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En su casa de Londres había escuchado mil veces el disco que ella le había regalado en aquella mágica visita a Toledo y, tras mucho pensarlo, había vuelto a por ella. Lizzy era lo único que le importaba y se lo tenía que hacer saber, fuera como fuese.

No le importaba la diferencia de edad. No le importaba que sus ideas fueran distintas. Sólo era relevante lo que el corazón le decía y, por tanto, debía intentarlo una y mil veces más.

Él era un hombre sobrio por naturaleza, e incluso su humor no era el más maravilloso, pero ella, con su locura, con su desparpajo y con su particular manera de ver la vida, sabía hacerlo sonreír como nadie lo había conseguido antes en el mundo.

Confundida por todos los sentimientos que afloraron en ella al verlo, se apoyó en la mesa y, como pudo, preguntó, consciente de que su jefe de sala acababa de entrar junto a Triana y varios huéspedes y los observaban:

—Buenos días, señor. ¿Cómo quiere el café?

—Sin sal, a ser posible. —Sonrió.

Lizzy cerró los ojos. Si había ido a provocarla, la iba a encontrar.

No estaba en su mejor momento anímico, pero cuando abrió los ojos y le fue a contestar, él, con una encantadora sonrisa que le desbocó el corazón, se acercó a ella y, tocándole el óvalo de la cara, murmuró con dulzura:

—No he podido dejar de pensar en ti.

Acalorada, desconcertada, sobrecogida y consciente de que todos los estaban mirando, parpadeó. ¿Se había vuelto loco?

La canción que sonaba acabó y, angustiada, Lizzy oyó por los altavoces a Rosario Flores empezar a entonar Yo sé que te amaré[8].

Al mirar a William, éste, sin moverse, preguntó:

—¿Bailas conmigo?

Como una autómata, negó con la cabeza, pero él insistió.

—Aún recuerdo cuando bailaste conmigo en Toledo y, como tú me dijiste, ¡no pasó nada!

—No… no quiero hacerlo —balbuceó al ver que la gente los miraba.

Pero ¿qué estaba haciendo aquel loco?

Trató de dar un paso atrás, pero la mesa se lo impidió. Y William, enseñándole un precioso ramo de rosas, insistió poniéndoselo delante:

—Vale. No bailaremos, pero acéptame este ramo. Necesito hablar contigo.

—No.

Sin apartar el ramo de delante de ella, agregó:

—Vi estas rosas rojas en el aeropuerto y me acordé de tus preciosos labios.

Incrédula, miró el precioso bouquet redondo de rosas y, sin pensarlo, lo cogió y lo tiró al suelo con fuerza. Una princesa nunca haría eso, pero ella no era una princesa.

Se oyó un «¡ohhhh!» general, pero eso a ella no le importó. Ya sabía que estaba despedida.

William sonrió. No esperaba menos de ella y, mirándola sin importarle las docenas de ojos que los observaban con curiosidad, prosiguió:

—De acuerdo, cielo. Estás muy enfadada y Lizzy la Loca está aquí. Lo entiendo y me lo merezco por haber sido un tonto.

—¿Qué estás haciendo? —gruñó molesta al sentirse el centro de atención de ya demasiadas miradas.

—Intento decirte que te quiero.

—Pero ¿qué estás diciendo? —gruñó pesarosa viendo cómo todos los observaban—. ¿Te has vuelto loco?

William, al ver hacia dónde miraba ella, insistió:

—Expreso lo que siento y, como una vez me dijiste, si ellos se escandalizan, es su problema y no el nuestro.

Sin dar su brazo a torcer, él se sacó un anillo del bolsillo y, poniéndoselo delante, iba a hablar cuando ella siseó:

—Ni se te ocurra… o juro que te arranco la cabeza.

William sonrió y, sin hacerle caso, empezó a decir:

—Elizabeth, yo…

Con un rápido movimiento, ella le tapó la boca y, mirándolo, insistió:

—¡Que no lo hagas!

William permitió que ella le tapara la boca y, cuando se la destapó, prosiguió:

—Elizabeth, sé que es una locura, pero… ¿quieres casarte conmigo?

Un nuevo «ohhhhh» emocionado se volvió a oír en el restaurante. Cada vez había más gente mirando y él continuó:

—Vamos, cielo. No me puedes decir que no.

Horrorizada, lo miró.

Pero ¿dónde estaba el hombre discreto y celoso de su intimidad?

Sin poder evitarlo, respondió:

—Pues te digo que no. Y, por si no te has enterado, lo repito: ¡¡no!!

—Lizzy —protestó Triana, que los observaba—. ¿Qué estás haciendo?

Tras mirar a su amiga, le pidió silencio cuando el jefe de sala de la joven, acercándose a ellos, dijo azorado:

—Señor Scoth, creo que lo que está ocurriendo no es…

—Le agradecería, señor González —dijo William con rotundidad—, que no se entrometiera en la conversación que mantengo con la mujer que amo.

—Pero, señor…

William lo miró con gesto serio y éste finalmente se calló, justo en el momento en el que Lizzy comenzaba a caminar con brío hacia las cocinas. Debía huir del comedor y de las docenas de miradas indiscretas antes de que todo se liara mucho más, pero una mano la agarró y no la soltó. Era William.

—Escúchame, Elizabeth.

—No.

—Elizabeth, sé que no crees en los cuentos de hadas, pero…

—Olvídame, ¡no existo para ti!

Sin darse por vencido y sabedor de la cabezonería de ella, insistió sin soltarla:

—Vamos a ver, respira y mírame.

—No quiero respirar y ¡suéltame! —gritó descompuesta.

Aquel grito hizo que él le soltara el brazo y ella, desconcertada y sabedora de que todo había sido descubierto por su jefe inmediato y sus compañeros, voceó sin importarle ya nada. ¿Qué más daba?

—No sólo me haces sentir una don nadie, sino que ahora también, por tu culpa, me voy a quedar sin trabajo. ¿Te has vuelto loco?

William asintió y, ante el gesto de alucine de ella, afirmó:

—Total y completamente loco por ti, cariño.

Incrédula, Lizzy parpadeó. ¿Había oído bien? Él, al verla tan desconcertada, prosiguió:

—No lo hice bien. Sé que te debería haber llamado todos los días cuando me fui para solucionar lo de mi exmujer. Lo sé. —Y tomando aire, afirmó—: Pero te quiero. Estoy loco y apasionadamente enamorado de ti y, repito, ¿quieres casarte conmigo?

Un «¡ohhhh!» general se oyó de nuevo en el restaurante. Todos los comensales, los camareros, su jefe y hasta los cocineros, que habían salido de las cocinas, los observaban, mientras Triana, emocionada, sonreía. Si Lizzy le decía que no a aquel hombre, estaba loca de atar.

—Sé que presentarme así es una locura. Incluso sé que lo de la boda es otra insensatez —agregó él—. Pero un mes sin verte me ha bastado para saber que no quiero vivir sin ti. Si no quieres vivir en Londres porque estarás alejada de tus padres o tus amigos, ¡vivamos en Madrid! Estoy abierto a todos los cambios que quieras proponer y…

—Cierra la boca, William.

—Willy —corrigió él.

—Para de una vez —gimió ella.

—No, cariño. Lo he pensado y no voy a parar.

—Pero… William…

—Willy —insistió y, abriendo los brazos, murmuró—: Tú me has enseñado a ser más extrovertido, más abierto y franco. Me has hecho ver la vida desde otro prisma y, ahora, no sé qué hacer sin ti.

Lizzy tembló. Esas palabras le estaban afectando más de lo que nunca pensó. Luego le oyó decir:

—Me has enseñado a sentir, a apreciar, a percibir la vida de otra manera y ahora necesito seguir lo que mi corazón quiere. Y lo que él quiere y yo quiero eres tú. Sólo tú.

Oír aquello conmovió a Lizzy.

Buscó apoyo moral en su amiga Triana, que, a pocos pasos de ellos, enternecida, se tapaba la boca con una servilleta mientras grandes lagrimones corrían por su cara. Aquel loco, desatado, imprevisible y maravilloso amor era lo que ella siempre había buscado y de pronto Lizzy lo tenía frente a ella; sin poder evitarlo, se emocionó.