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Una hora después y tras varios temas, Lizzy cantaba feliz mientras bailaba y se divertía con sus amigos. Aquel grupo era buenísimo, ¡el mejor! No se arrepentía de haberse olvidado de todo para estar allí. No podía habérselo perdido.

William, que había llegado hacía un buen rato al local, observaba a Lizzy desde la distancia y la oscuridad. Estaba preciosa con su corto vestido vaquero y sus botas militares. Verla sonreír y bailar le llenaba el alma. Esa muchacha descarada de modales algo rudos le gustaba, lo atraía y lo hechizaba. Sin duda sería un error ir tras ella.

Con seguridad no querría nada con él. Él no era un divertido muchacho con el que bailar ni cantar, era más bien todo lo opuesto. Su posición social y su edad le pedían cosas diferentes a las que esa muchacha demandaba, y no podía dejar de pensarlo.

Pero, cada vez que ella prodigaba muestras de cariño al tipo que estaba a su lado, se encelaba como un crío y se sentía fatal. ¿Quién era ése?

De pronto comenzó un nuevo tema y, al ver que todo el mundo empezaba a saltar, Lizzy la primera, William sonrió… y aún más al descubrir que se trataba de Puedes contar conmigo[4].

Divertido, vio cómo Lizzy cerraba los ojos al entonar la canción mientras daba botes y, sin dudarlo, supo que en ese instante lo estaba recordando a él, mientras el grupo del escenario y todo el público cantaban.

Aquella letra.

Aquella canción.

Aquella locuela que canturreaba y brincaba.

Todo ello, a William, un hombre que nada tenía que ver con los jóvenes que saltaban y bailaban desinhibidos, le hizo enamorarse más y más de aquella muchacha e intuyó que su locura no sólo se trataba de sexo. Sin duda ella le provocaba algo más, y ese algo le aceleraba como nunca el corazón.

Jamás había creído en los flechazos, pero, por primera vez en su vida, su corazón, su cuerpo, su cabeza, le hicieron entender que aquello había sido un flechazo y que Cupido le había dado de lleno con sus flechas de amor.

Como pudo, sin acercarse a ella, la observó durante todo el concierto. No quería interrumpirla. No quería molestarla. Sólo quería que lo pasara bien. Cuando el espectáculo terminó, sin dudarlo, fue hasta ella sorteando a la gente y, cuando la tuvo delante, la agarró por la cintura y, acercándola a él, le susurró al oído:

—Un café con sal. ¿A qué me recuerda eso?

Sorprendida por aquello, lo miró y parpadeó. Pero antes de que ella pudiera decir algo, él le soltó la cintura para agarrarle la mano:

—¡Vamos! Ven conmigo.

Boquiabierta, embobada y aturdida, como pudo se espabiló y de un tirón recuperó su mano mientras preguntaba:

—¿Qué haces tú aquí?

William, tan trajeado, llamaba la atención; ofuscado, siseó:

—He venido a por ti, ¡vamos!

Pedro, sorprendido al ver a aquel hombre, miró a su amiga e, intuyendo que era el tipo maduro del que le había hablado, dijo sonriendo:

—Adiós, loca, ¡pásalo bien!

Como una autómata y sin saber si aquello era lo que quería o no, lo siguió hacia la salida y una vez fuera del local ella se paró y le preguntó:

—¿Se puede saber qué haces aquí?

William, arrebatado por el deseo que sentía por ella, de un tirón la acercó hasta él y a escasos milímetros de su boca la interrogó:

—¿Quién era el tipo con el que estabas tan cariñosa?

Boquiabierta por aquella cuestión, pensó en Pedro y, sin sonreír, respondió:

—Un amigo.

—¿Tus amigos te besan en el cuello?

Aquella pregunta le hizo gracia y contestó:

—Si fuera un ex, te aseguro que no me lo habría besado.

Durante varios segundos, ambos se miraron a los ojos y, cautivado totalmente por ella, él murmuró sorprendiéndola:

—Llevo toda la noche mirándote como un idiota y hasta tus botas militares me parecen ya encantadoras. Y, ahora que te tengo a mi lado, sólo puedo decirte que te deseo, Elizabeth, te deseo salvajemente con toda mi alma y con todo mi ser, y necesito preguntarte sí tú sientes ese deseo salvaje por mí.

Lo sentía. Claro que sí, y más tras aquellas palabras; sin poder negarlo, asintió hechizada y William sonrió. Aquella sonrisa tan sensual, tan segura y cargada de morbo le puso el vello de punta a Lizzy, y él, tras darle un rápido beso en los labios, propuso:

—Vamos. Acompáñame.

Sin soltarse de su mano, caminó por la calle hasta que William paró un taxi. Una vez dentro, él dio una dirección y, cuando llegaron a la calle Serrano y el taxi paró, dijo:

—Tengo un ático aquí. ¿Quieres que subamos?

Consciente de lo que significaba aquella invitación y deseosa de él, la joven asintió sin dudarlo. William pagó la carrera y de la mano entraron en el lujoso portal. Era impresionante.

En el ascensor, William no la besó como ella esperaba. Se limitó a mirarla con intensidad y, cuando aquél se detuvo y se abrió, la invitó a salir.

En el rellano ambos se miraron y William, tras abrir la puerta con la llave, dijo incitándola a entrar:

—Adelante. Estás en tu casa.

Con inseguridad, ella entró. Tanto lujo la apabullaba. Una vez dentro, William cerró la puerta del apartamento y encendió las luces. Al iluminarse la estancia, Lizzy suspiró. La entrada de aquella casa era enorme.

—Ven conmigo —pidió él cogiéndole la mano de nuevo. La condujo hasta un amplio salón de suelos de madera oscura. Una vez allí la soltó y se dirigió hacia un mueble bar—. ¿Qué quieres beber?

—Lo mismo que tú —respondió con la boca seca.

William sonrió. Se preparó un whisky para él y a ella le sirvió una Coca-Cola. Sin duda Lizzy agradecería más aquella bebida. Mientras ella miraba con curiosidad todo a su alrededor, él la observaba con disimulo.

Aquel lugar era impresionante y, aunque la decoración no resultaba totalmente de su agrado, no le cupo duda de que aquellos muebles eran antigüedades.

Se acercó hasta ella y le entregó el vaso con el oscuro líquido chispeante.

—¿Estás asustada? —preguntó mirándola con profundidad a los ojos al verla tan callada. Ella negó con la cabeza, asombrada por la pregunta—. Te hubiera hecho el amor el día en que te vi en el Starbucks. Te hubiera hecho el amor en mi despacho. Te hubiera hecho el amor sobre una de las mesas del restaurante. Te hubiera hecho el amor en el ascensor. Te…

Ella no lo dejó continuar. Le puso un dedo en los labios y murmuró:

—No hables más y házmelo.

Encantado con aquella invitación, William la acercó a su cuerpo y la besó con tal ardor, exaltación y fogosidad que esta vez Lizzy sí que se asustó y dejó el vaso que tenía en la mano sobre una mesita.

William, consumido por la excitación, tomó con mimo y delirio aquellos deseados labios, esa boca que lo llevaba volviendo loco durante demasiadas noches y lo disfrutó. La devoró con ansia, con ambición, con propiedad, mientras sentía cómo ella le quitaba la americana y, cuando ésta cayó al suelo, ella murmuró:

—Ni se te ocurra agacharte a recogerla.

Oírle decir aquello le hizo sonreír y, apretando sus manos en aquel duro y redondo trasero, musitó:

—Sólo me interesa darte placer, Lizzy la Loca.

Encantada por aquella respuesta, sonrió y, tras desabrocharse los botones del vestido vaquero que llevaba, lo dejó caer ante él, quedando vestida sólo con las bragas, el sujetador y las botas militares. Instantes después, el sujetador también cayó.

—Eres preciosa.

Ella sonrió y con delicadeza le quitó la corbata, se la ató a su cintura y cuchicheó:

—Quizá la use para atarte mientras te hago el amor.

Enloquecido por lo que proponía, William suspiró y Lizzy sintió que se derretía.

—¿Te gusta lo que ves? —preguntó sin dejar de mirarlo mientras se desabrochaba el sujetador y lo dejaba caer.

La recorrió con una mirada morbosa y plagada de lujuria, y afirmó mirando sus erectos pezones: