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Atónito por aquella curiosa aclaración en cuanto a su nombre, y sin tiempo que perder, William le cogió con caballerosidad una mano, se la besó y murmuró:

—Encantado de conocerte, Lizzy. —Sorprendida por aquella galantería inglesa, se disponía a hablar cuando él añadió—: Déjame suponer que tu padre, siendo inglés, te llama Elizabeth, ¿no es así?

Divertida por su sagacidad, respondió:

—Puede…

William sonrió. Sin duda aquella muchacha era mucho más intrigante de lo que él había pensado cuando la había visto haciendo de camarera.

—¿Puede? —insistió.

—Prefiero que me llamen Lizzy. Es corto, rápido y mucho más actual que el recargado ¡Elizabeth! Y ya no digamos el ¡Aurora! —Se guaseó.

Ambos rieron por su comentario y, cuando se volvieron a mirar, él afirmó:

—Elizabeth es un nombre precioso.

Su voz… sus ojos… y cómo mencionaba su nombre hicieron que a ella se le erizara el vello del cuerpo. Algo tenía aquel hombre para que ella se hubiera fijado en él durante el evento, y de nuevo ese ¡algo! estaba allí.

No podían ser más diferentes, y no sólo por la edad. Quien los contemplara, vería a una joven con un look muy moderno y en él descubriría al típico ejecutivo y trajeado inglés.

Durante unos segundos, ambos se miraron a los ojos con intensidad, hasta que el sonido de la música que salía por los cascos que ella llevaba al cuello atrajo la atención de él y preguntó:

—¿Qué suena?

Con un gracioso gesto, ella cogió uno de los auriculares y escuchó con atención.

Rude[1], del grupo Magic! Me encanta esta canción, colega. ¿Sabes cuál es?

Él negó con la cabeza y ella, sin dudarlo, asió uno de los auriculares y se lo puso en la oreja para que lo escuchara. Segundos después afirmó:

—Son buenos, ¿eh?

Sin darse cuenta de lo que sonaba, William sólo observaba la cercanía de aquella joven alocada y sonrió. De nuevo aquella sonrisa hechizó a Lizzy y, al sentir algo extraño, retiró el auricular del oído de William y comentó:

—Ahora sí que me tengo que ir.

—¿No deseas que te lleve a algún lado?

Lizzy miró la impresionante limusina. Si aquello entraba en su barrio, de allí no saldrían ni las llantas, pensó y, señalando el aparcamiento, dijo:

—Gracias, pero Paco me espera.

—¡¿Paco?!

Divertida por su gesto, Lizzy accionó las llaves de su coche y, cuando las luces de éste se encendieron, añadió:

—Willy, te presento a Paco. Paco, Willy.

Sorprendido porque ella le hubiera puesto nombre a su vehículo, sonrió. Deseaba estar más rato con aquella chispeante y alocada chica. Era lo más ingenioso y atrayente que le había pasado desde que había llegado a Madrid. Se lo iba a proponer cuando ella dijo con gesto cansado:

—Me voy. Mañana tengo turno de mañana y necesito dormir. ¿Te alojas en el hotel?

—No —respondió.

Cansada y con ganas de meterse en la cama, finalmente se despidió mientras se alejaba:

—Buenas noches, Willy. Que descanses.

—Buenas noches, Elizabeth, y es William.

Sin moverse de su sitio, observó cómo ella se reía, caminaba hasta su coche, se montaba en él, se ponía el cinturón de seguridad y arrancaba. Cuando pasó por su lado, Lizzy le dijo adiós con la mano y él, encantado, la saludó.

Al quedarse solo en la calle, se acercó a la ventanilla del conductor de la limusina y le informó:

—Al final dormiré en el hotel. Vete a descansar.

Capítulo 2

Pipipipiiiiiiii… Pipipipiiiii…

Cuando sonó el despertador a las seis menos cuarto de la mañana, Lizzy se quiso morir. Estaba agotada. Apenas había dormido cuatro horas y eso la mataba.

Tras desperezarse, se sentó en la cama, resopló, se levantó y se encaminó a la ducha. Allí se quitó el vendaje que llevaba en el codo sin mirar demasiado. No quería marearse.

Cuando el agua comenzó a correr por su cabeza murmuró:

—¡Qué placer!

Durante varios segundos se apoyó en la pared de la ducha mientras el agua resbalaba por su cuerpo; la imagen del hombre con el que había terminado la noche cruzó por su mente y suspiró. Pensar en él, en su sonrisa, en su mirada y en su segura más que potente virilidad le calentaba el alma y, sin saber por qué, se pasó las manos por el cuerpo hasta llegar a su ombligo. Allí paró y, sonriendo, dijo:

—Lizzy… Lizzy… ¡No alucines!

Suspiró tratando de olvidar lo que segundos antes imaginaba y terminó rápidamente su ducha. Una vez que se hubo vestido, y ya más despejada, se dirigió hacia la cocina, donde cada mañana sus padres la esperaban tomando café.

—Buenos días, mi preciosa Elizabeth —saludó su padre.

Con una candorosa sonrisa, se aproximó al hombre que adoraba y lo besó en la mejilla. Luego se acercó a su madre para besarla y, mientras se servía un café, preguntó guiñándole un ojo a su padre:

—Mamá, ¿has hecho tostadas?

La mujer le puso rápidamente un platito delante y, satisfecha, contestó:

—Por supuesto, Aurora. Sé que te gustan mucho.

Su padre le guiñó un ojo y Lizzy, encantada, sonrió. Sabía lo importantes que eran aquellos pequeños detalles y no le costaba nada hacerle saber a su madre lo mucho que aquellas tostadas representaban para ella.

—Mamá, ¿qué planes tenéis para hoy? —se interesó mientras desayunaba.

—Iré a comprar fruta al mercadillo y luego, esta tarde, tu padre y yo nos iremos a casa de tu tía Lina a jugar unas partidillas al mus. Por cierto, ese amigo tuyo, el Garbanzo, cada día tiene más pinta de delincuente.

—¡Mamá!

—Ni mamá, ni memé, Aurorita. Pero ¿qué se ha hecho en las orejas ese muchacho? Si parece un batusi. ¡Qué disgusto debe de tener su madre!

Lizzy no pudo evitar reír; el Garbanzo llevaba meses dilatándose los agujeros de las orejas.

—Sólo pido al cielo que nunca te enamores de un hombre que lleve las orejas así ni… —prosiguió su madre.

—Ni que lleve pearcing, ¡ya lo sé, mamá! —la interrumpió ella.

Su madre suspiró. No entendía a la juventud actual y, mirando el pelo de su hija, protestó:

—Mira tu cabello. ¡Ay, qué pena, hija mía! Con la bonita melena que tienes, ¡menudo crimen te has hecho rapándote un lado de tu hermosa cabeza!

—Mamáaaaaaaaaa…

—Vale. Me callo… Mejor me callo y no digo nada más.

Dicho esto, salió de la cocina y Lizzy sonrió, aunque sintió pena por no ser la princesita que su madre anhelaba. Su padre, que había seguido la conversación en silencio, miró a su hija y murmuró:

—A mí tampoco me gustan los chicos agujereados, cariño, y sé que tú serás algo más selectiva.

Dispuesta a cambiar de tema, se le acercó y cuchicheó con sorna:

—Jugar al mus. ¡Qué planazo!

Durante un rato comentó con su padre las noticias que éste leía en su tableta. Desde que le había regalado aquel juguetito, él era feliz, aunque de vez en cuando se aturullaba dándole a todo lo que salía en la pantalla y la liaba.

Cuando se acabó el café y las tostadas, la joven se levantó y, tras percatarse de que él la miraba con una ternura increíble, le dijo mientras le daba otro beso en su regordeta mejilla: