– ¡A Palacio!… ¡A Palacio! -grita el mendigo-… ¡Que no quede franchute vivo!
De ese modo empiezan a formarse por toda la ciudad partidas espontáneas, que tendrán papel relevante al poco rato, cuando los disturbios se conviertan en insurrección masiva y la sangre corra a ríos por las calles. La Historia registrará la existencia de al menos quince de estas partidas organizadas, sólo cinco de ellas dirigidas por individuos con preparación militar. Como la capitaneada desde la plazuela de Matute por el hostelero Fernández Villamil, donde figuran los mozos José Muñiz y su hermano Miguel, casi todas las cuadrillas se forman con gente del pueblo bajo, obreros, artesanos, humildes funcionarios y pequeños comerciantes, con poca presencia de clases acomodadas y sólo en un caso conducidas por alguien que pertenece a la nobleza. Uno de esos grupos se levanta en una botillería de la carrera de San Jerónimo; otro se forma en la calle de la Bola, entre los lacayos del conde de Altamira y los del embajador de Portugal; otro sale de la corredera de San Pablo, dirigido por el almacenista de carbón Cosme de Mora; otro lo organiza en la calle de Atocha el platero Julián Tejedor de la Torre con su amigo el guarnicionero Lorenzo Domínguez, sus oficiales y aprendices; y otro, el más ilustrado de los que hoy combatirán en las calles de Madrid, es levantado por el arquitecto y académico de San Fernando don Alfonso Sánchez en su casa de la parroquia de San Ginés, donde arma a sus criados, a algunos vecinos y a sus colegas Bartolomé Tejada, profesor de Arquitectura, y José Alarcón, profesor de Ciencias en la academia de cadetes de Guardias Españolas: unos caballeros que, según todos los testigos, pelearán durante la jornada, pese a su posición, edad e intereses, con mucho coraje y mucha decencia.
No todo el mundo persigue a los franceses. Es cierto que en los barrios más bajos o populares y en las cercanías de Palacio, calientes tras la matanza hecha por la Guardia Imperial, los vecinos se ensañan con cuantos caen en sus manos; pero muchas familias protegen a los que se alojan en domicilios particulares y los ponen a salvo del furor de quienes pretenden asesinarlos. No siempre se trata de caridad cristiana: para muchos madrileños, sobre todo gente establecida, empleados del Estado, altos funcionarios y nobles, las cosas no parecen claras. La familia real está en Bayona, el pueblo revuelto no es fiable en sus fervores y odios, y los franceses -único poder incontestable a día de hoy, sin verdadero Gobierno y con el ejército español paralizado- suponen cierta garantía frente al desorden callejero que puede volverse, en manos de cabecillas revoltosos, desbocado y temible. En cualquier caso, por una u otra razón, lo cierto es que no falta en las calles quien se interponga entre pueblo y franceses solos o desarmados, como el vecino que en la plazuela de la Leña salva a un caporal gritándole a la gente: «Los españoles no matamos a gente indefensa». O las mujeres que frente a San Justo se oponen a quienes pretenden rematar a un soldado herido, y lo meten en la iglesia.
No son éstos los únicos ejemplos de piedad. Durante toda la mañana, incluso en las horas terribles que están por llegar, menudearán los casos en que se respete la vida de los que arrojen las armas y pidan clemencia, encerrándolos en sótanos y buhardillas o guiándolos a lugares seguros; aunque el rigor es inmisericorde con quienes intentan llegar en grupos a sus cuarteles o abren fuego. Pese a las muchas muertes callejeras, el historiador francés Thiers reconocerá más tarde que no pocos soldados franceses deben hoy la vida «a la humanidad de la clase media, que los ocultó en sus casas». Numerosos testimonios darán fe de ello. Uno será consignado en sus memorias, años después, por el joven de diecinueve años que en este momento observa los incidentes desde la puerta de su casa, situada en la calle del Barco, frente a la de la Puebla: se llama Antonio Alcalá Galiano y es hijo del brigadier de la Armada Dionisio Alcalá Galiano, muerto hace tres años al mando del navío Montañés en el combate naval de Trafalgar. Bajando por la calle del Pez, el joven ve a tres franceses que, cogidos del brazo, van por el centro del arroyo evitando las aceras «con paso firme y regular continente, si no sereno, digno, amenazándolos una muerte cruel y teniendo que sufrir ser el blanco de atroces insultos». Los tres se dirigen sin duda a su cuartel, seguidos por una veintena de madrileños que los hostigan, aunque todavía no se deciden a tocarlos. Y en último extremo, cuando la turba está a punto de llegar a las manos, termina salvando a los franceses un hombre bien vestido, que se interpone y convence a la gente para que los deje ir sanos y salvos, con el argumento de que «no debe emplearse la furia española en hombres así desarmados y sueltos».
También hay lugar para la compasión militar. Cerca de la puerta de Fuencarral, los capitanes Labloissiere y Legriel, que llevan órdenes del general Moncey al cuartel del Conde-Duque, se salvan de unos vecinos que pretenden descuartizarlos, gracias a la intervención de dos oficiales españoles de Voluntarios del Estado, que los meten en su cuartel. Y en la puerta del Sol, el alférez de fragata Esquivel, que ha puesto a sus granaderos de Marina sobre las armas aunque siguen sin cartuchos, ve a ocho o diez soldados imperiales que, en la esquina de la calle del Correo, quieren pasar entre la gente que los rodea e insulta. Antes de que ocurra una desgracia, baja a toda prisa con algunos de sus hombres, logra desarmar a los franceses y los mete en los calabozos del edificio.
El comandante Vantil de Carrére, agregado al Cuerpo de Observación del general Dupont, es uno de los dos mil noventa y ocho enfermos franceses -la mayoría por venéreas y por sarna, que estraga al ejército imperial- ingresados en el Hospital General, situado en la confluencia de la calle de Atocha con el paseo del Prado. Al escuchar gritos y golpes, Carrére se levanta de su catre en el pabellón de oficiales, se viste como puede y acude a ver qué ocurre. En la puerta, cuya verja acaba de cerrarse ante una multitud de paisanos enfurecidos que arroja piedras mientras pretende entrar en el edificio y masacrar a los franceses, un capitán de Guardias Españolas intenta contener al populacho con unos pocos soldados, a riesgo de su vida. Rogándole que aguante un poco más, el comandante francés organiza con toda urgencia la defensa, movilizando a treinta y seis oficiales ingresados en el hospital y a cuantos soldados pueden tenerse en pie. Tras bloquear la puerta con una barricada hecha de camas metálicas, abierto el depósito de armas dispuesto en una sala del hospital, Carrére reúne un batallón de novecientos hombres, vestidos con sus camisas gastadas y negras de enfermos, a los que distribuye por el edificio para guarnecer las entradas de Atocha y el Prado. Aun así, el capitán de Guardias Españolas todavía debe emplearse a fondo para reducir un intento de los mozos de cocinas por hacerse con armas dentro del hospital y degollar a los enfermos. En el tumulto de los pasillos, donde llegan a dispararse algunos tiros, un zapador español de robusta constitución, dos cocineros y dos enfermeros son encerrados en las cocinas, pero ningún francés resulta herido. La situación la despeja, al fin, una compañía de infantería imperial que acude a paso ligero, dispersa a la gente de la calle y acordona el edificio. Cuando el comandante Carrére busca al capitán español para darle las gracias y averiguar su nombre, éste se ha marchado con sus hombres a su cuartel.
Otros no tienen la suerte de los enfermos del Hospital General. Un ordenanza francés de diecinueve años que lleva un mensaje al retén de la plaza Mayor es asesinado por los vecinos en la calle de Cofreros; y un pelotón que, ajeno al tumulto, pasa por el callejón de la Zarza cargando leña, es acometido con piedras y palos hasta que todos los imperiales quedan heridos o muertos, y los atacantes se apoderan de sus armas. Más o menos a la misma hora, el presbítero don Ignacio Pérez Hernández, que permanece en la puerta del Sol con su grupo de feligreses de Fuencarral, ve desembocar por la calle de Alcalá, junto a la iglesia y el hospital del Buen Suceso, a dos mamelucos de la Guardia, que galopan a rienda suelta con pliegos que -pronto averiguará su contenido, pues caerán en las manos mismas del sacerdote- son del general Grouchy para el duque de Berg.