—Gracias, Elizabeth. Es tan exquisito como tú.
Congestionada por el mar de sentimientos que bullían en su interior, sonrió y se alejó. Minutos después, se acercó hasta su amiga Triana y murmuró:
—Quiere volver a quedar conmigo.
—Aiss, qué monooooooooo…
Juntas entraron en las cocinas con varios platos en las manos. Una vez que los hubieron dejado en el fregadero, salieron a una terraza trasera para fumarse un cigarrillo y Triana preguntó:
—¿Realmente qué es lo que pretendes con él, además de tirártelo otra vez?
—¡¿Yo?!
—Sí, tú.
Mientras se retiraba un mechón de la cara, Lizzy dio una calada a su pitillo y, tras expulsar el humo, respondió:
—Simplemente quiero pasarlo bien con él. Nada más.
Triana se carcajeó. Aunque Lizzy no lo admitiera, ese hombre le gustaba. Se le veía en la cara. Divertida, cuchicheó:
—Es un bomboncito. Tan alto, tan educado, tan perfecto…
—Tan anticuado en el vestir —se burló suspirando.
Jovial, Triana movió la cabeza y murmuró:
—No es anticuado, Lizzy. Es sólo que tiene una edad en la que no se va con pantalones cagados, ni gorras ladeadas, cielo. Ese hombre es un caballero inglés y no sólo en el vestir; sinceramente, reina, los trajes le sientan mejor que al mismísimo George Clooney.
—Triana, ¿te encuentras bien? —Se guaseó Lizzy tras oírla, pues Clooney era lo máximo para su amiga.
—Oh, sí… perfectamente. —Suspiró—. Sólo pienso que ése es el tipo de hombre que me encanta, pero nada… ¡se prendó de ti!
Alegre por el comentario, Lizzy soltó una carcajada y dijo para jorobarla:
—Es tremendamente ardiente en la intimidad.
—Eso… Tú ponme los dientes largos, jodía.
No pudieron continuar. El jefe de sala apareció, les recriminó su pérdida de tiempo y ellas rápidamente, entre risas, regresaron a sus trabajos.
Esa noche, William y ella se volvieron a ver. La recogió en la puerta de su casa y juntos se dirigieron directamente hacia el ático de la calle Serrano. Esta vez William comenzó a besarla en el ascensor y en el descansillo de la vivienda ya estaban medio desnudos. La noche fue ¡colosal!
Así pasaron una semana. Se veían todas las noches en el piso y hacían el amor de todas las formas y modos posibles. Nada los paraba. Eran insaciables. Dos guerreros del sexo, y como tales lo disfrutaban.
Pero los días se sucedían rápidamente y Lizzy, intranquila, no quería preguntarle por su marcha. Él vivía en Londres y ella en Madrid, y tarde o temprano el día de su partida llegaría; sólo con pensarlo se le encogía el corazón.
¿Qué iba a hacer sin él?
El jueves, día en el que ella libró, lo dedicaron a hacer algo de turismo fuera de Madrid. Lizzy lo recogió en la puerta de su casa con Paco para llevarlo a Toledo. Estaba segura de que aquel lugar lo enamoraría y quería enseñarle ese mágico y maravilloso paraíso.
Visitaron el Alcázar, el Museo Sefardí, la Puerta Bisagra, el Museo del Greco. Todo. A William le encantó absolutamente todo. Aquello era cultura viva.
Mientras caminaban por las empedradas y estrechas calles del mágico Toledo, Lizzy vio a una pareja de músicos callejeros y, tirando de William, llegaron hasta ellos. Abrazada a él, escuchaba cantar a la chica. La letra mencionaba un amor eterno, para toda la vida.
Embobados, todos los que estaban oyendo entonar esa bonita pieza a aquella mujer de unos cuarenta años, acompañada sólo por la guitarra de su compañero, se movían lentamente al compás de la música. Aquella romántica canción era una maravilla y, cuando William oyó a Lizzy canturrearla, le preguntó:
—¿Conoces este tema?
Ella asintió.
—A mi padre le encanta esta canción. Le regalé un disco de música brasileña que salió hace unos años y la interpretaba Rosario Flores. Si mal no recuerdo, creo que se llama Sé que te voy a amar[5]. —Y con gesto pícaro, propuso—: ¿Bailas conmigo, Willy?
William la miró y rápidamente negó con la cabeza.
Pero ella, sin hacerle caso, lo abrazó y, mirándolo a los ojos, comenzó a bailar lentamente y al final él la siguió y sonrió. Lizzy lograba hacer con él lo que se proponía. Un par de segundos después, otra pareja que había a su lado los imitó y, tras ellos, otras; divertida, Lizzy murmuró:
—Ves, Willy. No pasa nada. La gente baila, se besa y se ama libremente manifestando sus sentimientos y nadie se escandaliza por ello. Y, si lo hacen, ¡es su problema, no el nuestro!
William sonrió. Sin duda ella tenía razón; la contempló mientras la abrazaba y bailaban en plena calle, y exclamó:
—Lizzy la Loca, ¡eres increíble!
Cuando la canción terminó, todos aplaudieron, y Lizzy, al ver que aquella pareja vendía un cedé, le preguntó a la mujer si en él se incluía aquel tema.
—Sí, cariño. Está en la pista número tres —respondió.
Feliz por saberlo, Lizzy abrió el bolso, sacó su monedero y lo compró. La mujer, encantada, al entregarle el cedé le dijo, mirándola:
—Gracias, jovencita. —Luego observó a William y añadió—: Gracias, señor.
William, con una sonrisa, asintió con la cabeza y, cuando se alejaron de ella, Lizzy le entregó el cedé y le dijo:
—Toma. Para que cuando estés en Londres te acuerdes de mí.
Aquel detalle a William le tocó el corazón. Ella, al igual que él, pensaba en su marcha, en que pronto se tendrían que separar, pero no decía nada. Aquello era algo que debía solucionar. Pero no sabía cómo. No resultaba fácil.
Encantado con aquel gesto, cogió el cedé que ella le tendía y, tras besarla en la boca, murmuró emocionado:
—Gracias, cielo.
Aquella demostración de afecto la hizo sonreír y se mofó.
—Ohhh, Diossss. ¡Qué fuerteeeeeeeeeeeeee! Te estoy echando a perder. ¡Me has besado en la calle! ¡Qué escándalo!
El comentario hizo reír a William.
—Bésame otra vez. Lo necesito —exigió cogiéndola entre sus brazos.
Lo hizo entusiasmada y, cuando separó su boca de la de él, lo despeinó y soltó:
—Me gustas mucho. Quizá demasiado, Willy.
Ambos se miraron a los ojos y Lizzy, consciente de lo que había dicho, para romper aquel momento de ñoñería pura y dura, preguntó:
—¿No te aburre ir siempre vestido con traje?
Él se encogió de hombros.
—Siempre visto igual. ¿Por qué me iba a aburrir?
—¿Pero no tienes unos míseros vaqueros y una camiseta básica?
William sonrió.
—La verdad es que no. Dejé de utilizar tejanos el día que comencé a trabajar de ejecutivo y…
—¿Sabes? —lo cortó—. Me encantaría verte con unos vaqueros, unas zapatillas de deporte y una camiseta. Debes de estar guapísimo.
—No es mi estilo. —Luego, la observó y preguntó—: ¿No te gusta cómo visto?
Sin ganas de polemizar, ella sonrió y aclaró:
—Vamos a ver cómo te digo esto sin que te lo tomes a mal. Estás guapo con los trajes, pero pareces siempre un señor serio, respetable y ejecutivo. Con el cuerpo que tienes, estoy segura de que unos tejanos con una camiseta o camisa te tienen que quedar de lujo. Es más, seguro que te quitas años de encima.
Sorprendido por aquello, planteó:
—¿Me estás llamando viejo?
Ella se carcajeó y explicó:
—No. No te llamo viejo. Pero hasta la cantante te ha llamado «señor» y sólo tienes treinta y seis años.
—Es que soy un señor —afirmó.
Lizzy puso los ojos en blanco y, dispuesta a hacerse entender, insistió:
—Lo eres. Claro que lo eres, pero sólo digo que podrías actualizarte un poco en lo que al vestir se refiere. No tienes por qué ir todos los días con traje y menos un día como hoy, en el que no has tenido que trabajar.
Al ver su cara de pilluela, él sonrió. No era la primera vez que se lo decían y, consciente de que ella llevaba razón, preguntó: