—¿Hay tiendas de ropa en Toledo?
Asintió encantada y, mientras tiraba de él, propuso:
—Vamos. Déjame aconsejarte y te aseguro que vas a estar guapísimo.
—Miedo me das —se mofó divertido.
Llegaron hasta la zona más comercial de la ciudad cogidos de la mano. Allí entraron en varias tiendas, y William, por darle el gusto, se probó mil vaqueros. Se negó a comprarse unos que se llevaban caídos. ¡Por ahí no pensaba pasar! Era un señor.
Finalmente cambió el traje oscuro que llevaba por unos vaqueros Leviʼs que le sentaban de maravilla, una camiseta básica gris y unas zapatillas de deporte del tono de la camiseta.
Satisfecha por el cambio que había dado, ambos se contemplaron en el espejo y él preguntó:
—¿No voy haciendo el ridículo con esto?
El dependiente, al oírlo, sonrió y respondió por ella:
—Le sienta muy bien esta ropa, joven. Ya les gustaría a muchos tener su percha.
Sorprendido porque el dependiente hubiera respondido, y en especial porque le hubiera llamado «joven» en vez de «señor», William miró a Lizzy y ésta, encantada, afirmó:
—Lo dicho, «joven», ¡estás guapísimo!
Con el traje, la camisa, la corbata y los zapatos metidos en una bolsa, y otros vaqueros y un par de camisas en otra, salieron de la tienda de la mano y, al pasar por una peluquería, Lizzy expuso:
—¿Me permites sugerirte el último cambio?
William suspiró y ella cuchicheó:
—Dime que sí… Dime que sí, por favor.
William la miró y preguntó:
—¿Por qué no puedo decirte que no a nada? ¿Por qué me dominas así?
Ella sonrió y, mimosa, respondió consciente de lo que decía:
—Porque tú me dominas en la cama.
Al oír aquello, él sonrió con picardía y, contento con todo lo que estaba pasando, murmuró:
—De acuerdo… Entraremos en la peluquería. Pero a cambio, además de dominarte en la cama, a partir de este momento y hasta que regreses a tu casa, sólo fumarás tres cigarrillos, ¿aceptas?
—¿Sólo tres?
—Sólo tres. Fumar no es bueno para la salud —afirmó convencido.
—Otro como mi madre. ¡Qué cruz!
Tras soltar sendas carcajadas, encantada lo empujó dentro de la peluquería. Habló con el peluquero sobre lo que quería para él y, una vez hubo acabado y éste se miró en el espejo, con gesto incrédulo murmuró:
—Cuando me vea el señor Banks, le dará algo.
—¿Quién es el señor Banks?
—El barbero de toda la vida de mi familia —respondió William, mirando su corto pelo sin rastro de gomina.
Pero Lizzy estaba feliz. Aquel que tenía ante ella era un William moderno y actual. Estaba impresionante y pronto él mismo lo comprobó, pues, al salir a la calle, todas las jovencitas que se cruzaban con él lo miraban.
—Me estoy empezando a arrepentir de los cambios —comentó Lizzy.
William soltó una risotada y, besándola sin impedimentos, murmuró:
—Tranquila, cariño… Sólo tengo ojos para ti.
Ella sonrió. Por primera vez la había llamado «¡cariño!», y eso le gustó. Le encantó.
Aquella noche, tras un maravilloso día en Toledo, cuando regresaron a Madrid William propuso ir a cenar a algún restaurante, pero Lizzy se negó. Pedirían unas pizzas por teléfono. Ya estaba cansada de que todas las mujeres lo mirasen y necesitaba sentir su posesión.
Como era de esperar y ella deseaba, en cuanto se desnudaron el William dominante y exigente resurgió y, cuando le abrió las piernas a su antojo para hacerla suya, Lizzy no se resistió y lo disfrutó.
Tras un buen maratón de sexo en el que jugaron hasta saciarse, a las tres de la madrugada, William, con pesar, la llevó hasta su casa. La despidió en el portal con un beso y quedó en verla al día siguiente en el hotel.
Por la mañana, cuando Lizzy llegó a su puesto de trabajo, encontró a sus compañeras revolucionadas. ¿Qué les ocurría?
Poco después supo el porqué.
Todas estaban entusiasmadas por el cambio físico que el hijo del dueño del hotel había dado. Sin duda, aquel William actualizado llamaba escandalosamente la atención y las volvía locas.
Durante horas oyó a sus compañeras hablar de él, mientras Triana la miraba y le sonreía. ¡Si ellas supieran!
Sin decir nada, las oía suspirar y se mordía el labio cuando alguna insinuaba que se haría la encontradiza con él en los pasillos.
A media mañana no pudo más y, cogiendo una bandeja con café y una taza, subió a su despacho.
Cuando la secretaria la vio aparecer, sonrió y le indicó que podía pasar. Golpeó con los nudillos en la puerta y abrió. Cuando él la vio entrar sonrió.
—¿A qué se debe esta agradable sorpresa? —le preguntó mientras se levantaba.
Lizzy, al verlo vestido con aquellos vaqueros y una simple camisa negra, entendió el motivo de la revolución y suspiró. Mientas dejaba la fuente sobre la mesa, murmuró para que la secretaria no los oyera:
—Si me entero de que miras a otra compañera con ojitos o que…
Pero no pudo decir más. William se acercó a ella y la besó hasta dejarla sin resuello; al acabar el beso, susurró:
—Te dije que sólo tengo ojos para ti; ¿lo has olvidado, cariño?
Feliz por aquella aclaración, lo besó hasta que un ruido los alertó y se separaron inmediatamente.
Un par de segundos después, se abrió la puerta del despacho y entró Adriana en él, junto al padre de William. Aquella despampanante mujer, sin reparar en Lizzy, lo miró y preguntó:
—Pero, William, mi amor, ¿eres tú?
Oír que lo llamaba de aquella manera a Lizzy le revolvió el estómago y, sin poder evitarlo, vio cómo la ex se acercaba hasta él y, poniéndole los brazos alrededor del cuello, murmuraba:
—Si ya eras atractivo, ahora estás terriblemente tentador y seductor.
«Te arrancaría los brazos y después la lengua, so perra», pensó Lizzy justo antes de oír al señor Scoth decir:
—William, ¿qué haces vestido así?
Sin querer permanecer un segundo más allí, la joven intervino:
—Si no desea nada más, señor, regresaré a mi trabajo.
Sin mirar atrás, salió de la habitación todo lo rápido que pudo, sin saber que William la había mirado deseoso de que no se marchara.
A la hora de la comida, mientras servía en el restaurante, vio a la imbécil de Adriana llegar del brazo de William, junto a los padres de ambos. Lizzy los miró. Y por el gesto de William supo que éste estaba bastante molesto. Es más, parecía enfadado.
Los cuatro se sentaron a una mesa y Lizzy, acercándose a su compañera Triana, le pidió que le cambiara la zona de servir. No quería verlos ni atenderlos. Sólo quería desaparecer. Triana, al entender lo que ocurría, asintió y fue a servirles.
Cuando Lizzy huyó del comedor, rápidamente salió a la terraza trasera y se encendió un cigarrillo. Lo necesitaba. Saber que aquella mujer tan sobona y estúpida había estado todo el día con él le provocó un ataque de celos tremendo; en ese momento, su teléfono sonó. Había recibido un mensaje.
«¿Dónde estás?».
Era él; molesta, respondió: «Fumando».
En el comedor, mientras oía hablar a su padre y a aquellos dos, William miró su móvil y rápidamente contestó: «No me gusta que fumes. ¿Dónde estás?».
Lizzy, sin querer decirle dónde se hallaba, estaba pensando qué responder cuando recibió otro mensaje que decía: «Si no me lo dices, le diré a Triana que te busque y te traiga ante nosotros».
Al leer aquello, la joven blasfemó y contestó: «Si haces eso, no me volverás a ver en tu vida».
Incómodo por no poder hablar con ella, William finalmente se disculpó y, tras decirle algo a Triana, mientras caminaba hacia su despacho escribió: «Te quiero en mi despacho en tres minutos o yo mismo te iré a buscar».
Lizzy miró hacia los lados. ¿Se había vuelto loco? Sin moverse, continuó fumando; recibió otro mensaje que ponía: «No hagas que mi yo más maligno salga. Ven al despacho ¡ya!».