– Entonces, ve a la iglesia y di a los invitados que no habrá boda. -Miró a Wexford-. No responderé más preguntas por ahora. Estoy abatido y ustedes deben respetar mi dolor. -El anciano vacilaba y se mordía el labio-. ¿A qué esperas, papá? -espetó Jack-. Diles que no habrá boda y explícales el motivo. -Aspiró, como si de repente hubiese caído en la cuenta de lo sucedido-. ¡Diles que Charlie Hatton ha muerto!
Oh, Jonatás, que falleciste en las alturas… ¡Cómo caían los poderosos y perecían las armas!
– Menudo amigo -dijo Burden-. Menudo amigo para todos.
Demonio insensible, pensó Wexford.
– Es lógico que estuviese apenado. ¿Qué esperabas?
Burden hizo una mueca de asco.
– Esa clase de dolor es para las viudas. Los hombres deberían controlarse. -El pálido rostro de asceta enrojeció de vergüenza- ¿No pensarías que había algo…?
– No, no lo creo -respondió Wexford-. ¿Par qué no puedes llamar a las cosas por su nombre? Eran amigos. ¿Acaso tú no tienes amigos, Mike? Mal andamos si un hombre no puede tener un amigo sin que le llamen maricón. -Miró con ceño a Burden e intencionadamente declamó en alta-: ¡Oh, valiente nuevo mundo, que acoges a gente así!
Burden tosió y guardó silencio hasta que llegaron a la calle York. Entonces, dijo con frialdad:
– El viejo Pertwee declaró que la casa de George Carter caía por aquí.
– ¿El bailarín? Le he visto dar cabrioladas por las noches frente al Olive & Dove.
– Tonterías de amanerados.
Pero esa mañana George Carter no lucía el gorro ni los cascabeles. Por el pelo engominado y el elegante traje, Wexford dedujo que se hallaban ante uno de los invitados a la boda.
El inspector jefe insinuó la escasa probabilidad de que Jack Pertwee contrajera matrimonio ese día y le divirtió comprobar que dicha información -el hecho de que Carter se viera privado de su pollo frío y su champán- le acongojaba más que la muerte de Hatton. El invitado nupcial no se golpeó el pecho con los puños, pero parecía bastante abatido.
– Tanto dinero desperdiciado -se lamentó Carter-. Lo sé porque estoy organizando mi boda, pero imagino que eso no les interesa. Es una lástima que Jack tuviese que enterarse. Todavía no me lo creo. ¡Charlie Hatton muerto! Estaba tan lleno vida; bueno, ya me entienden.
– Al parecer, era un hombre muy apreciado.
George Carter enarcó las cejas.
– ¿Charlie? Eh… no debe hablarse mal de los muertos.
– Más vale que hable, señor Carter -intervino Burden-, y no se preocupe de que sea bien o mal. Queremos saberlo todo sobre la fiesta de anoche. Puede tomarse el tiempo que necesite.
Al igual que Jack Pertwee, y sin embargo de forma muy diferente, Carter se quitó la chaqueta y aflojó la corbata.
– No sé que quiere decir con «todo» -dijo-. Sólo éramos una pandilla de colegas bebiendo.
– ¿Qué ocurrió? ¿De qué hablaron?
– De acuerdo. -Carter enarcó una ceja y dijo con sarcasmo-: Avísenme si les aburro. Charlie llegó al Dragón a eso de las nueve y media o diez menos cuarto. Estábamos bebiendo cerveza, pero Charlie tuvo que hacernos sentir menos que él invitándonos a unas rondas de whisky. Para esas cosas tenía mano ancha. Comenté algo al respecto y Charlie me echó un rapapolvo. ¿Es ésta la clase de cosas que quieren saber?
– Justamente, señor Carter.
– Me parece un poco injusto, con el pobre tipo muerto. Después, alguien empezó a contar un chiste y Charlie… en fin, puede decirse que lo humilló. Charlie siempre tenía que ser el gallo del lugar. Se bebió mi whisky porque dije algo sobre todo ese dinero que siempre andaba exhibiendo y me gastó una broma de mal gusto… No tiene importancia, fue algo personal. También se metió con nuestro presidente, que decidió marcharse con otro par de colegas. Geoff ya se había ido. Sólo quedábamos yo, Charlie, Maurice y Jack, y nos fuimos cuando cerraron el bar. Eso fue todo.
– ¿Está seguro?
– Ya le dije que eran tonterías. No se me ocurre… Oh, espere… aunque en realidad no fue nada.
– Díganoslo de todos modos, señor Carter.
George Carter se encogió de hombros con impaciencia.
– Ni siquiera sé a qué vino. Maurice dijo (los demás ya se habían ido): «¿Has visto a McCloy últimamente, Charlie?», creo que ésas fueron sus palabras. Recuerdo que dijo McCloy, pero el nombre no me sonaba de nada. A Jack no le gustó el comentario y se enfadó un poco con Maurice. Creo que Charlie parecía algo aturdido. Dios, fue todo tan… en fin, no fue nada. Pero Charlie se encendía por todo. Pensé que esta vez también lo haría, pero no fue así, no sé por qué. Simplemente dijo a Maurice que ya le tocaba dormir tranquilo. Verán, Maurice está cargado de críos y… bueno, ya me entienden.
– No del todo -dijo Wexford-. ¿Acaso Cullam había insinuado que Hatton no podía dormir tranquilo?
– Exacto. Había olvidado esa parte. Ojalá pudiera recordar sus palabras. Dijo algo como: «No tengo nada ver con McCloy. Me gusta dormir tranquilo.»
Interesante, pensó Wexford. Lejos de ser popular, Hatton tenía un montón de enemigos. En menos de una hora en el Dragón había conseguido provocar a cuatro hombres.
– Ha declarado que Hatton siempre iba exhibiendo un montón de dinero -dijo-. ¿Qué dinero?
– Siempre iba repleto de billetes -explicó Carter-. Hace tres años que le conozco y siempre le he visto repleto de billetes. Pero últimamente tenía todavía más. Anoche pagó cuatro rondas de whiskys dobles y ni siquiera hizo mella en el fajo que llevaba.
– ¿Cuánto dinero llevaba, señor Carter?
– No lo conté -repuso secamente Carter. Se sonó la nariz con su impoluto pañuelo de boda-. Llevaba el sobre de la paga, pero no lo tocó. Aparte tenía un fajo de billetes, pero no los conté. ¿Cómo iba a hacerlo?
– ¿Billetes de veinte, de treinta?
Carter arrugó la frente, haciendo un esfuerzo por recordar.
– Pagó la primera ronda con un billete de cinco y la tercera con otro de cinco. Entonces le quedaban dos de cinco. También tenía un fajo de billetes de una libra. -Separó dos dedos para mostrar un grosor de algo más de medio centímetro-. Yo diría que llevaba cien libras además de la paga.
4
Para la hora del almuerzo Wexford y Burden ya habían interrogado a todos los miembros del club de dardos que acudieron a la despedida de soltero de Jack Pertwee, con excepción de Maurice. Cullam, pero sólo consiguieron confirmar que Hatton se había comportado de forma agresiva y vanidosa y que portaba una gran suma de dinero.
De regreso a la comisaría pasaron frente a la iglesia parroquial en cuya escalinata se estaba fotografiando una novia de junio con su séquito. El novio asomó por entre la multitud y Wexford sintió una punzada extraña al ver que no era Jack Pertwee. Cuando se sobrepuso, mientras subían los escalones de la comisaría protegidos por el baldaquín de hormigón, dijo:
– Si fuéramos detectives de una novela policial, Mike, no dudaríamos de que Hatton fue asesinado para impedir la boda de Pertwee.
Burden esbozó una sonrisa amarga.
– Hubiese resultado más práctico matar a Pertwee.
– Ah, pero ésas son sutilezas del autor. En cualquier caso, nosotros somos detectives. Probablemente a Hatton lo asesinaron por dinero. Su cartera estaba vacía cuando encontré el cuerpo.
El vestíbulo de la comisaría los engulló. Al otro lado del extenso mostrador negro el sargento Camb se abanicaba con un periódico. El sudor le perlaba la frente. Wexford se encaminó hacia las escaleras.
– ¿Por qué no utilizamos el ascensor, señor? -preguntó Burden.
La comisaría apenas tenía seis años, pero desde su terminación las autoridades, como amas de casa quisquillosas, habían sido incapaces de dejarla tranquila, sometiéndola a una innovación tras otra, en un esfuerzo por mejorar su obra. Primero fueron los macetones de piedra de la entrada, una tentación continua para los gamberros que obtenían un placer especial robando esas flores en particular. Luego llegó la remesa de plantas para los despachos, tradescantia, sanseveria y ficus elastica, condenadas desde el principio a la deshidratación y, finalmente, a depósitos de ceniza de cigarrillo.