Entre risas, besos, arrumacos y bromas, durante más de hora y media el coche les dio un paseo por las calles de Madrid hasta que ella habló de cenar. Una vez que lo mencionó, William le dio la dirección al conductor y éste los llevó a un fantástico restaurante donde todo era lujo, clase y minimalismo. Y aunque en un principio se sintió incómoda rodeada de aquella gente tan fisna, como decía su madre, poco a poco, gracias a él y a sus atenciones, se relajó y lo disfrutó.
—¿Te ha gustado el postre?
Lizzy miró su plato vacío y, como no quería ser descortés, respondió:
—Sí.
Aquella afirmación tan rápida a William le hizo sospechar y, escrutándola, le preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Nada.
William dejó la cuchara sobre el plato y, recostándose en la silla, insistió.
—No voy a dirigirte la palabra hasta que me digas qué ocurre.
La joven puso los ojos en blanco y, tras percatarse de que nadie la escuchaba, murmuró:
—Vale… vale… te lo diré. Todo está buenísimo, pero yo necesitaría tres raciones de cada cosa para quedarme con el estómago en condiciones.
Aquella apreciación sobre la comida a William le hizo sonreír y ella, señalando su plato de postre vacío, murmuró:
—El plato es enorme y de diseño, pero la comida, escasa. Y yo soy de las que, cuando tengo hambre y salgo de cena con los colegas, me meto en el cuerpo dos hamburguesas con queso, aros de cebolla, patatas fritas y nuggets.
Boquiabierto, la miró y preguntó:
—¿Eso quiere decir que te has quedado con hambre? —Lizzy asintió—. ¿Y qué comerías ahora? —añadió divertido.
Avergonzada por su aplastante sinceridad, resopló.
—Pues, aunque me consideres una tragona, te diría que una hamburguesa, un pincho de tortilla, unas empanadillas… No sé. Algo con consistencia. A mí, tanta espumita y cosas así, no me llenan.
Sin demora, William pidió la cuenta y, una vez que los dos estuvieron fuera del bonito restaurante, dijo:
—Vayamos a saciar tu apetito. ¿Dónde quieres ir?
Encantada por ello, la joven lo cogió de la mano y entraron en un bar que había dos calles más abajo. Allí, entre risas, Lizzy pidió una ración de calamares y una de patatas bravas y, cuando acabó, murmuró:
—Esto es comer y lo demás son tonterías.
Contento, William asintió. No le cabía la menor duda de que la chica tenía buen apetito.
Al salir del bar, Lizzy propuso ir a tomar algo y, cuando él aceptó, lo llevó a beber unas copas a un local de moda de Madrid. Si lo hubiese dejado elegir a él, habrían ido a un sitio almibarado donde sólo se tomaban cócteles escasos y de diseño.
Una vez que entraron en el local y la luz azulada los envolvió, Lizzy hizo lo que llevaba toda la noche deseando. Se tiró a su cuello y lo besó con pasión.
William, dejándose llevar por la fogosidad de ella, en un principio aceptó sus besos con gusto, nada le chiflaba más que sentirla tan cercana, pero, cuando su mano subió peligrosamente hacia su entrepierna, decidió parar aquello. Él no era así.
—Aquí no, Elizabeth —murmuró nervioso.
Sin sorprenderse mucho por aquella reacción, la chica sonrió y, apoyándose en la barra, preguntó:
—¿Has mirado a tu alrededor?
Él lo hizo. Pero, cuando vio a varias parejas desfogadas besándose y tocándose, insistió:
—Yo no soy así. Lo siento, pero soy incapaz de demostrar mi afecto en público.
—¿Por qué?
Incómodo con la mirada de ella, respondió:
—Hay ciertas cosas que, repito, deben hacerse en la intimidad.
Juguetona por aquello, sonrió. En cierto modo estaba de acuerdo con él, pero susurró haciéndolo sonreír:
—Menudo trabajito que voy a tener contigo para que te sueltes la melena.
Divertido por su comentario, fue a decir algo cuando ella pidió dos copas y después comenzó a bailar una canción. Le encantaba bailar, aunque los zapatos de tacón la estuvieran matando. Así estuvo un rato hasta que, al sentir la mirada de él, preguntó:
—¿No te gusta Lenny Kravitz?
El nombre de aquel artista le sonaba y preguntó:
—¿Éste es Lenny Kravitz?
Ella asintió y, mientras bailaba, afirmó:
—The Chamber[3] es de su último disco. ¡Buenísimo! Vamos, Willy, baila un poquito.
Como si mirase una nave especial, él negó con la cabeza y sentenció:
—No. Yo no bailo.
Lizzy soltó una risotada y, acercándose a él, murmuró alborotándole el pelo:
—No bailas. No besas en público. Tu mundo está lleno de ¡noes! Vamos, Willy, desmelénate un poco, que la vida son dos días.
Arreglándose el descolocado cabello, él cogió su bebida y sonrió. Sin duda lo suyo no era desmelenarse.
Aquella noche, tras varias copas, risas y confidencias, Lizzy sólo consiguió que la acompañara hasta su casa y la besara en la oscuridad de su portal. Allí no los veía nadie.
A William, excitado por la noche que ella le había hecho pasar, por un instante se le pasó por la cabeza proponerle ir a su casa. La deseaba. Pero finalmente se contuvo. Debía respetarla.
Consciente de lo que ambos deseaban, Lizzy sonrió. Sin duda Willy era diferente, un caballero, y una vez más, al no proponerle sexo esa noche, se lo demostró.
Así estuvieron durante dos días.
En el hotel, eran prácticamente dos desconocidos que sólo se permitían besarse a escondidas cuando ella llevaba algo a su despacho, pero por las noches, cuando se encontraban a solas, se besaban con auténtica pasión, aunque nunca llegaban a más.
Durante la tercera jornada, a la hora del almuerzo, Lizzy regresaba de llevar una bandeja de comida a una habitación y cuando salía del ascensor, vio a William apoyado en recepción hablando con una mujer.
El glamur de aquella fémina era impresionante. Alta, guapa, elegante en el vestir. ¡Perfecta! Sin duda aquellos dos pegaban no sólo por edad, sino por el estilo a la hora de vestir. Curiosa, Lizzy se fijó en ella y, cuando instantes después se asomó a la recepción, donde estaba Triana, ésta la informó de que se trataba de Adriana, la hija de uno de los consejeros del hotel.
Desde su posición, Lizzy vio a William sonreír y, en el momento en que aquélla le colocó la corbata y le pasó un dedo por la mejilla con cierta sensualidad, estuvo a punto de gritar de frustración. Cuando instantes después aparecieron el padre de ella y el de él y los cuatro salieron del establecimiento para montarse en un coche y marcharse, la rabia la inundó.
Triana, que conocía lo que existía entre ambos, fue a decir algo, pero Lizzy, ofuscada, la miró y siseó:
—Mejor no digas nada. Por favor.
Esa noche, a diferencia de otras, él no la llamó y su malestar se acrecentó. Pero ¿qué le estaba pasando? Ella nunca había sido tan territorial con ningún chico con el que había tenido algún lío pasajero.
Apenas pudo dormir esa noche y a las seis de la mañana llamó al hotel para informar de que no podía ir a trabajar. No se encontraba bien.
Acostada en su cama, pensó en lo que estaba haciendo. Se había liado con el dueño del hotel aun a sabiendas de que aquello no la iba a llevar a ningún sitio, excepto al inminente despido en cualquier momento.
¿Por qué estaba jugando con su trabajo?
Los hombres adinerados y poderosos como William siempre acababan con mujeres como Adriana, nunca con alguna como ella. Peor se puso cuando, encima, supo que aquélla vivía en Londres como él, y que estaba en Madrid de paso. Ambos estaban provisionalmente.
¿Sería casualidad?
Sobre las once de la mañana, el móvil de Lizzy comenzó a sonar.
Al mirar la pantalla, vio que se trataba del número de él y no lo cogió. Su mente y sus negativos pensamientos la habían envenenado y no quería hablar con William o sacaría el demonio oculto en su interior que luchaba por manifestarse.
William, al no verla aquella mañana, se preocupó. La noche anterior, por temas de negocios, no había podido ver a Lizzy y estaba desesperado por encontrarse con ella. Y cuando supo que estaba enferma, un extraño presentimiento lo preocupó. Intentó hablar con ella varias veces durante todo el día, pero todo fue imposible y eso lo desesperó.