– Si Daoiz pierde la paciencia con los franceses, eso significa que puede perderla cualquiera.
De camino hacia el despacho del gobernador militar de la plaza, Arango pasa ante la panadería y el mesón de los que habló el portero y echa una mirada de reojo, pero sólo alcanza a ver la silueta de un centinela bajo el arco de entrada. Los franceses han debido de apostarse allí durante la noche, pues ayer por la tarde el lugar estaba vacío. No es buena señal, y el joven se aleja, preocupado. Algunas calles están desiertas; pero en las que llevan al centro de la ciudad, pequeños grupos de gente se van formando ante botillerías y tiendas, donde los comerciantes atienden más a la charla en corro que a sus negocios. La Fontana de Oro, el café de la carrera de San Jerónimo que hasta ayer era frecuentado a todas horas por militares franceses y españoles, se encuentra vacío. Al ver el uniforme de Arango con la charretera de teniente, varios transeúntes se acercan a preguntarle por la situación; pero él se limita a sonreír, tocarse un pico del sombrero y seguir camino. Aquello no pinta bien, así que aprieta el paso. Las últimas horas han sido tensas, con el infante don Antonio y los miembros de la junta de Gobierno poniendo paños calientes, los franceses prevenidos y Madrid zumbando como una colmena peligrosa. Se dice que hay gente convocada a favor del rey Fernando, y que ayer, con el pretexto del mercado, entró mucho forastero de los pueblos de alrededor y de los Reales Sitios. Gente moza y ruda que no venía a vender. También se sabe que andan conspirando ciertos artilleros: el inevitable Velarde y algunos íntimos, entre ellos Juan Cónsul, uno de los protagonistas del incidente en la fonda de Genieys. Hay quien menciona también a Daoiz; pero Arango, capaz de comprender que éste discuta y quiera batirse con oficiales franceses, no imagina al frío capitán, disciplinado y serio hasta las trancas, yendo más allá, en una conspiración formal. En cualquier caso, con Daoiz o sin él, si Velarde y sus amigos preparan algo, lo cierto es que a los oficiales que no son de su confianza, como el propio Arango, los mantienen al margen. En cuanto a su comandante en Madrid, el plácido coronel Navarro Faltón, hombre de bien pero obligado a navegar entre dos aguas, los franceses por arriba y sus oficiales por abajo, prefiere no darse por enterado de nada. Y cada vez que, con tacto, Arango, a título de ayudante, intenta sondearlo al respecto, el otro sale por los cerros de Úbeda, acogiéndose al reglamento.
– Disciplina, joven. Y no le dé vueltas. Con franceses, con ingleses o con el sursum corda… Disciplina y boca cerrada, que entran moscas.
Tres hombres endomingados pese a ser lunes, vestidos con sombreros de ala, marsellés bordado, capote con vuelta de grana y navajas metidas en la faja, se cruzan con el teniente Arango cuando éste camina, en busca de la orden del día para su coronel, cerca del Gobierno Militar. Dos son hermanos: el mayor se llama Leandro Rejón y cuenta treinta y tres años, y el otro, Julián, veinticuatro. Leandro tiene mujer -se llama Victoria Madrid- y dos hijos; en cuanto a Julián, acaba de casarse en su pueblo con una joven llamada Pascuala Macías. Los hermanos son naturales de Leganés, en las afueras, y llegaron ayer a la ciudad, convocados por un amigo de confianza al que ya acompañaron hace mes y medio cuando los sucesos que, en Aranjuez, derrocaron al ministro Godoy. El tal amigo pertenece a la casa del conde de Montijo, de quien se dice que, por lealtad al joven rey Fernando VII, alienta otra asonada en su nombre. Pero es lo que se dice, y nada más. Lo único que los Rejón saben de cierto es que, con algún viático para la jornada y gastos de taberna, traen instrucciones de estar atentos por si se tercia armar bulla. Cosa que a los dos hermanos, que son mozos traviesos y en pleno vigor de sus años, no disgusta en absoluto, hartos como están de sufrir impertinencias de los gabachos; a quienes ya es hora de que hombres que se visten por los pies -eso dice Leandro, el mayor- demuestren quién es el verdadero rey de España, pese a Napoleón Bonaparte y a la puta que lo parió.
El tercer hombre, que camina a la par de los Rejón, se llama Mateo González Menéndez y también ayer vino a Madrid desde Colmenar de Oreja, su pueblo, obedeciendo a consignas que algunos compadres suyos han hecho correr entre los opuestos a la presencia francesa y partidarios del rey Fernando. Es cazador, hecho al campo y a las armas, cuajado y fuerte, y bajo el capote que le cubre hasta las corvas esconde un pistolón cargado. Aunque va junto a los Rejón como si no los conociera, los tres formaron parte anoche del grupo que, con guitarras y bandurrias, pese al agua que caía, dio una ruidosa rondalla a base de canzonetas picantes, con mucho insulto y mucha guasa, al emperifollado Murat bajo los balcones del palacio donde se aloja, en la plaza de Doña María de Aragón, desapareciendo al ser disueltos por las rondas y reapareciendo al rato para continuar la murga. Eso, después de abuchear bien al francés por la mañana, cuando regresaba de la revista en el Prado.
– Pise usted fuerte, prenda, que esa acera está empedrada -dice Leandro Rejón a una mujer hermosa que, basquiña de flecos, mantilla de lana y cesta de la compra al brazo, cruza un rectángulo de sol.
Pasa adelante la mujer, entre desdeñosa y halagada por el piropo -el mayor de los Rejón es mozo bien plantado-, y Mateo González, que escucha el comentario, la sigue con la mirada antes de volverse a los hermanos, guiñarles un ojo, y seguir junto a ellos al mismo paso. Ahora los tres sonríen y se balancean caminando con aplomo masculino. Son jóvenes, fuertes, están vivos y sanos, y la vista de una mujer guapa les anima el día. Es, opina el menor de los Rejón, un buen comienzo. Para celebrarlo, saca de bajo el capote una bota con tinto de Valdemoro, que la larga noche y la cencerrada a Murat dejaron más que mediada.
– ¿Remojamos la calle del trago?
– Ni se pregunta -mirada falsamente casual de Leandro Rejón a Mateo González-… ¿Usted se apunta, paisano?
– Con mucho gusto.
– Pues alcance esto, si apetece.
Estos tres hombres que andan sin prisas pasando la bota mientras se dirigen a la puerta del Sol, deteniéndose para echar atrás la cabeza y asestarse con pulso experto un chorro de vino, están lejos de imaginar que, dentro de tres días, reos de sublevación, dos de ellos, los hermanos Rejón, serán sacados a rastras de sus casas en Leganés y fusilados por los franceses, y que Mateo González morirá semanas más tarde, a resultas de un sablazo, en el hospital del Buen Suceso. Pero eso, a estas horas y bota en mano, ni lo piensan ni les importa. Antes de que se oculte el sol que acaba de salir, las tres navajas albaceteñas que llevan metidas en las fajas quedarán empapadas de sangre francesa. En el día que comienza -tras la lluvia, sol, ha dicho el mayor de los Rejón mirando el cielo, y volverá a llover por la noche-, esas tres futuras muertes, como tantas otras que se avecinan, serán vengadas con creces, de antemano. Y todavía después, durante años, una nación entera las seguirá vengando.
Durante el desayuno, Leandro Fernández de Moratín se quema la lengua con el chocolate, pero reprime el juramento que le tienta los labios. No porque sea hombre temeroso de Dios; son los hombres los que le dan miedo, no Dios. Y él es poco amigo de agua bendita y sacristías. Sucede que la contención y la prudencia son aspectos destacados de su carácter, con cierta timidez que proviene de cuando, a los cuatro años, quedó con el rostro desfigurado por la viruela. Quizá por eso sigue soltero, pese a que hace dos meses cumplió los cuarenta y ocho. Por lo demás es hombre educado, culto y tranquilo; como suelen serlo los protagonistas de las obras que le han dado fama, contestada por numerosos adversarios, de principal autor teatral de su tiempo. El estreno de El sí de las niñas aún se recuerda como el más importante y discutido acontecimiento escénico del momento; y esas cosas, en España, aportan pocas mieles y mucho acíbar amargo, por las infinitas envidias. Ésta es la razón de que, en las actuales circunstancias, el temor al mundo y sus vilezas esté presente en los pensamientos del hombre que, vestido con bata y zapatillas, bebe, ahora a breves sorbos, su chocolate. Ser autor de renombre, favorecido además por el primer ministro Godoy, luego caído en desgracia, preso y al cabo acogido en Francia por Napoleón, incomoda la posición de Moratín, que en el mundillo de las letras tiene enemigos mortales. Sobre todo desde que, por gustos personales e ideas más artísticas que políticas -de éstas carece en absoluto, excepto ser amigo del poder constituido, fuera cual fuere-, se le atribuye, no sin razón, la etiqueta de afrancesado, que en los tiempos confusos que corren se ha vuelto peligrosa. Desde los abucheos de ayer al duque de Berg y las concentraciones de vecinos gritando contra los franceses, Moratín teme por su vida. Los amigos de la tertulia de la fonda de San Esteban le han aconsejado que no salga de su casa -número 6 de la calle Fuencarral, entre las esquinas de San Onofre y Desengaño-; pero eso tampoco garantiza nada. A las desgracias que en los últimos tiempos le vienen encima, se añade la vecindad de una cabrera tuerta que tiene su puesto de leche en el portal de enfrente: mujer parlanchina y de lengua venenosa, lleva días incitando a los vecinos a dar un escarmiento a ese Moratín de ahí enfrente, hechura de Godoy -la cabrera se refiere al ministro caído con el mote popular de Choricero- y de la gente de polaina: los afrancesados que han vendido España y al buen rey don Fernando, que Dios guarde, al maldito Napoleón.