—Mira, colega, tienes razón. Vuelve a tu mundo encorsetado. Adiós, Willy.
Y sin añadir nada más, le entregó su corbata y se marchó, dejándolo solo en el Starbucks, plantado como una seta.
Capítulo 4
A la mañana siguiente, cuando Lizzy llegó a trabajar tras una noche en la que no había pegado ojo por lo ocurrido, lo vio sentado donde estaba cada mañana y lo saludó con un gesto de cabeza, pero esta vez no le sonrió. No estaba para risitas, y menos con él.
William, que tampoco había pasado una buena noche, al ver su reacción se levantó y la saludó.
—Buenos días, Elizabeth.
—Buenos días, señor.
La voz y el saludo de la muchacha eran distantes. Eso le dolió y William murmuró:
—Lo siento. Me equivoqué.
Al oírle decir eso, Lizzy asintió y, sin ganas de confraternizar con él, dijo:
—Mire, señor, no se lo tome a mal, pero es mejor que deje las cosas como están o el café con sal que le serví el otro día se va a quedar en nada comparado con lo que le puedo dar hoy.
Dicho esto y con brío, se alejó de él y diligentemente se puso a trabajar. No quería verlo. Estaba muy enfadada. William, al ver aquello, y atado de pies y manos, se dio la vuelta y salió del restaurante. No quería montar un numerito ante todos los trabajadores.
Un buen rato después, el jefe de sala de Lizzy la llamó.
—Lleva una bandeja con una cafetera y una jarra con leche al despacho del señor Scoth.
Con la intención de quitarse aquel marrón de encima, respondió:
—Señor Gutiérrez, estoy liada con las mesas. ¿Por qué no se lo pide a otra camarera?
Su jefe, mirándola, insistió.
—El jefazo se va en una hora para el aeropuerto y quiere café. ¡Vamos, llévaselo!
Tras resoplar por la orden recibida, la chica cogió una bandeja, puso lo solicitado y fue hacia el despacho de William. Al llegar, la secretaria le guiñó un ojo y Lizzy llamó a la puerta, entró y, sin mirar hacia la mesa, dejó la bandeja en la mesita donde otro día había dejado la comida y anunció:
—Aquí tiene lo que ha pedido, señor.
Rápidamente se dio la vuelta para salir, pero una mano la sujetó del brazo y oyó decir:
—Mírame, Elizabeth.
—No.
—Hazlo. Te lo ordeno como tu jefe que soy.
Protestó. Le repateaba que le hablara así. Resopló y, cuando se volvió a mirarlo, él expuso:
—Me equivoqué y te pido perdón.
—Perdonado. —Y, consciente de que lo estaba haciendo mal, siseó—: Ahora, qué tal si me suelta, se toma el café y se marcha para el aeropuerto. ¡Va a perder el vuelo!
Él no la liberó y, con la intención de hacerla sonreír, preguntó señalando la cafetera:
—¿He de fiarme de ese café o lleva sal?
Al oírlo, ella puso los ojos en blanco y, con chulería, cuchicheó:
—No me gusta el humor inglés.
Él maldijo. Ver su gesto de enfado le hacía patente lo molesta que estaba e insistió.
—Escúchame, por favor. Soy un hombre a quien le gusta controlar su vida las veinticuatro horas del día… y ayer me di cuenta de que tú controlabas la mía. Me sentí incómodo…, fuera de lugar mientras hablabas con ese amigo tuyo y, además, no suelo demostrar mi afecto en público y menos aún…
—Tranquilo, señor —lo cortó—. No se volverá a repetir.
Aquella rotundidad en su mirada le hizo saber que lo estaba empeorando y, bajando el tono de voz, susurró mientras la miraba a los ojos:
—Escucha, Lizzy la Loca. Me atraes muchísimo, pero me asustan nuestras diferencias, y no sólo de edad.
Al decir aquel apodo se la ganó. Sin duda él estaba poniendo de su parte para que se reconciliaran; sin ganas de ponérselo fácil, dijo:
—Señor, ¿no se marcha en una hora?
Angustiado al ver que ella no claudicaba en su enfado, se apoyó sobre su mesa y contestó:
—No. No me voy. Acabo de llamar a mi oficina de Londres para retrasar mi regreso dos semanas.
Lizzy se quedó sin palabras.
—Ayer me comporté como un idiota —reconoció él—, cuando lo que realmente quería era estar contigo, invitarte a cenar y hacerte el amor… si tú me lo permitías.
Lizzy no pudo hablar. Las emociones que sentía le habían sellado la boca. Sólo lo pudo mirar mientras él se quitaba la americana y la dejaba colocada sobre una silla. Después, tras desanudarse la corbata, se la quitó y se desabrochó el primer botón de la camisa que llevaba.
—Y si ahora me despeinas, podemos continuar donde lo dejamos ayer —la animó a seguir sin dejar de mirarla.
Aquellos actos y sus palabras finalmente la hicieron sonreír. No creía en los cuentos de príncipes y princesas, pero, al ver su gesto, que se acercaba más a ella y se agachaba para besarla, finalmente, gustosa, aceptó.
Apasionada por aquel beso y su dulce manera de disculparse, Lizzy se agarró a sus fuertes hombros y él la aupó en sus brazos feliz por lo que había conseguido. Ya era la segunda vez que la besaba en aquel despacho. Aquello se estaba volviendo algo cotidiano, placentero y deseado.
Durante varios minutos se besaron con locura, sin pensar que la secretaria podía entrar, hasta que se oyó un ruido fuera, y Lizzy, asustada, se separó y comentó:
—Creo que es mejor que regrese a mi trabajo.
—¿Tiene que ser ahora mismo? —preguntó mimoso mientras le mordía el cuello.
Deseosa de decirle que no, sonrió pero finalmente añadió:
—Estamos en el trabajo. Aquí, tú eres el jefe y yo, la empleada. ¿Lo recuerdas, no?
Jorobado por aquello, la bajó al suelo pero, antes de soltarla, preguntó:
—¿Aceptarías que te invitara a cenar esta noche? —Ella lo miró y él, poniendo ojos tiernos, murmuró—: Por favor, dime que sí.
Cautivada por aquellos modales tan selectos y diferentes a los de sus conquistas o amigos, ella asintió y él rápidamente agregó:
—Sé dónde vives. Pasaré a buscarte por tu casa a las siete, ¿te parece bien?
Como una autómata, asintió y susurró:
—Yo no ceno a las siete de la tarde. A esa hora cenáis los guiris.
Divertido por aquella matización, sonrió y afirmó:
—Propongo esa hora para estar más tiempo contigo. Pero, tranquila, cenaremos a la hora que tú quieras.
Lizzy sonrió y volvió a preguntar:
—¿He de ponerme muy elegante?
William lo pensó y finalmente respondió:
—Te voy a llevar a un precioso restaurante de un amigo. Ponte muy guapa.
—Botas militares, ni hablar, ¿verdad? —se mofó.
Mientras paseaba su mano por el rostro de ella, afirmó:
—Ni hablar.
Atontada por lo que aquel culto hombre le hacía sentir y tras darle un último beso que le supo a gloria, cuando salió del despacho sonreía con una sonrisa que no lucía cuando entró.
El resto del día trabajó como si estuviera en una nube y, cuando se cruzó con él en la recepción del hotel, miró hacia otro lado para que sus miradas nos los delatasen.
«Pa matarme», pensó.
Aquella tarde, cuando William fue a buscarla a la puerta de su casa, bajó corriendo. No quería que sus padres fueran alertados por los cotillas de los vecinos, y más cuando vio que éste había acudido con chófer a buscarla.
Al salir del portal, lo miró y sonrió. Como siempre, llevaba un encorsetado traje, pero estaba muy guapo. William, caballeroso, la esperaba fuera del vehículo y, al verla acercarse, la contempló con intensidad y murmuró mientras le abría la puerta del vehículo:
—Elizabeth, estás preciosa… y sin botas militares.
Llevaba un vestido azulón, el cabello suelto y unos tacones de infarto; ella se burló:
—Gracias, Willy, tú también estás muy guapo… y con traje.