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—Mucho.

Acalorado por el descaro que aquella joven de veinticuatro años le mostraba en todo lo referente al sexo, sonrió y, dejándose de remilgos, la miró desde su altura y murmuró mientras agarraba la corbata que ella tenía atada en la cintura:

—Ven aquí.

Se acercó mimosa y, cuando William la cogió del trasero y se lo apretó, ella hiperventiló al oírle decir mientras le chupaba el lóbulo de la oreja:

—Tienes veinticuatro años y yo treinta y seis, pero el influjo que ejerces sobre mí es increíble. Tú, con tu corta edad, has derribado mis defensas para volverme loco como nunca antes una mujer lo había conseguido. —Ella sonrió y, excitado, murmuró—: Llegados a este momento en el que ambos deseamos continuar, he de decirte que en temas de sexo soy muy impulsivo, ardiente y apasionado, y no el hombre reservado que conoces. ¿Entiendes lo que digo?

Excitada por sus palabras y por lo que a través de ellas podía intuir, lo miró y, sin querer entender a qué se refería, negó con la cabeza; él añadió:

—Hablo de que me gusta disfrutar al máximo del sexo. Hablo de que no habrá barreras para que tú y yo alcancemos el máximo disfrute. Hablo de que te haré gozar de mil y una maneras, pero a cambio espero que tú también me hagas disfrutar a mí.

Casi sin respiración, asintió y se percató de que por primera vez en su vida iba a estar con un hombre. William, con gesto serio y morboso, la miró. Le cogió la mano y, metiéndola junto a la de él en el interior de sus bragas, murmuró lentamente mientras la tocaba y la incitaba a tocarse:

—Soy exigente y muy posesivo con lo que deseo.

Una vez dicho esto, hizo que ella misma se introdujera un dedo en su húmeda cavidad. La incitó a masturbarse ante él y, cuando el rostro de Lizzy estuvo rojo de pudor, le pidió que se sacara el dedo y, mirándola a los ojos, lo chupó y, una vez se hubo relamido, siseó:

—Me moría de deseo por saborearte.

Hechizada y encendida por aquel acto y por el poder que de pronto él parecía tener sobre ella sin apenas moverse, notó cómo él, aún vestido, le bajaba las bragas. Una vez se las hubo quitado, la miró a los ojos mientras su mano paseaba ahora por su húmeda vagina con total tranquilidad.

—En mi vida diaria puedo ser un anodino y aburrido hombre de negocios que pasa desapercibido —murmuró con voz ronca—. Pero en el sexo, el disfrute y el placer, te aseguro que soy todo lo contrario. Pero no temas, Lizzy la Loca, nunca haré nada que tú previamente no me hayas autorizado. No me excita el dolor. Me excita la complacencia, el morbo y el deleite. ¿Tú deseas eso también?

Agitada por lo que escuchaba y por lo que le hacía sentir, Lizzy abrió la boca y se la ofreció junto al resto de su cuerpo. William, sin dudarlo, aceptó aquel ofrecimiento tan lleno de deseo.

En el silencio de la casa, la besó con gusto mientras las impacientes manos de ella le desabotonaban la camisa; ésta cayó al suelo y, posteriormente, le desabrochó y quitó los pantalones y los calzoncillos.

Cuando quedó desnudo ante ella, William, con una cautivadora sonrisa, la miró y le preguntó tal como había hecho ella anteriormente:

—¿Te gusta lo que ves?

Aquella chulería, tan poco propia de él, la hizo sonreír, y más cuando le oyó decir mientras ella le agarraba el pene con seguridad para tocárselo:

—Te haré gritar mi nombre de placer, Elizabeth.

Con la boca seca por el deseo, cuando tocó aquel enorme miembro, erecto y listo para ella, jadeó y supo que gritaría su nombre a los cuatro vientos.

Como un lobo hambriento, William se dejó de remilgos y, agarrando a Lizzy, la acercó a su cuerpo. Su fuerte miembro chocó contra ella y, tras besarla, la cogió entre sus brazos y se la llevó hasta una oscura habitación.

Al entrar, sin encender la luz, la dejó sobre una enorme cama y murmuró sobre su boca:

—Ahora, sin quitarte esas botas militares que tanto adoras y que tanto me excitan en estos momentos, quiero que abras las piernas y te masturbes para mí, mientras me coloco un preservativo… ¿lo harás, Elizabeth?

Exaltada, asintió y, bajo su atenta mirada, se abrió de piernas y ella misma se introdujo un dedo lentamente para que él lo observara.

Acto seguido, él encendió la luz de la lamparita de la mesilla, abrió un cajón y sacó una caja de preservativos.

Sin quitarle los ojos de encima, regresó frente a ella y, tras coger un condón, tiró la caja sobre la cama y, mirándola, se lo puso mientras exigía:

—Nuestra música serán tus jadeos y posteriormente los de ambos. Eso es… No cierres las piernas… Así… quiero ver tu sensualidad… Sí… tócate… tócate para mí.

Excitada por sus palabras, su mirada, el momento, el deseo, la locura y el frenesí, prosiguió masturbándose para él… A continuación él se agachó ante el manjar que ella le ofrecía sin reparos, le sacó el dedo del interior de la vagina y de nuevo se lo chupó.

Lizzy fue a moverse para mirarlo, pero él dijo:

—No te muevas y no cierres las piernas. Abiertas… eso es… Bien abiertas para mí.

Con la respiración a mil, obedeció.

William y su exigente manera de hablarle en aquel momento la estaban volviendo loca. Aquello nada tenía que ver con sus anteriores experiencias. Aquello era morbo en estado puro.

—Eres deliciosa, Elizabeth… deliciosa —murmuró él gustoso mientras le retorcía los pezones y posaba la boca sobre su ombligo.

Cuando sintió cómo la tocaba para estimularla y con su caliente boca la besaba hasta bajar a su monte de Venus, Lizzy jadeó.

—Ábrete con los dedos para mí y levanta las caderas hacia mi boca —le pidió William.

Locura. ¡Aquello era pura locura!

Ella obedeció y se expuso totalmente a él. Como un maestro, William la chupó y la succionó. Cuando se centró en el clítoris, extasiada le agarró la cabeza y lo apretó contra ella, perdiendo la poca cordura y vergüenza que le quedaban hasta gritar su nombre y pedirle que no parara, que continuara.

Encantado al oírla, sonrió. La agarró de las caderas y, abriéndola a su antojo, la despojó de todo, quedándose todo para él. Enloquecida por aquello, cerró los ojos y jadeó mientras se apretaba contra él, deseosa de dar y recibir más.

Con destreza y posesión, William movió su lengua sobre aquel hinchado botón del placer, mientras ella temblaba y se humedecía mil veces volviéndolo literalmente loco.

Cuando la tuvo totalmente entregada a él, le introdujo un dedo en la vagina y, sin ninguna inhibición, otro en su apretado ano. Ella gimió de placer y abrió los ojos.

—Todo lo que me ofrezcas será mío… todo —susurró mirándola.

Lizzy asintió. Todo… le ofrecía todo de ella y anhelaba que lo tomase.

Durante varios minutos ella movió sus caderas en busca de su desmesurado placer y William, cuando no pudo más, sacó los dedos del interior de ella y, acomodándose sobre sus caderas, guio su duro e impaciente pene y, sin apartar los ojos de los de ella, la penetró.

La joven se arqueó y jadeó. El placer era extremo y sus piernas mecánicamente se abrieron más para recibirlo mientras se apretaba contra él. William sonrió y, cuando sintió los tobillos de ella cerca de sus nalgas, mirándola, murmuró:

—Me gusta poseerte. ¿Te gusta a ti?

—Sí… sí…

Loco por su reacción, su boca y su entrega, apretándose de nuevo contra ella la volvió a penetrar con fuerza. Ella gritó y él le cogió las manos y se las puso sobre la cabeza; los jadeos y los gemidos de ambos se mezclaron como una canción.

Una… y otra… y otra vez… se hundió en ella consiguiendo que el placer mutuo fuera increíble. Ambos jadeaban. Ambos gritaban. Ambos gozaban. Y ambos querían más.

—Disfrutas…

Lizzy asintió y él, con fuerza, la embistió y sintió cómo su vagina se contraía para recibirlo.

—¿Te gusta así? —insistió mientras la embestía de nuevo.