Con mal sabor en la boca, el hombre se levantó y rechazó el vaso de agua que ella le ofrecía. Lo que acababa de hacerle era una falta muy grave, intolerable.
Lizzy, asustada y arrepentida por su mala acción, se encogió, y él, mirándola desde su impresionante altura, le advirtió mientras se agachaba hacia su cara:
—Aléjese de mí antes de que haga que la despidan.
—Lo sientooooooooooo.
—Fuera de mi vista o le juro que…
Pero no pudo continuar. En ese momento se oyó un estruendo en la sala. Su jefe se había resbalado y estaba espatarrado en el suelo. Sin tiempo que perder, los dos acudieron en su ayuda y William, al ver que aquél tenía sangre en la frente, dijo:
—Elizabeth, no mires.
—¿Por qué? —Y al hacerlo murmuró—: Oh, Diosssssssssssssssss… Tiene… tiene… sang…
William la asió de la cintura con celeridad antes de que cayera desplomada. Era la segunda vez que la sostenía entre sus brazos en menos de veinticuatro horas. Durante unos instantes, le miró su delicado rostro y finalmente, al ver al hombre en el suelo, la llevó hasta uno de los sillones.
Instantes después aparecieron en el comedor varios camareros.
—Llamen a una ambulancia —pidió William. Luego miró a Triana, la amiga de la joven, que se les acercaba y añadió—: Ocúpese de ella mientras yo me encargo de él.
Triana asintió.
—Sí, señor.
Media hora después, Lizzy, ya repuesta de su desmayo, andaba junto a Triana cuando vio que William entraba en el hotel. Él aceleró el paso para acercarse hasta ella y, cuando estuvo a su lado, le preguntó mirándole a los ojos:
—¿Te encuentras bien, Elizabeth?
Triana, sorprendida porque aquel caballero conociera el nombre de su amiga, la miró.
¿Desde cuándo Lizzy se tuteaba con aquel hombre?
La joven, atosigada por la mirada de ambos, murmuró:
—Sí, señor. Gracias.
La compañera, al intuir que sobraba por cómo la miraba él, se excusó para alejarse.
—He de regresar ¡urgentemente! a la cocina.
Una vez que se quedaron solos, él, sin quitarle el ojo de encima a la joven, dijo:
—Sin duda, ves una gota de sangre y te mareas. Nunca te podremos contratar como enfermera.
A ella aquello le hizo gracia y, mirándolo, cuchicheó:
—Siento lo del café. Fue una tontería y…
—Francamente estaba asqueroso —la cortó—. No es algo que una camarera que se precie de trabajar en este hotel deba hacer. Pero —sonrió—, si eso ha hecho que me vuelvas a sonreír, habrá merecido la pena ese sorbo de café con sal.
Ambos sonrieron. Lizzy se sentía muy acalorada por cómo la contemplaba y trató de escabullirse.
—He de regresar al trabajo. Gracias por todo.
Con rapidez, él se movió y, tras cogerle la mano, se la besó con delicadeza. Aquel gesto tan caballeroso que su padre siempre hacía cuando le presentaban a una mujer le hizo gracia y, tras guiñarle un ojo, se marchó. Debía continuar trabajando.
Cuando entró en las cocinas, Triana fue a su encuentro, la asió de la mano que él acababa de besar y le preguntó:
—¿Qué me tienes que contar?
Al oír aquello, Lizzy sonrió y, antes de poder decir nada, Triana insistió.
—¿De qué os conocéis? ¿Por qué sabe tu nombre?
La joven se encogió de hombros y respondió:
—Anoche, cuando me despedí de ti e iba hacia Paco, un coche casi lo atropella… y yo lo salvé.
—¿Que lo salvaste?
Lizzy asintió y siseó para que nadie la oyera.
—Me lancé contra él como si fuera un jugador de rugby y el resultado fue que sigue vivo y coleando y yo me destrocé un codo —explicó enseñándole el apósito que se había puesto después de ducharse.
Incrédula, Triana murmuró:
—Eso es fantástico.
—¿Es fantástico tener el codo así? —se mofó.
Triana, todavía sorprendida por aquello, indicó:
—Eso te habrá hecho ganar muchos puntos con ese increíble caballero.
—¿Puntos? ¿Para qué?
—Para que no te despidan. Ya sabes que están haciendo reestructuración de plantilla y tú eres de las últimas en llegar.
Al recordar lo que había hecho con el tema del café con sal, susurró:
—Lo dudo.
—No digas tonterías —insistió Triana y, al ver que ella la miraba, preguntó—: ¿No me digas que no sabes quién es ese trajeado inglés? —Lizzy negó con la cabeza y Triana cuchicheó—: Es el dueño del hotel, ni más ni menos.
Al oír aquello, Lizzy se agarró a la mesa más cercana.
No sólo había llamado hortera a los padres de aquel tipo, entre otras lindezas, además le había dado aquel maldito café con sal; mirando a su amiga, murmuró convencida de su corto futuro allí:
—Creo que, ahora que sé quién es, tengo todos los puntos para que me despidan la primera.
Capítulo 3
Al día siguiente, Lizzy se levantó y se marchó a trabajar; a pesar de la incertidumbre de si la despedirían, sintió cierto júbilo en su interior al llegar al hotel. Observar a aquel maduro hombre caminar por el establecimiento se había vuelto como una necesidad. Sólo con verlo sentía que el corazón le galopaba a toda mecha y, si encima la miraba, ya se quería morir de felicidad.
Sobrecogida, intentaba entender qué le ocurría. No era su tipo. A ella le gustaban los chicos más jóvenes y, a ser posible, de su mismo rollo en vestimenta y gustos, y sobre todo divertidos y alocados… y aquél, de divertido y alocado, tenía lo que ella de monja de clausura.
La noche anterior, cuando llegó a su casa, había indagado sobre él en Google. Allí descubrió que el hotel pertenecía a su familia y que él era la tercera generación en regentarlo. Tenía treinta y seis años. Doce más que ella. Estaba recién separado de una rica heredera inglesa, no tenía hijos y había cursado nada menos que tres carreras universitarias, además de poseer otros hoteles en Inglaterra, Miami y California.
Saber todo aquello la acobardó. Nunca había conocido a nadie con tanto poder y, al recordar cómo lo había tratado con anterioridad, intuyó que tarde o temprano tendría problemas con él.
Pero, sin saber por qué, comenzó a fantasear con William y eso la fastidió. ¿Por qué pensar en un hombre que era todo lo opuesto a ella?
De lo que ella no se había dado cuenta era de que él, cada mañana a la misma hora, se plantaba ante la cristalera del que fue el despacho de su padre para observar el aparcamiento donde Lizzy solía dejar el coche. Le gustaba contemplarla cuando ella no se percataba y disfrutaba extraordinariamente con cada paso o cada gesto de la muchacha al reencontrarse con sus compañeros y sonreír.
Una vez que la veía entrar en el hotel, bajaba al restaurante y, pacientemente, esperaba a que ella apareciera en el comedor y, con su galantería habitual, le daba los buenos días. Ella le sonreía al verlo y después comenzaba a trabajar sumida en mil preguntas inquietantes.
William, por su parte, buscó información sobre ella a través de la documentación que el hotel poseía. Saber que sólo tenía veinticuatro años le hizo entender su manera loca y desenfadada de vestir y de moverse, y el descaro que tenía al hablar. Comparándolo con él, ¡era una niña!
Cuando la veía llegar con los pantalones vaqueros caídos y las zapatillas de cordones de colores, le chirriaban los ojos, pero un extraño regocijo se instalaba en su interior y no podía dejar de buscarla con la mirada.
A la hora de la comida, bajó al restaurante a almorzar y allí, parapetado tras una cristalera, escuchó a la joven comentar a uno de sus compañeros que esa noche pensaba ir al cine con sus amigos. Cuando Lizzy pasó por su lado, la llamó.