Guikas tiene que tragarse el «Nic», además del chantaje. Llama al ministro. Le cuenta en pocas palabras lo que quiere el americano y se queda esperando instrucciones. Al final, dice «gracias, lo entiendo», y cuelga el teléfono. Luego se vuelve hacia mí.
– Me ha dicho que haga lo que pide éste, no vaya a ser que la prensa extranjera nos acuse de falta de seguridad cara a los Juegos Olímpicos. -Acto seguido se dirige a Parker-: Vale, el ministro lo aprueba -anuncia en tono agrio.
Parker se vuelve hacia Stavrópulos con una sonrisa radiante.
– El forense Garner estará con usted dentro de una hora. -Ve que nos hemos quedado de piedra y sigue sonriendo-: Estábamos seguros de su colaboración, por eso le llamamos ayer, para ganar tiempo -explica. Luego le da una palmada a Guikas en la espalda-. Thanks, Nic.
Por un lado, lo siento por Guikas. Por otro, recuerdo que cuando volvió de un seminario de seis meses con el FBI, hablaba maravillas de los sistemas y los métodos yanquis. Pues ahora que apechugue.
– ¿Qué hemos hecho hasta ahora? -pregunta Parker sin dirigirse a nadie en particular.
Guikas se vuelve hacia mí y espera que me explique.
– Estamos seguros de que el muerto no trabajaba en las obras. Nadie le conocía. Ahora tenemos que averiguar quién era, dónde vivía y dónde trabajaba, si es que lo hacía. Y eso llevará su tiempo. -Todo esto en un inglés macarrónico.
– Nada de eso es suficiente ni prioritario -dice Parker-. No nos importa quién era. Lo que nos urge averiguar es quiénes tienen relación con Al Qaeda en Grecia y han querido enviarnos un mensaje. Ya deberíamos haberlo investigado. -Después se dirige a mí por primera vez-: No eres lo bastante rápido -suelta-. You are not fast enough.
– No le hagas caso, tú a lo tuyo -interviene Guikas. Pero no habla en inglés, para apoyarme, sino en griego, para consolarme.
Me levanto sin pronunciar palabra y salgo del despacho. Si me despidiera de los otros dos sin hacerlo de Parker, sería una grosería. Así que decido no despedirme de nadie.
Mis dos ayudantes, Vlasópulos y Dermitzakis, están en el Departamento de Extranjería tratando de averiguar la identidad del muerto que insultaba. Un pelotón de policías está peinando los lugares que frecuentan los emigrantes ilegales con la absurda esperanza de tener doble suerte: primero, que alguien le reconozca, y segundo, que quiera admitirlo.
El comentario de Parker me ha cabreado y opto por largarme para evitar estallidos inoportunos. Pido un coche patrulla y voy al OAKA, a ver si descubro algo que se me escapara la noche en que encontramos el cadáver. El tipo murió de muerte natural, de acuerdo, pero alguien pudo burlar las medidas de seguridad para enterrarlo junto al lago. Quien lo hizo ha de tener un pase y trabajar en las obras.
– ¿Puede darme la lista de los conductores acreditados de las obras? -le pido a Kalavritis, el ingeniero que me recibió la primera noche y que casi se ha convertido en mi cicerone permanente.
– Por supuesto. ¿Le serviría de algo?
– Alguien metió al muerto en el recinto. Es muy probable que fuera un conductor. Lo cargó en el camión y entró, convencido de que nadie le detendría. También me gustaría hablar con todos los obreros que trabajan en el lago, excepto con los que encontraron el cadáver. A ésos ya los interrogamos.
– ¡Necesitará un intérprete! -advierte riéndose-. Son todos albaneses. Le mandaré a Sotiris, el capataz que habla albanés.
Me acompaña a un despacho prefabricado y me trae la lista. Mientras le echo un vistazo, me doy cuenta de mi esperanza secreta: encontrar nombres de conductores árabes. Quedo decepcionado porque no hay ni uno. Son todos griegos.
Pronto llegan los primeros albaneses con Sotiris, el capataz, un muchacho que rondará los veinticinco. La foto del muerto no les dice nada, y tampoco han visto actividades sospechosas. Los únicos camiones que se acercan al lugar donde ellos trabajan son los que llevan los árboles y los que cargan cemento.
Los albaneses se suceden, Sotiris va traduciendo sus palabras, pero yo sigo sin averiguar nada nuevo.
– ¿Eres de Albania? -le pregunto.
– No, soy de Lárisa.
– ¿Y cómo has aprendido el idioma?
– De un albanés que me dio clases. -Se fija en mi mirada de asombro y se echa a reír-: Empecé a estudiarlo cuando todavía estaba en Formación Profesional, porque comprendí que serían los albaneses quienes construirían las instalaciones olímpicas. Salí de la escuela con el título de capataz y sabiendo albanés. Durante estos últimos cuatro años me ha ido de fábula. Está en mi curriculum: «Idiomas extranjeros: inglés y albanés.»
Dos horas más tarde, cuando ya sé que no voy a descubrir nada nuevo, suena el móvil. Es Guikas.
– Ven, el americano quiere hablar con nosotros.
El coche patrulla ya se ha ido y tengo que coger el autobús. Tardo tres cuartos de hora en llegar al despacho de Guikas. El único nuevo en el grupo es otro americano, un cincuentón con barba y camiseta, quien ha cogido una de las sillas de la mesa de reuniones y se ha sentado junto a Stavrópulos. Deduzco que es Garner, el forense americano. Stavrópulos me dirige una mirada de satisfacción.
Garner es el primero en hablar.
– Estoy de acuerdo con mi colega -dice en inglés-. Ese hombre murió de un infarto.
Tres pares de ojos se dirigen simultáneamente hacia Parker, como si hubiéramos estado esperando este momento. Nuestras miradas y el callejón sin salida en que nos encontramos le enfurecen, y se revuelve hacia Guikas como una fiera.
– This is foul play, Nicos -dice-. Al Qaeda está preparando algo y no sabemos qué. Me sentiría más tranquilo si hubiese sido una bomba humana o un cadáver decapitado. Porque al menos es lo habitual. Is standard terrorist procedure. ¿Una víctima del terrorismo que ha muerto por causas naturales? Something big is going on. Están preparando algo gordo.
– Por gordo que sea, no ha habido ningún crimen -intervengo yo.
Se vuelve y me mira como si acabara de detectar mi presencia y el hecho le molestara sobremanera.
– So? -pregunta.
– So, en Grecia no se puede investigar un crimen que no ha llegado a cometerse.
– Pero podemos aumentar las medidas de seguridad. -La observación va dirigida a Guikas, no a mí-. Es preciso colocar más cámaras en la calle. ¿Cuántas hay de momento?
– Unas doscientas cincuenta.
– Necesitamos más. Quiero ver a los responsables de los sistemas de seguridad dentro de un cuarto de hora. Fifteen minutes.
En realidad, yo ya habría podido marcharme, porque la seguridad no es asunto mío. Pero veo que Guikas me indica que me quede. Se van Stavrópulos y Parker. Los responsables de Seguridad para los Juegos Olímpicos llegan al cabo de una hora, y cuando han decidido en qué puntos es necesario reforzar las medidas, son casi las once y media.
Saco el Mirafiori del garaje de la jefatura y emprendo el camino a casa. La ciudad está tranquila y desierta. De no ser porque todas las ventanas están iluminadas, se diría que es el 15 de agosto. De vez en cuando pasa algún autobús o taxi apresurado. En cuanto doblo por Spiru Merkuris, un grito sale de todas las ventanas a la vez. Al principio, me parece inarticulado. Sólo a la tercera distingo la palabra «gol».
Al llegar a la altura del parque, las calles se han llenado de gente que grita y agita banderas. Un viejo que conduce un Mercedes de los años setenta saca la cabeza por la ventanilla y aúlla:
– ¡Es una vergüenza! ¡Ni cuando la Liberación había tantas banderas! [4]