de Pertwee y las otras frivolidades. A esto siguió el pago de cincuenta libras semanales. Creo que Hatton acordó con Vigo que los viernes por la noche ocultara el dinero en algún lugar cerca del río, junto al camino que Hatton solía coger para regresar a casa del club de dardos. Y uno de esos viernes…

– Sí, pero ¿por qué ese viernes en particular?

– ¿Quién puede decir cuándo la víctima decide que no puede más?

– La señora Fanshawe -intervino Burden inesperadamente-. ¿No lo ves? Te equivocaste cuando dijiste que la intervención de los Fanshawe había terminado. La señora Fanshawe recobró el conocimiento el día antes del asesinato de Hatton. Salió en los periódicos de la mañana, aunque sólo le dedicaron un párrafo.

– Buena observación, Mike. Nora seguía sin dar señales de vida, pero en cuanto la señora Fanshawe comenzó a hablar, Vigo imaginó que la mujer nos diría que el cuerpo de la muchacha no era el de su hija. Hatton era un testigo importante que ahora contaba con otra persona para respaldar su historia. Una vez hubiese obtenido cuanto quería de Vigo…

El doctor se levantó, contempló durante un instante las flores de Wexford y dijo:

– Una historia interesante, pero imposible. No pudo ocurrir así. -Wexford sonrió y Crocker espetó irritado-: ¿A qué viene esa sonrisita? Te digo que hay algo que no encaja. Si arrojas un cuerpo de un coche, aunque sea con los pies por delante, siempre caerá rodando hacia el lado izquierdo. Vigo hubiese tenido que conducir por el mismísimo césped de la mediana para que la cabeza de la muchacha cayese en el carril rápido. Y esa teoría tuya de que colocó la cabeza de la chica en su regazo para no manchar de sangre el asiento del pasajero es absurda, porque entonces los pies habrían caído en el carril rápido y Fanshawe se habría desviado hacia la izquierda para esquivar la cabeza.

Crocker se interrumpió y dejó escapar un bufido desafiante cuando la enfermera regresaba con un somnífero.

– No lo quiero -dijo Wexford. Se deslizó bajo las sábanas y tiró de la colcha-. Quiero dormir, estoy cansado. -Y por encima de la sábana, añadió-: les agradezco la visita. Ah, por cierto, era un coche extranjero. El volante va a la izquierda. Buenas noches.

19

– Soy el electricista -dijo Jack Pertwee en el umbral de la puerta-. Tiene un interruptor estropeado.

– Yo no -dijo la chica-. Sólo trabajo aquí. Espere un momento… -Rebuscó entre las hojas sueltas que tenía sobre la mesa, situada bajo el ventanal con parteluz, y su rostro enrojeció de indignación-. Le esperábamos la semana pasada.

– La semana pasada estaba de vacaciones. Hoy es el primer día que trabajo. No se altere. Ya he estado antes aquí, conozco el camino.

El primer día de trabajo. Su primer trabajo en su primer día, la vuelta a la rutina después del terremoto. Jack ignoraba por qué había elegido justamente esa casa. Había docenas de clientes que le necesitaban. Quizá se debiera a un deseo irreconocible, inconsciente, de buscar consuelo y alivio en la contemplación de objetos bonitos; quizá porque ese lugar era único, ajeno a todos los lugares donde había estado con Charlie.

Pero, como cada vez que entraba en esa casa de la calle Ploughman, una torpeza se apoderaba de sus pies y sus diestros dedos se volvían pulgares. Era como un bárbaro que, habiendo irrumpido en una ciudad romana, quedaba deslumbrado y boquiabierto, vencido por el respeto reverencial derivado de la ignorancia. Cruzó el vestíbulo y, fingiendo que desconocía la ubicación exacta del interruptor -no necesitaba fingir, pues estaba solo-, abrió una puerta tras otra para contemplar maravillado los tesoros que encerraban. Un musitado «lo siento, señora» habría bastado si una de ellas hubiese estado ocupada, pero no había nadie y Jack se colmó la vista de terciopelos y sedas, mesas con taraceas de marfil, cuadros con marcos dorados, jarrones de porcelana con flores de verdad, un busto de bronce, una vasija de hierbas cuyo aroma a naranja aumentaba con la cálida luz del sol.