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A la una de la tarde, cuando aún estaba en la cama escuchando música, la madre de Lizzy abrió la puerta de su habitación con una increíble sonrisa y dijo:

—Hija de mi vida. Ay, Aurorita, ¡mira lo que has recibido!

Incrédula, contempló aquella bonita caja blanca alargada y vio unas preciosas rosas rojas de tallo largo; de inmediato supo de quién eran. No conocía a nadie tan caballeroso ni adinerado como para enviar aquello.

—Son flores como las que se regalan a las princesas —dijo su madre mientras se la acercaba—. Oh, fíjate: ¡hay una notita!

Sonrió con disimulo y, cogiendo el papel que aquélla sacó del sobrecito, lo desplegó y leyó para sí misma.

Espero que te mejores, preciosa Elizabeth.

W.

—¿Qué pone? ¿De quién es? —quiso saber su madre.

Sin poder explicarle que eran de su jefazo, pues en ese caso su madre le haría cientos de preguntas y al final se escandalizaría, respondió:

—De un amigo.

Encantada, la madre aspiró el maravilloso perfume que soltaban aquellas rosas y murmuró:

—¡Qué galante, tu amigo! Y qué detalle más bonito. Voy a ponerlas en un jarrón con agua y una aspirina para que duren más. Estas rosas son de las caras; carísimas, cariño. Verás cuando se las enseñe a Gloria, ¡se va a caer para atrás!

Lizzy asintió. Sin duda, cuando su madre le mostrara las flores a la vecina, sería digno de oírlas cuchichear; nada les gustaba más que un buen cotilleo. Frustrada por todo, cuando ésta salió de la habitación, se tapó la cara con la almohada mientras susurraba bajito para que nadie la oyera:

—Joder… joder… joder… ¿Qué estoy haciendo?

Al día siguiente, cuando llegó al hotel intentó huir de él, pero al final pasó lo inevitable: se encontró con un William con cara de pocos amigos. Una vez que sus miradas se cruzaron, con paso firme se encaminó al cuarto de personal para cambiarse de ropa, pero, antes de poder entrar, una mano la sujetó.

Sin mirarlo supo que era él y, tras meterse con ella en el cuartito, cerró la puerta y preguntó:

—¿Te encuentras bien?

—¿Estás loco? ¿Alguien puede entrar? —Soltó alarmada.

—¿Te encuentras bien? —repitió sin cambiar su gesto.

—Sí. Y haz el favor de salir de aquí antes de que…

—Estaba preocupado. Te llamé mil veces y no me lo cogiste —la cortó mientras le tocaba el óvalo de la cara—. Pregunté por ti a tu amiga Triana y me comentó que estabas enferma y…

—Oh, qué honor… ¡Gracias por preguntar por mí!

Sin entender a qué se debía aquella mala contestación, frunció el ceño e insistió:

—¿Se puede saber qué te ocurre?

Su tono de voz cambió, y Lizzy, dispuesta a aclarar sus dudas, preguntó de sopetón:

—¿Qué hay entre Adriana y tú?

Incrédulo por la pregunta, sin quitarle el ojo de encima musitó:

—A qué viene eso…

—Os vi salir anteayer con vuestros respectivos padres —aclaró separándose de él—. Vi cómo os mirabais y cómo ella te colocaba la corbata. ¿Qué hay entre vosotros?

William dio un paso hacia atrás, incómodo.

—Nada.

—Pero lo hubo, ¿verdad?

Incapaz de mentirle, asintió.

—Sí. Lo hubo.

—¡Joderrrrrrrrrrr!

William, al interpretar sus palabras y su gesto, rápidamente añadió:

—Eso es algo pasado y no debes preocuparte por ello. Hoy por hoy, Adriana es sólo una amiga. Nada más.

Ofuscada, enfadada y celosa perdida como nunca en su vida, asintió.

—Mi turno de trabajo comienza en cinco minutos. Sal de aquí inmediatamente o me vas a meter en un buen lío y ah… ¡Gracias por las rosas!

Su frialdad no le gustó, pero tenerla frente a él era lo único que le importaba y preguntó:

—¿Nos vemos esta noche?

A Lizzy aquella proposición le gustó. Era lo que más le apetecía en el mundo; sin embargo, negando con la cabeza, respondió:

—Esta noche voy con mis amigos al concierto de la Oreja de Van Gogh. —Y con cierto recelo, afirmó—: Yo también tengo planes, como tú los tuviste la otra noche.

—Fue una cena de trabajo. ¿De qué hablas? —Y al ver que ella no contestaba, preguntó con voz ronca—. ¿Qué planes tienes tú?

Mirándolo a los ojos con desafío, prosiguió:

—Ya te lo he dicho. Me piro de concierto con los colegas.

—¿Prefieres un concierto y tus amigotes a estar conmigo?

Prefabricando una cruel sonrisa, Lizzy asintió y afirmó:

—Por supuesto que sí.

Aquella rotundidad a William le cayó como un jarro de agua fría. Ninguna mujer había declinado nunca una cita con él y, conteniendo las ganas que tenía de gritar por el desplante de aquella jovencita, siseó:

—De acuerdo.

Temblorosa pero con una apariencia fuerte y descarada, Lizzy lo miró y preguntó:

—¿Quieres decirme algo más?

William negó con la cabeza. Le encantaría decirle mil cosas. Exigirle que se olvidara de aquellos planes y quedara con él, pero, humillado por su indiferencia y seguridad, no lo hizo. ¡Maldita cría! Tras una dura mirada, finalmente se dio la vuelta y se marchó. No había que insistir más.

Cuando él desapareció, la joven se sentó en una silla. Enfrentarse a aquel titán, que encima era su superjefe, no había resultado fácil, y rechazar quedar con él tampoco, pero ese concierto lo estaba esperando hacía meses y nada lo podía eclipsar… ¿o sí?

Durante aquel largo y tortuoso día, Lizzy trató de no mirarlo todas las veces que se cruzaron por el hotel. Pero, cada vez que sucumbía, se encontraba con la misma respuesta: su indiferencia. William estaba molesto y se lo hacía ver con aquel rictus serio en el rostro. Y al ver aparecer de nuevo a Adriana por la recepción del hotel, Lizzy se quiso morir… y más cuando observó cómo salían del establecimiento cogidos del brazo y comprobó que William ni siquiera la miraba.

«¡Malditos celos!», pensó al entrar en el restaurante, donde comenzó a servir a los comensales.

Durante un descanso, Triana intentó que se calmara. Pero Lizzy era una cabezota incapaz de dar su brazo a torcer.

—Pero, vamos a ver —increpó Triana—. ¿Dónde está el problema? ¿Es su ex? ¿Acaso tú no tienes ex?

Molesta por aquello, respondió:

—Claro que los tengo y precisamente como son ¡ex! no les permito que se tomen ciertas licencias, no sea que piensen cosas que no son. —Y quitándose el flequillo de los ojos, siseó—: Que no, Triana, que no. Que la estoy cagando. Él es quien es. Y yo soy quien soy. ¿Por qué liar más las cosas?

—Pero ¿no ves cómo te busca? Quizá sea tu príncipe azul.

Mientras se abrochaba el chaleco negro para comenzar de nuevo a trabajar, Lizzy miró a su amiga y cuchicheó:

—Mira, romanticona, como diría una que yo sé, los príncipes azules también destiñen. Y no, no me hables de príncipes cuando sabes que el mundo está lleno de ranas, sapos y culebras.

Divertida por aquella comparación, Triana murmuró:

—Bueno, mujer, tampoco hay que ver las cosas tan negras. Te mandó rosas a tu casa para desearte que te repusieras. ¿No crees que es una monada?

Sin duda lo era. William era más que una monada, pero protestó, no dispuesta a bajarse del burro.

—No pegamos ni con cola. Es demasiado mayor para mí. Es demasiado recto, pulcro y severo para estar con una chica como yo.

—Pues yo lo veo ¡monísimo e interesante!

Desesperada, Lizzy miró a su amiga e insistió:

—Pero ¿tú has visto sus pintas y las mías? Él… tan trajeado, tan engominado, tan tieso por el mundo y yo… yo… que no, Triana, que no. Que lo nuestro es un gran error, que estoy viendo que al final me va a costar mi trabajo por idiota y por no pensar las cosas antes de hacerlas. —Y bajando la voz, susurró—: Joder, ¡que me he liado con el dueño del hotel! ¡Con el supermegajefazo de los jefazos!