«Lo mismo que la generosidad de este pueblo hacia los extranjeros no tiene límites, su venganza es terrible cuando se le traiciona.»
Jean Baptiste Antoine Marcellin Marbot, hijo y hermano de militares, futuro general, barón, par de Francia y héroe de las guerras del Imperio, que esta mañana es un simple capitán de veintiséis años asignado al estado mayor del gran duque de Berg, cierra el libro que tiene en las manos -El último Abencerraje, del vizconde Chateaubriand- y mira el reloj de bolsillo puesto sobre la mesita de noche. Hoy no entra de servicio hasta las diez y media en el palacio Grimaldi, con el resto de ayudantes militares de Murat; de modo que se levanta sin prisas, acaba el desayuno que un criado de la casa donde se aloja le ha servido en la habitación, y empieza a afeitarse junto a la ventana, mirando la calle desierta. El sol que atraviesa los vidrios ilumina, desplegado sobre un sofá y una silla, su elegante uniforme de oficial edecán del gran duque: pelliza blanca, pantalón carmesí, botas hannoverianas y colbac de piel a lo húsar. A pesar de su juventud, Marbot es veterano de Marengo, Austerlitz, Jena, Eylau y Friedland. Tiene experiencia, por tanto. Es, además, un militar ilustrado: lee libros. Eso sitúa su visión de los acontecimientos por encima de la de muchos compañeros de armas, partidarios de arreglarlo todo a sablazos.
El joven capitán sigue afeitándose. Una chusma de aldeanos embrutecidos e ignorantes, gobernada por curas. Así ha calificado hace poco el Emperador a los españoles, a quienes desprecia -con motivo- por el infame comportamiento de sus reyes, la incompetencia de sus ministros y Consejos, la incultura y el desinterés del pueblo por los asuntos públicos. Al capitán Marbot, sin embargo, cuatro meses en España lo llevan a la conclusión -al menos eso afirmará cuarenta años más tarde, en sus memorias- de que la empresa no es tan fácil como creen algunos. Los rumores que circulan sobre el proyecto del Emperador de barrer la corrupta estirpe de los Borbones, retener a toda la familia real en Bayona y dar la corona a uno de sus hermanos, Luciano o José, o al duque de Berg, contribuyen a enrarecer el ambiente. Según los indicios, Napoleón estima favorable para sus planes el momento actual. Está seguro de que los españoles, hartos de Inquisición, curas y mal gobierno, empujados por compatriotas ilustrados que tienen puestos los ojos en Francia, se lanzarán a sus brazos, o a los de una nueva dinastía que abra puertas a la razón y al progreso. Pero, aparte conversaciones mantenidas con algunos oficiales y personajes locales inclinados a las ideas francesas -afrancesados los llaman aquí, y no precisamente para ensalzarlos-, a medida que las tropas imperiales bajan desde los Pirineos adentrándose en el país, con el pretexto de ayudar a España contra Inglaterra en Portugal y Andalucía, lo que Marcellin Marbot ve en los ojos de la gente no es anhelo de un futuro mejor, sino rencor y desconfianza. La simpatía con que al principio fueron acogidos los ejércitos imperiales se ha trocado en recelo, sobre todo desde la ocupación de la ciudadela de Pamplona, de las fortalezas de Barcelona y del castillo de Figueras, con tretas consideradas insidiosas hasta por los franceses que se dicen imparciales, como el propio Marbot. Maniobras que a los españoles, sin distinción de militares o civiles, incluso a los partidarios de una alianza estrecha con el Emperador, han sentado como un pistoletazo.
«Su venganza es terrible cuando se le traiciona.»
Las palabras escritas por Chateaubriand dan vueltas en la cabeza del capitán francés, que continúa rasurándose con el esmero que corresponde a un elegante oficial de estado mayor. La palabra venganza, concluye sombrío, encaja bien con esos ojos oscuros y hostiles que siente clavados en él cada vez que sale a la calle; con las navajas de dos palmos que asoman metidas en cada faja, bajo las capas que todos llevan; con los hombres de rostro moreno y patilludo que hablan en voz baja y escupen al suelo; con las mujeres desabridas que insultan sin rebozo a los que llaman franchutes, mosiús y gabachos sin disimular la voz, o pasean descaradas, abanicándose envueltas en sus mantillas, ante las bocas de los cañones franceses apostados en el Prado. Traición y venganza, se repite Marbot, incómodo. El pensamiento lo lleva a distraerse un instante, y por eso se hace un corte en la mejilla derecha, entre el jabón que la cubre. Cuando maldice y sacude la mano, una gota roja se desliza por el filo de la navaja de cachas de marfil y cae en la toalla blanca que tiene extendida sobre la mesa, ante el espejo.
Es la primera sangre que se derrama el 2 de mayo de 1808.
– Acuérdate siempre de que hemos nacido españoles.
El teniente de artillería Rafael de Arango baja despacio los peldaños de su casa, que crujen bajo las botas bien lustradas, y se detiene en el portal, pensativo, abotonándose la casaca azul turquí con vivos encarnados. Las palabras que acaba de dedicarle su hermano José, intendente honorario del Ejército, le producen especial desasosiego. O tal vez no sean las palabras, sino el fuerte apretón de manos y el abrazo con que lo ha despedido en el pasillo de la casa familiar, al enterarse de que se encamina a tomar las órdenes del día antes de acudir a su puesto en el parque de Monteleón.
– Buenos días, mi teniente -lo saluda el portero, que barre el umbral-. ¿Cómo andan las cosas?
– Te lo diré cuando vuelva, Tomás.
– Hay gabachos calle abajo, junto a la panadería. Un piquete dentro del mesón, desde anoche. Pero no asoman la gaita.
– No te preocupes por eso. Son nuestros aliados.
– Si usted lo dice, mi teniente…
Inquieto, Arango se pone un poco atravesado el sombrero negro de dos picos con escarapela roja, se cuelga el sable y mira a uno y otro lado de la calle mientras apura las últimas chupadas del cigarro que humea entre sus dedos. Aunque sólo tiene veinte años, fumar cigarros de hoja es en él una vieja costumbre. Nacido en La Habana de familia noble y origen vascongado, desde que ingresó como cadete ha tenido tiempo de servir en Cuba, en el Ferrol, y también de ser apresado por los ingleses, que lo canjearon en septiembre del año pasado. Serio, capaz y con valor militar acreditado en su hoja de servicios, el joven oficial es, desde hace un mes, ayudante del comandante de la artillería de Madrid, coronel Navarro Falcón; y a recibir las órdenes de su cargo se dirige, preguntándose si las tensiones del día anterior -manifestaciones contra Murat y acaloradas tertulias callejeras- irán a más, o las autoridades controlarán una situación que, poco a poco, parece escaparse de las manos. La Junta de Gobierno crece en debilidad mientras Murat y sus tropas crecen en insolencia. Anoche, antes de recogerse Arango en casa, por el Círculo Militar corría la voz de que en la fonda de Genieys los capitanes de artillería Daoiz, Cónsul y Córdoba -Arango los conoce a los tres, y Daoiz es su jefe inmediato- habían estado a punto de batirse en duelo con otros tantos oficiales franceses, y que sólo la intervención enérgica de jefes y compañeros de unos y otros impidió una desgracia.
– Daoiz, que ya sabéis lo templado que es, andaba como loco -contó el teniente José Ontoria, citando a testigos del suceso-. Cónsul y Pepe Córdoba lo apoyaban. Los tres querían salir a la calle de la Reina y matarse con los franceses, y a duras penas se lo impidieron entre todos… A saber qué impertinencia dirían los otros.
El nombre del capitán Daoiz hace fruncir el ceño a Arango. Se trata, como dijo Ontoria y el propio Arango puede confirmarlo, de un militar frío y cabal, a quien no es fácil que se le suba la cólera al campanario; muy diferente del exaltado Pedro Velarde, otro capitán de artillería que, ése sí, anda por las salas de banderas predicando sangre y cuchillo desde hace días. En cambio, Luis Daoiz, un sevillano distinguido, acreditado en combate, tiene una excelente hoja de servicios y enorme prestigio en el Cuerpo, donde los artilleros, por su talante sereno, edad y prudencia, lo apodan El Abuelo. Pero el comentario definitivo, la guinda del asunto, la puso anoche Ontoria, resumiendo: