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Pero, le gustara o no, era incapaz de dejar de pensar en él… en su boca, en sus ojos, en sus manos cuando la habían tocado, en sus palabras morbosas y llenas de deseo… Resopló. Sin duda aquel hombre sabía muy bien lo que se hacía. Se lo había demostrado en décimas de segundo y sólo con imaginarlo se acaloraba de nuevo.

William, que como ella le estaba dando mil vueltas a lo ocurrido, intentó no cruzarse con la joven durante todo el día para no incomodarla, pero estuvo pendiente de su marcha. Cuando vio que ella salía del hotel, no lo dudó y la siguió a cierta distancia. Si antes pensaba en ella, tras lo sucedido, y tras haber probado sus besos, se había convertido en una loca necesidad.

Llovía como en Londres. En noviembre, el tiempo en Madrid era cambiante, y Lizzy, tras aparcar su coche en un parking público, caminó bajo su paraguas por las calles de la capital hasta entrar en un Starbucks.

William le pidió a su chófer que se marchara y, sin paraguas, anduvo tras ella; cuando la vio entrar en aquel local, la buscó a través de la cristalera. Mirarla, desearla y recrearse en lo ocurrido ese día se había convertido en su mayor afición. Cuando la localizó, empapado de agua, la vio recoger en una bandeja su pedido y dirigirse hacia el fondo.

Calado hasta los huesos, vio que ella buscaba una mesa libre mientras movía los hombros y la cabeza al compás de la música. Sin duda llevaba los auriculares puestos. Sonrió. Justamente aquella jovialidad, frescura y poca vergüenza eran lo que llamaba tanto su atención, y la observó sin ser visto.

Durante varios minutos, como un tonto bajo la lluvia, se planteó si entrar o no. Ella trabajaba para él. Lo ocurrido en su despacho había sido una insensatez. Él era su jefe y debía comportarse como tal. No debía proseguir con aquel complicado juego o se quemaría. Estaba recién divorciado. Apenas hacía cuatro meses que había recuperado su preciada libertad, pero era verla y obviar aquel detalle para querer conocerla.

Cinco minutos después, había decidido que lo mejor era marcharse y se dio la vuelta. Él no era así. Nunca había acosado a una mujer y, siendo quien era en aquel hotel, debía dar ejemplo en la empresa. Las relaciones entre los empleados estaban prohibidas. No. Definitivamente debía olvidar lo sucedido.

Pero, al igual que le había pasado a Lizzy cuando fue a coger el ascensor, de pronto William se dio la vuelta y, con decisión, regresó sobre sus pasos y entró en el Starbucks. Deseaba estar con ella.

Fue hasta la caja y pidió un expreso en taza de cerámica. Él no bebía en recipientes de plástico.

Una vez lo pagó y la camarera se lo sirvió, dudó de nuevo.

¿Debía acercarse a ella?

La observó. Ella parecía enfrascada escribiendo en su iPad mientras escuchaba música. Ni siquiera se había percatado de su presencia. Como un bobo y con el traje empapado, caminó hacia un lateral del Starbucks, pero al final se dio la vuelta, tomó aire y se dirigió hacia ella.

Cuando estuvo a su lado, sin que ella aún hubiera levantado la cabeza, la saludó:

—Buenas tardes, Elizabeth.

Lizzy ni se inmutó; continuó con su iPad y su música. Boquiabierto al verla tan abstraída, pensó qué hacer y finalmente extendió la mano y le tocó el hombro para llamar su atención.

Sobresaltada, lo miró y se quedó muda.

Durante unos segundos, sus ojos se encontraron, hasta que, señalando el sillón libre que había a su lado, él dijo:

—¿Puedo sentarme contigo?

Se quitó los auriculares tremendamente sorprendida y asintió.

Pero, bueno, ¿qué hacía él allí?

William se acomodó a su lado y, al ver que ella hablaba por Facebook a través de su iPad, le preguntó:

—¿Te diviertes en las redes sociales?

Aún bloqueada por verlo a su lado, respondió acalorada al recordar, una vez más, lo ocurrido entre ellos.

—Sí.

Los nervios la atenazaron. ¿La había seguido?

Al mirarlo con detenimiento, vio que estaba empapado. No llevaba paraguas, y su traje, su pelo, su camisa… chorreaban. Pobre. Debía de estar congelado.

Durante un minuto que se hizo eterno, ambos se mantuvieron en silencio sumidos en sus propios pensamientos hasta que finalmente él, al ver el efecto que había causado en ella, se levantó y dijo:

—Lo siento. Te he interrumpido. Será mejor que me vaya.

Eso la hizo reaccionar y, agarrándolo del brazo, pidió:

—Quédate. No interrumpes nada.

Cuando él se volvió a sentar, ella apagó el iPad y, mirando la taza de cerámica que él llevaba, preguntó:

—¿Qué estás bebiendo?

—Un expreso, ¿y tú?

Lizzy contempló su vaso de plástico transparente donde ponía su nombre en rotulador negro y respondió:

—Un frappuccino de vainilla.

Él miró el vaso y, sorprendido, planteó:

—¿Está bueno servido en un recipiente de plástico?

Ella asintió y, cogiéndolo, lo puso delante de él y dijo:

—¿Quieres probarlo?

William la miró y, sonriendo por primera vez, murmuró:

—No, gracias. Con el expreso tengo suficiente.

Nerviosa y desorientada por su presencia, dio un trago a su bebida.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

Cansado de sentirse como un quinceañero cuando en realidad era un infalible hombre de negocios londinense, pensó en qué decir, pero finalmente confesó.

—Te he seguido.

Lizzy se atragantó.

—¡¿Qué?!

—Quería estar contigo. —Incrédula, pestañeo, y él añadió—: No sé si debo disculparme por lo ocurrido hoy en el despacho, pero es verte y desear cosas que nunca pensé que desearía con una joven como tú.

—¿Como yo? ¿Qué quiere decir eso de «una joven como yo»?

Sin poder evitarlo, levantó una mano hacia el lado de la cabeza que Lizzy llevaba rapado y, tocándoselo, murmuró:

—Soy bastante mayor que tú y…

—Ah, vale —lo cortó—. Ya te entiendo.

William sonrió y, rozándole el óvalo de la cara, dijo:

—Me atraes mucho. Tanto como para cometer la locura que he hecho hoy en mi despacho, pero también soy consciente de que hice algo que no debía.

Lizzy bebió de su frappuccino. Beber era lo único que podía hacer.

No sabía qué decir, pues él tenía toda la razón. No tendrían que haberlo hecho.

Pero, incapaz de no mirarlo, se acaloró al sentir cómo todo su cuerpo se reactivaba como un volcán ante su presencia y sus palabras. Él tampoco era el tipo de hombre con el que solía estar, pero, sin duda, le nublaba la razón.

—Y estoy aquí —prosiguió él— porque sé a qué hora termina tu turno de trabajo y quería invitarte a tomar algo para hablar y…

No pudo decir más. La joven le puso un dedo en la boca y, sorprendiéndolo, soltó:

—Pienso como tú. Lo ocurrido es una locura, pero las locuras, en ocasiones, son interesantes y divertidas. Y aunque te doy la razón en que no deberíamos habernos besado, tengo que confesarte que me siento muy atraída por ti; de lo contrario, nunca lo hubiera hecho, Willy.

—William —matizó él abstraído.

Al oírlo, ella sonrió y, con una picardía en los ojos que lo dejó fuera de juego, cuchicheó:

—Lo siento, Willy, pero en este momento no eres mi jefe, ni estamos en el curro.

Ahora el que sonrió fue él y parte de su nerviosismo se esfumó. Sus ojos y los de ella se entrelazaron con más intensidad y, acercándose un poco más a ella, murmuró:

—¿Crees que las locuras son interesantes y divertidas?

Mimosa, le miró los labios y respondió en un tono de voz bajo.

—En ocasiones, sí. Todo depende del tipo de locura que sea.

Hechizado por su cercanía, él asintió y volvió a preguntar.

—¿Y qué tipo de locura es ésta?

Lizzy aspiró su aroma y, sin un ápice de vergüenza, contestó:

—Una locura sexual.