La presa se movía con un oleaje pesado y el animal, cada vez más encolerizado, la soltó. El erizamiento lento y primitivo de ese felpudo de pelo gris provocó a Wexford un extraño escalofrío. El sol pareció esconderse. El inspector jefe se olvidó del perro negro, cada vez más próximo, y su júbilo matutino se desvaneció. Clitemnestra emitió un aullido. Su cola era una prolongación rígida del espinazo.
El fardo que había perturbado rodó unos centímetros en el agua y mientras Wexford lo observaba una mano fina, pálida, inerte como las piedras jaspeadas de ágata, surgió lentamente del fardo de tela empapada, con los dedos lánguidos pero apuntando hacia él.
Wexford se descalzó, se quitó los calcetines y se recogió los pantalones hasta las rodillas. El hombre y el niño le observaban con curiosidad desde la otra orilla. El inspector jefe confió en que no hubiesen visto la mano. Con los zapatos en una mano, pisó las piedras y cruzó lentamente el río. Clitemnestra se le acercó raudamente y apretó el morro contra la pierna desnuda de Wexford. Éste apartó los sauces colgantes y llegó hasta la pila de basura, donde se arrodilló. Un zapato flotaba vacío, el otro conservaba el pie. El cuerpo yacía boca abajo y alguien le había golpeado la parte de atrás de la cabeza, con un objeto pesado. Con cualquiera de estas piedras, supuso Wexford.
Las zarzas temblaron y se oyó el crujido de una pisada.
– Quédese donde está -ordenó Wexford- y no deje que el chico se acerque.
Se volvió, ocultando el agua con su enorme cuerpo. Corriente abajo el muchacho jugaba con ambos perros lanzándoles piedras al río.
– ¡Dios mío! -susurró el hombre.
– Está muerto -le informó Wexford-. Soy inspector de policía y…
– Le conozco, inspector jefe Wexford. -El hombre se acercó sin que Wexford pudiese evitarlo. Miró el cadáver y tragó saliva-. ¡Santo Dios, yo…!
– Lo sé, no es una imagen agradable. -De repente, Wexford tuvo la sensación de que algo realmente inusual había sucedido No sólo el hecho de que allí, en una apacible mañana de junio, yaciese un hombre asesinado, sino que hubiese sido él, Wexford, quien lo había descubierto. Los policías no acostumbran encontrar cadáveres a menos, que reciban la orden de buscarlos o que alguien lo haya visto primero-. ¿Le importaría hacerme un favor? -preguntó. El recién llegado estaba pálido. Se diría que estaba a punto de vomitar-. Vaya a la ciudad, entre en la primera cabina que encuentre y llame a la policía. Limítese a explicarles lo que ha visto y ellos harán el resto. Venga, hombre, serénese.
– Entendido. Es sólo que…
– Será mejor que me diga su nombre.
– Cullam, Maurice Cullam. Ahora mismo voy. Es sólo que… ayer por la noche estuve tomando unas copas con este hombre en el Dragón.
– ¿Sabe quién es?
– Reconocería a Charlie Hatton en cualquier lugar.
3
Parecía un perfecto gilipollas, con esos faldones y esos pantalones de rayas.
– Parecemos un par de perfectos gilipollas, Charlie Hatton -dijo Jack intentando hacer sonreír a su amigo.
Mi querido Charlie, pensó emocionado, el mejor amigo que un hombre puede tener. Generoso hasta la médula, y si él no fuera tan extremadamente honrado… en fin, había que vivir. Y Charlie sabía vivir bien. El mejor amigo. Jack habría apostado los crujientes billetes de una libra que guardaba en el bolsillo para su luna de miel a que Charlie estaría entre los pocos invitados que no vestiría un chaqué alquilado. Tenía uno propio, y hecho a medida por supuesto.
Tampoco él estaba mal, pensó, admirando su reflejo en el espejo. A su edad la bebida no le afectaba visiblemente, y en cualquier caso siempre tuvo la cara encarnada. Estaba imponente, decidió, y tenía que envidiar al duque de Edimburgo. Pero él duque probablemente utilizaba una máquina de afeitar eléctrica. Jack colocó otro algodón sobre el corte de su mentón y se preguntó si Marilyn ya estaría lista.
Gracias a Charlie habían podido hacer algún que otro gasto extra para la boda y Marilyn luciría su vestido de raso blanco y las cuatro damas de honor que tanto deseaba. No habría sido así si ellos mismos hubiesen tenido que conseguir el dinero para la entrada del piso. Pero hete aquí que Charlie aparece con un crédito a largo plazo libre de intereses. Ello les permitiría gastar parte de sus ahorros en decorar convenientemente el piso. ¡Todo había salido perfecto! Dos semanas en la costa y, a la vuelta, el piso acabado y esperándoles. Y todo gracias a Charlie.
Mientras se alejaba del espejo, Jack se imaginó el futuro, veinte, treinta años después. Charlie sería un hombre muy rico para entonces. A Jack le sorprendería que su amigo no viviese para entonces en una de esas casas de la calle Ploughman, como aquélla en la que él hacía de vez en cuando reparaciones eléctricas, con auténticos muebles franceses y auténticas pinturas al óleo y vajilla de porcelana de las que sólo se miran. El y Charlie se habían desternillado a costa de esa casa, pero en la risa de Charlie había cierta seriedad, y fue entonces cuando Jack comprendió que su amiga picaba alto.
Naturalmente, seguirían siendo amigos, porque Charlie Hatton no tenía aires de superioridad. Para entonces, en lugar de cerveza y solitarios habría cenas y partidas de bridge con sus respectivas esposas elegantemente vestidas, ataviadas con joyas auténticas. Jack se mareaba sólo de imaginarse a los cuatro sentados con vasos largos en un patio sombreado, curiosamente con el mismo aspecto de ahora, inmunes al paso del tiempo.
De repente bajó la nube y regresó al presente, al día de su boda. Charlie se retrasaba. Tal vez Lilian tenía problemas con su vestido o aún no había vuelto de la peluquería. Charlie quería sentirse orgulloso de Lilian, y ella siempre lo conseguía, siempre parecía recién salida de una sombrerera. Después de Marilyn, sería la mujer mejor vestida de la boda, rubia, buena figura y ese vestido verde acerca del cual Marilyn se había mostrado tan supersticiosa. Jack se frotó el mentón y se acercó a la ventana para comprobar si llegaba Charlie.
Eran las diez y treinta y la boda estaba fijada para dentro de una hora.
Era rubia; de buena figura, bonita al estilo de Sheila Wexford pero sin la belleza abrumadora de ésta. De rostro ligeramente tosco; las facciones parecían brochazos de masilla inacabados, ahora hinchado por el llanto. Una vez le hubieron dado la mala noticia, Wexford y Burden se habían sentado con gesto indeciso, mientras ella se arrojaba sobre el sofá y rompía a llorar contra los cojines.
Wexford le tocó el hombro. La mujer se aferró a la mano del inspector jefe, hincándole sus largas uñas. Luego se incorporó trabajosamente, hundiendo el rostro en su mano y en la de Wexford. Los elegantes cojines de terciopelo aparecieron manchados de lágrimas.
Wexford echó una rápida mirada a la sala, decorada con elegancia y cierto lujo. Del respaldo de una silla colgaba un vestido de flores azules y verdes, un abrigo también verde y unos guantes con botones en las muñecas. En el centro de la larga mesa de teca descansaba el sombrero de boda de Lilian Hatton, un elaborado diseño de hojas de raso y un tul tan verde y fresco como las hojas de los prados del Kingsbrook que el inspector veía desde el ventanal.