– Y muy listo si ha conseguido que un cliente espabilado como Charlie Hatton le pague doscientas libras por treinta y dos dientes. No me extraña que pueda vivir en la calle Ploughman. Nos equivocamos de profesión, Mike. Me voy a almorzar. ¿Me acompañas? Después iremos a casa de Cullam y le arrancaremos de su éxtasis doméstico.
– Podríamos usar el ascensor -propuso Burden.
Wexford prefería morir antes que admitir su pánico a los ascensores. Aunque una placa anunciaba claramente que tenía capacidad para tres personas, en su fuero interno temía que el aparato no pudiese soportar todo su peso. No obstante, apenas vaciló antes de entrar, y cuando la puerta se cerró se refugió en el papel de payaso.
– Muebles, mantelerías, cuberterías -dijo chistosamente, pulsando el botón. El ascensor inició el descenso-. En la primera planta encontrará ropa interior de señora, medias… ¿Por qué se ha parado, Mike?
– Quizá te has equivocado de botón.
O quizá no aguanta mi peso, pensó alarmado Wexford. El ascensor se detuvo en la primer planta y la puerta se abrió. El sargento Camb titubeó, como disculpándose.
– Lo siento, señor. No sabía que era usted. Puedo bajar andando.
– El ascensor admite tres personas sargento -dijo Wexford, confiando en que su turbación, cada vez más aguda, no se notara-. Entre.
– Gracias, señor.
– No está mal, ¿verdad? El tributo de un gobierno agradecido. -Venga, venga, pensó, y se imaginó a los tres cayendo a plomo los últimos diez metros-. ¿Supongo que va a ver a la señora Fanshawe? -preguntó por decir algo. El ascensor flotó ligeramente, se estabilizó y la puerta se abrió. De constitución robusta, pensó Wexford, como yo-. He oído que ha recobrado el conocimiento.
– Espero que los médicos le hayan comunicado la noticia de la muerte de su marido y su hija -dijo Camb mientras cruzaban el suelo ajedrezado del vestíbulo-. Detesto esta clase de trabajo. Era toda su familia. No le queda nadie en el mundo, salvo la hermana que vino a identificar los cadáveres.
– ¿Cuántos años tiene?
– ¿La señora Fanshawe? Unos cincuenta, señor. La hermana es bastante mayor que ella. Lo ha pasado muy mal identificando a la señorita Fanshawe la joven estaba desolada, con toda la cara…
– Estoy a punto de almorzar -protestó con firmeza Wexford.
El inspector jefe atravesó las puertas oscilantes seguido de los otros dos y Camb subió a su coche. Los maceteros de la entrada ostentaban ramos de pelargoniums de color rosa fuerte con las caras salpicadas de púrpura giradas agradecidamente hacia el sol del mediodía.
– ¿Qué es todo ese asunto? -preguntó Burden.
– ¿El de la señora Fanshawe? No es competencia nuestra. Su marido y ella se dirigían a casa en su Jaguar desde Eastbourne. El coche volcó en el carril rápido de la carretera de circunvalación de Stowerton. Vivían en Londres y probablemente el señor Fanshawe tenía prisa. Nadie sabe cómo ocurrió. No había nada inusual en la carretera, pera el Jaguar volcó y se incendió. La señora Fanshawe salió disparada, pero el marido y la hija murieron al instante y fueron pasto de las llamas.
– Y la señora Fanshawe no lo sabe.
– Ha estado en coma durante seis semanas, desde que se produjo el accidente.
– Ahora lo recuerdo -dijo Burden, levantando la cortina de plástico que el café Carousel colgaba los días calurosos para espantar a las avispas-. La encuesta se aplazó.
– Hasta que la señora Fanshawe recuperara el conocimiento. Camb confía en que la mujer pueda explicarle por qué un conductor experimentado como Fanshawe volcó en una carretera despejada. ¡Qué iluso! ¿Qué te apetece comer, Mike? Yo pediré una ensalada.
– Dos ensaladas de jamón pidió Burden a la camarera, y se sirvió agua de una jarra.
– El viejo Carousel se moderniza por días -dijo Wexford-. Ya era hora. No hace mucho, cuando apretaba el calor, el agua echaba humo como un motor agonizante. ¿Qué te apuestas a que ese McCloy dirige un montaje sucio y pagaba a Charlie Hatton para que dejara su camión desatendido y distrajera a otros camioneros cuando se le presentaba la ocasión? El secuestro de camiones es un hecho frecuente. Los camioneros suelen detenerse en las áreas de descanso para echar una cabezada o tomarse un té. Hatton pudo hacer un buen trabajo por allí. Cincuenta o cien libras por camión, según la mercancía.
– En ese caso, ¿por qué McCloy iba a matar a la gallina de los huevos de oro?
– Porque Hatton se amedrentó o se hartó y amenazó con chivarse. Puede que incluso intentase el chantaje.
– No me extrañaría -dijo Burden, extendiendo mantequilla en un bollo de pan. Estaba casi líquida. Al igual que el resto de los humanos, reflexionó, el personal del Carousel era decepcionantemente irregular.
5
– Pero mi hija no iba en el coche.
Raras veces el sargento Camb había sentido tanta compasión como por aquella mujer recostada sobre una pila de almohadas. Su corazón sufría por ella. Y ella, no obstante, se hallaba en una de las mejores habitaciones del hospital. Tenía teléfono y televisión. Vestía un absurdo camisón cargado de volantes y encajes, y en sus finos dedos los anillos -diamantes y zafiros sobre platino- vibraban cada vez que asía y soltaba la sábana.
Es cierto que el dinero no da la felicidad, pensó el humilde sargento. Había observado que no había flores en la habitación, y sobre la mesa, junto a la silla que ocupaba la agente de policía, sólo vio una tarjeta deseándole una pronta recuperación. De su hermana, supuso el sargento. No tenía a nadie más en el mundo. Su marido había muerto y su hija…
– Lo lamento mucho, señora Fanshawe se disculpó Camb, pero su hija iba en el coche. Volvía a Londres con usted y con el señor Fanshawe.
– No sufrieron se apresuró a puntualizar la joven policía. No sintieron nada.
La señora Fanshawe se tocó la frente, donde el cabello teñido revelaba un centímetro de raíz canosa.
– Me duele la cabeza dijo. No recuerdo nada. Todo me resulta muy confuso.
– No se preocupe la tranquilizó Camb. Recuperará la memoria muy pronto. Se pondrá bien, ya lo verá. -¿Para qué?, se preguntó. ¿Para vivir sin marido, sin hija?
Su hermana nos ha facilitado gran parte de la información que necesitábamos.
La señora Fanshawe y la señora Browne, estaban muy unidas, y apenas había nada que ésta no supiera de los Fanshawe. Por boca de ella habían averiguado que Jerome Fanshawe tenía un chalet en Eastover, entre Eastbourne y Seaford, que había visitado el 17 de mayo con su mujer y su hija para disfrutar de una semana de vacaciones. Nora, la hija, había renunciado a su empleo de profesora de inglés en un colegio alemán antes de Semana Santa. Estaría en pleno cambio de trabajo y, por tanto, desocupada, imaginó Camb, pues de lo contrario nada la habría inducido a acompañar a sus padres. Pero les había acompañado. La señora Browne había estado en el apartamento de los Fanshawe de Mayfair y los había visto partir.
Habían abandonado Eastover unos días antes de lo previsto. La señora Browne ignoraba el motivo, a menos qué se debiese al mal tiempo. Quizá ya nunca lo sabrían, porque el Jaguar de Fanshawe había patinado, se había estrellado y luego incendiado a ocho kilómetros del hospital donde ahora yacía la única superviviente.
– No la molestaré por mucho tiempo -dijo amablemente Camb-. Es probable que recuerde pocas cosas del accidente, pero ¿cree que podría contarme lo poco que recuerda?
Dorothy Fanshawe había olvidado quiénes eran esas personas amables aunque fastidiosas del mismo modo que había olvidado dónde estaba. Su hermana la había visitado y agotado, y personas desconocidas para ella la habían zarandeado con una familiaridad irritante. Después, alguien le contó que Jerome había muerto y aguardó a que rompiera a llorar. La señora Fanshawe jugueteó con sus anillos -eran un gran consuelo para ella, esos anillos- y dijo: