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– Están construyendo las cantinas -explica Kalavritis. Después señala algo parecido a una enorme valla-. Éste es el muro de las naciones. Sobre él proyectarán imágenes y dará la sensación de estar en movimiento.

– ¿Por qué no dejamos la visita turística para otra ocasión? -señalo.

Se recupera de inmediato de su delirio constructor.

– Tiene razón. Ya hemos llegado.

Me encuentro ante un lago enorme, con fuentes en el centro. Aún no lo han llenado, y el suelo a su alrededor está levantado. Los focos del fondo se encienden de repente y el espacio queda iluminado.

– Mire -dice Kalavritis, señalando un lugar fuera del lago.

Por entre la tierra removida asoma una mano con los dedos abiertos, como si estuviera insultándonos [3].

– Llama a la científica -le indico a Vlasópulos, que está a mi lado-. Y al forense. -Vlasópulos se va corriendo y yo me vuelvo hacia Kalavritis-. ¿Quién lo encontró?

– Los obreros albaneses que están plantando. -Y señala unos árboles raquíticos metidos en unos hoyos redondos como pozos-. Vieron una mano que salía del agua y me llamaron enseguida. Mañana deberíamos echar cemento en la plaza circundante, frente al muro de las naciones que le decía. Detuve los trabajos enseguida, metí a los operarios en una caravana para que no pudieran hablar con nadie más y llamé a la policía.

– Muy bien hecho. Ahora, llame a un par de obreros para que excaven.

– ¿No va a esperar a su director? Dijo que está de camino.

– ¿Por qué habría de esperarle? No será él quien coja la pala.

– No, pero… a lo mejor quiere estar presente cuando saquen al cuerpo.

– ¿Cómo sabe que va a haber un cuerpo? -Me mira sorprendido-. Quizá sólo hayan enterrado la mano -le explico.

La idea le produce un evidente alivio y suspira murmurando «ojalá». Cuando se dispone a salir en busca de los obreros, le detengo.

– Preferiría obreros que no sepan griego -le digo.

Se echa a reír.

– Ninguno de ellos habla griego. Llegan de noche en autocar desde Albania y por la mañana ya empiezan a trabajar, para terminar las obras a tiempo para las Olimpiadas. ¿Cuándo iban a aprender el idioma?

Ahora que me he quedado solo, observo la mano con más atención. Mi idea inicial no parece muy probable. La tierra alrededor está excavada hasta una profundidad considerable, y si sólo estuviera la mano, se habría caído o, al menos se habría inclinado a un lado. Mucho me temo que, cuando excaven un poco más, encontraremos el cuerpo que sostiene la mano. Rodeo el lago. El lado opuesto linda con un arco metálico que se extiende paralelo al techo de Calatrava, formando algo similar a un largo paseo cubierto. Parece que por el otro lado las obras ya han terminado. De repente, se me ocurre que los que plantaron la mano no la dejaron asomar por error, sino porque querían que la descubriéramos. Pero ¿por qué? ¿Por qué llamar la atención hacia alguien que, sin lugar a dudas, has asesinado y, con toda seguridad, has enterrado ilegalmente? Tal vez averigüe más cuando desenterremos al muerto.

Kalavritis aparece bajo el arco metálico, acompañado de un par de albaneses provistos de palas y azadas. Les enseño cómo deben cavar alrededor de la mano, para que no golpeen accidentalmente el cadáver y lo desmiembren. Poco después empieza a asomar un cuerpo que, a primera vista, parece masculino.

– ¡Mala suerte! -dice Kalavritis, decepcionado-. Hay un cadáver.

No le contesto porque, mientras tanto, yo había cambiado de opinión y ya me esperaba el hallazgo. Cojo una de las palas y enseño a los albaneses cómo quitar la tierra que cubre el cuerpo sin golpearlo. Así llegamos a desenterrar a un hombre de unos treinta y cinco años, completamente desnudo y con el pelo negro y rizado. Tiene los ojos cerrados y el antebrazo izquierdo pegado al muslo. La mano que nos insultaba era la derecha.

Sobre el vientre desnudo del muerto habían escrito con pintura negra: «Al Qaeda.»

– ¡No! -susurra Kalavritis a mi lado-. ¡Dios mío, eso no!

Yo no digo nada. Me quedo mirando la víctima desnuda de Al Qaeda insultándonos.

Noche segunda: Grecia 1 – Chequia 0

El agente americano está de pie detrás de Guikas, director de Seguridad y jefe mío, que tan pronto nos mira a nosotros como al tráfico de la avenida Alexandras a través de la ventana. A Guikas no le gusta nada tenerlo a sus espaldas, pero no puede evitarlo. En uno de los dos sillones que están delante del escritorio de Guikas se sienta Stavrópulos, el forense que ha hecho la autopsia de la víctima de Al Qaeda. El otro lo ocupo yo.

El agente americano se llama no-sé-qué Parker; no me acuerdo de su nombre de pila. Tiene unos treinta y cinco años, es alto y lleva el pelo rapado. Luce un traje de lino de color claro, una camisa azul marino y corbata. Me parecería más normal encontrármelo en una sucursal del Banco Nacional que en el despacho de Guikas.

Parker se da la vuelta detrás de Guikas y mira a Stavrópulos.

– So, tell me again -indica.

– Ya se lo he dicho -responde Stavrópulos en inglés-. Ese hombre murió de causas naturales.

– I don 't believe it. There must be some mistake.

Cada palabra del agente irrita más a Stavrópulos.

– No hay ningún error. El hombre murió de un infarto.

La conversación se desarrolla en inglés. Yo lo hablo con muletas, Guikas y Stavrópulos, con bastón, y Parker, sobre patines. Cualquiera le da alcance.

Entre nosotros: al americano no le falta la razón. ¿Cómo creer que ese tipo al que desenterramos desnudo, con la mano derecha en alto y las palabras «Al Qaeda» escritas en la barriga, falleció de muerte natural? Las mismas dudas corroen a Guikas.

– ¿Está seguro de haber descartado cualquier otra posibilidad, señor Stavrópulos? -pregunta en griego.

– Completamente, señor director.

– Cuéntelo con todo detalle en inglés, a ver si le convencemos.

– No hallamos rastros de estrofantina ni de estricnina en su organismo. Llenamos la cavidad torácica con agua, pero no aparecieron burbujas, lo cual elimina la posibilidad de que le inyectaran aire para provocarle un infarto.

– Nada de eso sería necesario -interviene Parker-. Pudieron matarle clavándole una aguja directamente en el corazón. Una mujer de Richmond acabó así con su marido.

– Quedaría un hematoma -aduce Stavrópulos de inmediato-. Lo buscamos, pero no había nada de eso.

– Según el ADN, era árabe -insiste Parker.

– También los árabes sufren infartos -replica Stravrópulos.

– Que yo sepa, sería la primera vez que un atentado terrorista produce una muerte natural -intervengo yo con mi inglés cojo.

Parker no me hace el menor caso, como si hubiera dicho la mayor tontería del mundo, y se dirige a Guikas.

– Quisiera que uno de nuestros forenses examinara el cadáver.

Guikas está en un aprieto. Se vuelve para mirar a Stavrópulos, quien se encoge de hombros con indiferencia.

– Que lo examine. No encontrará nada más.

Guikas no está del todo convencido.

– Debo informar al ministro, Fred. -Así recuerdo el nombre de pila del americano.

– Listen, Nic. ¿Qué tratamos de evitar? Que el presidente propague la noticia de que Atenas no es segura para los viajeros. ¿Te imaginas lo que pasaría? Los primeros en no venir serían nuestros atletas. Nadie quiere echar a perder los Juegos. El presidente, tampoco. Créeme.

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[3] En Grecia, la mano levantada con los dedos abiertos es un gesto obsceno. (N. de la T.)