– Señora Hatton -dijo con suavidad, y ella alzó la cabeza-. Señora Hatton, ¿no se inquietó anoche al ver que su marido no llegaba?
La mujer no contestó. Wexford repitió la pregunta y entonces ella, con voz entrecortada por los sollozos, replicó:
– No le esperaba. Bueno, le esperaba a medias.
Entonces se libró de la mano de Wexford y retrocedió como si hubiera cometido un acto indecente.
– Al ver que no aparecía -prosiguió-, imaginé que no había llegado a tiempo para la fiesta de Jack. Se habrá detenido a un lado de la carretera, llegará por la mañana, me dije… -Sollozaba con desconsuelo y dejó escapar un grito agudo y lastimero.
– No la molestaremos más ahora, señora Hatton. Ha dicho que espera a su madre, ¿verdad? ¿Le importaría darme la dirección del señor Pertwee?
– ¿De Jack? Bien -dijo la mujer-. Será un golpe terrible para él. -Respiró profundamente retorciéndose las manos-. Eran amigos desde que iban al colegio. -De repente, la mujer se levantó con mirada de espanto-. ¡Dios mío, Jack no lo sabe! Hoy es el día de su boda y Charlie iba a ser su padrino. ¡Oh, Jack, Jack, pobre Jack!
– Déjelo en nuestras manos, señora Hatton -la tranquilizó el inspector Burden-. Nosotros hablaremos con el señor Pertwee. ¿La calle Bailey? No se preocupe, nosotros se lo diremos. Llaman a la puerta. Imagino que será su madre.
– Mamá dijo Lilian Hatton-. ¿Qué va a ser de mí, mamá? -La mujer mayor miró en derredor y rodeó con sus brazos los hombros trémulos de su Marilyn dijo que no debía ir de verde a una boda, que traía mala suerte. -Su voz sonaba apagada, como un susurro-. Pero aun así compré ese abrigo verde, y la mala suerte llegó antes de la boda, ¿verdad, mamá? -De repente, estalló en un aullido histérico-. Charlie, Charlie, ¿qué voy a hacer ahora, Charlie? -Se aferró a su madre, desgarrándole las solapas del abrigo-. ¡Dios mío, Charlie! -gritó.
– No logro acostumbrarme -dijo quedamente Burden.
– ¿Crees que yo sí? -Los sentimientos de Wexford hacia su subordinado eran afables e incluso afectuosos, pero Burden a veces le irritaba, sobre todo cuando se erigía en guardián de la conciencia de su superior. Tiene cara de cura, pensó cruelmente Wexford, y ahora sus finos labios se curvaban piadosamente hacia abajo-. De todos modos, lo peor ya ha pasado -añadió malhumorado-. Dudo que el novio sufra un ataque de histeria y, además, uno no aplaza su boda porque el padrino la haya palmado.
Demonio insensible, dijo la mirada de Burden. Luego desvió su cabeza pulcra y bien formada y reanudó su respetuoso ensimismamiento.
Apenas tardaron diez minutos en llegar al número 10 de la calle Bailey, donde Jack Pertwee vivía con su padre viudo. El coche de la policía se detuvo frente a una casita pareada que carecía de un jardín que separara la puerta principal de la acera. El padre de Jack Pertwee acudió a la puerta vistiendo un chaqué largo que le incomodaba visiblemente.
– Pensé que era nuestro padrino desaparecido.
– Me temo que el señor Hatton no vendrá, señor. -Wexford y Burden avanzaron de lado pero con decisión hasta el estrecho vestíbulo-. Lamento comunicarle que traemos malas noticias.
– ¿Malas noticias?
– El señor Hatton falleció anoche. Fue hallado esta mañana en el río. Murió en torno a la medianoche.
Pertwee palideció.
– ¡Caray! -exclamo-. Va a ser un golpe terrible para Jack. -Con boca temblorosa, contempló a los policías y luego se miró las rayas planchadas de su pantalón-. ¿Quieren que sea yo quien se lo diga? -Wexford asintió-. En fin, si así lo prefieren. Jack ha de casarse a las once y media, pero supongo que no tengo más remedio que decírselo.
Wexford y Burden conocían a Jack Pertwee de vista. A Wexford casi todas las caras de Kingsmarkham le resultaban familiares, y Burden recordó haberlo visto la noche antes cogido del brazo del difunto, cantando y molestando a los vecinos. Como hombre felizmente casado, lo lamentaba terriblemente por la viuda, pero en su fuero interno pensaba que Jack Pertwee era un gamberro. A los tipos como él no había que tratarlos con tacto, y se preguntó por qué siempre tenía la cara encarnada.
Burden observó a Jack Pertwee descender a ciegas la empinada escalera. Cuando llegó abajo, le preguntó con brusquedad:
– ¿Le ha dicho su padre que Hatton fue asesinado anoche? Queremos saber dónde estuvieron y a qué hora se separaron.
– Oiga, tranquilícese -protestó el padre-. ¿No ve que ha sufrido un fuerte golpe? Mi muchacho y Charlie eran amigos desde pequeños.
Jack pasó por delante de su padre y entró en un salón estrecho. Los demás le siguieron. Las flores nupciales habían llegado. Jack lucía una rosa blanca en la solapa, y otras dos con el tallo envuelto en papel de aluminio descansaban sobre el aparador de roble ahumado. Una era para el padre del novio, pero la otra ya nadie la luciría, Jack arrancó la flor de su chaqué y la estrujó lentamente con la mano hasta hacerla trizas.
– Te serviré un whisky, hijo.
– No quiero whisky -repuso Jack dando la espalda a los demás-. Ayer por la noche bebimos whisky. No volveré a probarlo en mi vida. -Se llevó su manga negra e inmaculada a los ojos-. ¿Quién lo hizo?
– Creí que usted podría decírnoslo -replicó Burden.
– ¿Yo? ¿Se ha vuelto loco? Dígame quién fue el cabrón que mató a Charlie y yo… -Se derrumbó pesadamente en una silla, extendió los brazos sobre la mesa y hundió la cabeza.
– Charlie -dijo.
Wexford no quiso presionarlo y se volvió hacia el padre:
– Lo de ayer noche era una despedida de soltero, ¿verdad? -Pertwee asintió-. ¿Sabe quién había?
– Jack, claro está, y el pobre Charlie. También estaban los del club de dardos, George Carter, un compañero llamado Bayles, Maurice Cullam, de Sewingbury, y dos tipos más. ¿No es así, Jack?
Jack asintió en silencio.
– Jack me contó que Charlie llegó tarde. Se fueron cuando el bar cerró y creo que luego cada uno se marchó por su lado. Charlie y Cullam pensaban llegar a casa atravesando los prados. ¿No es así, Jack?
Esta vez Jack levantó la cabeza. Burden decidió que era un imbécil afeminado, aborreciendo ojos enrojecidos del joven y el músculo que tiraba bruscamente de su mejilla. Pero Wexford habló con suavidad:
– Comprendo que haya sido un tremendo golpe para usted, señor Pertwee. Ya casi hemos terminado. ¿Volvieron juntos a casa el señor Cullam y el señor Hatton?
– Maurice se marchó primero -musitó Jack- a eso de las once menos veinte. Charlie… Charle y yo nos quedamos un rato hablando. -Un sollozo le subió a la garganta y tosió para ocultarlo-. Dijo que me deseaba lo mejor por si hoy no tenía oportunidad de hacerlo. ¡Dios santo, el pobre que no iba a tenerla!
– Anímate, hijo. Te serviré un whisky. Tienes que animarte, se lo debes a Marilyn. Es el día de tu boda, ¿recuerdas?
Jack rechazó la mano del padre y se incorporó tambaleándose.
– No habrá ninguna boda -declaró.
– No hablarás en serio, Jack. Piensa en tu chica y en los invitados. Pronto llegarán a la iglesia. Charlie no lo habría querido así.
– No pienso casarme hoy -respondió Jack-. Sé perfectamente lo que debo hacer. -Se aflojó la corbata con brusquedad y arrojó el chaqué contra el respaldo de una silla.
El padre, con el respeto por los trajes de alquiler propio de un trabajador, recogió el chaqué, lo alisó y se lo colgó del brazo como si fuera un ayuda de cámara. Aturdido por los acontecimientos, por la muerte que de súbito había cambiado el mundo, comenzó a disculparse, primero a los policías:
– No sé qué decir. El hecho de que su padrino haya muerto así… -Y luego, dirigiéndose a su hijo-: Daría mi mano derecha por poder cambiar las cosas, Jack. ¿Qué puedo hacer por ti, hijo? Haré lo que me pidas.
Jack dejó un puñado de pétalos destripados. De repente, una ráfaga de dignidad, le hizo enderezar la espalda y la cabeza.