Navaja aparte, tampoco el contenido del otro bolsillo de la sotana sosiega el talante del joven clérigo, que repite una y otra vez, de memoria, uno de sus más infames párrafos: «La conveniencia nacional de cambiar la rancia dinastía de los ya gastados Borbones por la nueva de los Napoleones, muy enérgicos». La furia de don Ignacio sería mayor si supiera -como se averiguará tiempo después- que el autor del escrito no es ningún oficial retirado, como afirma el título, sino el abate José Marchena, personaje complejo y famoso en los círculos ilustrados españoles: un ex clérigo renegado de religión y patria, al que paga Francia. Antiguo jacobino y conocido de Marat, Robespierre y madame de Staël, temido hasta por los afrancesados mismos, Marchena pone su talento oportunista, su ácida prosa y su abundante bilis al servicio de la propaganda imperial. Y en estos turbulentos días madrileños, frente a unas clases superiores recelosas o indecisas y a un pueblo indignado hasta la exasperación, la letra impresa, con su cascada de pasquines, libelos, folletos y periódicos leídos en cafés, colmados, botillerías y mercados para un auditorio inculto y a menudo analfabeto, también es eficaz arma de guerra, tanto en manos de Napoleón y el duque de Berg -que ha instalado su propia imprenta en el palacio Grimaldi- como en las de la Junta de Gobierno, los partidarios de Fernando VII y este mismo, desde Bayona.
– Ya está aquí don Ignacio.
– Buenos días, hijos míos.
– ¡Viva el rey Fernando!
– Que sí, hombre, que sí. Que viva y que Dios lo bendiga. Pero estémonos tranquilos, a ver qué pasa.
El grupo de foncarraleros -capas de bayetón, bastones de nudos en las manos jóvenes y recias, monteras arriscadas y sombreros de alas caídas- aguarda a su presbítero junto a la fuente de la Mariblanca. Falta poco para que la aguja del Buen Suceso señale las ocho, y en la puerta del Sol hay un millar de personas. Pese a que el ambiente se carga, las actitudes son pacíficas. Circulan rumores disparatados: desde que Fernando VII está a punto de llegar a Madrid, liberado al fin, hasta que, para engañar a los franceses, va a casarse con una hermana de Bonaparte. No faltan mujeres que van y vienen atizando los corrillos, forasteros y gente de diversos barrios de Madrid, aunque predomina lo popular: chisperos del Barquillo, manolos del Rastro y Lavapiés, empleados, menestrales, aprendices, bajos funcionarios, mozos de cuerda, criados y mendigos. Se ven pocos caballeros bien vestidos y ninguna señora que acredite el tratamiento: la gente acomodada, desafecta a los sobresaltos, permanece en casa. También hay unos pocos estudiantes y algunos niños, casi todos pilluelos de la calle. Muchos vecinos de la plaza y las calles adyacentes están asomados a portales, balcones y ventanas. No hay militares a la vista, ni franceses ni españoles, excepto los centinelas de la puerta de Correos y un oficial en el balcón enrejado del edificio. De corrillo a corrillo circulan peregrinos rumores y exageraciones.
– ¿Se sabe ya algo de Bayona?
– Todavía nada. Pero dicen que el rey Fernando se ha escapado a Inglaterra.
– Ni hablar. Es a Zaragoza a donde se dirige.
– No diga usted barbaridades.
– ¿Barbaridades?… Lo sé de buena tinta. Tengo un cuñado conserje en los Consejos.
A lo lejos, entre la gente, don Ignacio alcanza a distinguir a otro sacerdote con sotana y tonsura. Ellos dos, concluye, deben de ser los únicos clérigos presentes en la puerta del Sol a estas horas. Eso lo hace sonreír: incluso dos son demasiados, habida cuenta de la calculadísima ambigüedad que la Iglesia española despliega en esta crisis de la patria. Si nobles e ilustrados, opuestos unos a los franceses y partidarios de ellos otros, coinciden en despreciar los arrebatos y la ignorancia del pueblo, también la Iglesia mantiene, desde la guerra con la Convención, un cuidadoso nadar entre dos aguas, combinando el recelo al contagio de las ideas revolucionarias con su tradicional habilidad -estos días puesta a prueba- para estar con el poder constituido, sea el que fuere. En las últimas semanas, los obispos multiplican exhortaciones a la calma y a la obediencia, temerosos de una anarquía que los asusta más que la invasión francesa. Salvo algunos acérrimos patriotas o fanáticos que ven al diablo bajo cada águila imperial, el episcopado español y gran parte de los clérigos y religiosos están dispuestos a rociar con agua bendita a cualquiera que respete los bienes eclesiásticos, favorezca el culto y garantice el orden público. Ciertos obispos de buen olfato se ponen ya sin disimulo al servicio de los nuevos amos franceses, justificando sus intenciones con piruetas teológicas. Y sólo más adelante, cuando la insurrección general se confirme en toda España como un huracán de sangre, ajustes de cuentas y brutalidad, la mayoría de los obispos se irá declarando del lado de la rebelión, los párrocos predicarán desde sus púlpitos la lucha contra los franceses, y podrá escribir el poeta Bernardo López García, simplificando el asunto para la posteridad:
En cualquier caso -futuros poemas y mitos patrióticos aparte-, nada de eso puede sospecharlo todavía el joven presbítero don Ignacio. Y menos a tan frescas horas de hoy. Sólo sabe que en un bolsillo de la sotana lleva el arrugado folleto traidor o gabacho, que tanto monta, cuyo tacto le hace hervir la sangre, y en el otro la navaja, por más que procura alejar de su cabeza la palabra violencia cada vez que le roza la mente. Y siente un singular calorcillo que linda con el pecado de orgullo -habrá que arreglarlo con un confesor, piensa, cuando todo acabe-. Una sensación grata, picante, completamente nueva, que le hace erguirse, complacido, entre el grupo de feligreses foncarraleros cuando la gente alrededor los mira y susurra: oye, fíjate, a ésos los acaudilla un cura. A fin de cuentas, concluye, si las cosas fuesen hoy por mal camino, nadie podrá decir que todos los clérigos de Madrid estuvieron a salvo tras sus altares y claustros.
Revolotean las aves, sobresaltadas, en torno a las torres y espadañas de la ciudad. Son las ocho en punto, y las campanadas de las iglesias se conciertan con el sonido del tambor de las guardias que se relevan en los cuarteles. A esa misma hora, en su casa de la calle de la Ternera, número 12, el capitán de artillería Luis Daoiz y Torres acaba de vestirse el uniforme y se dispone a acudir a su destino en la Junta de Artillería, situada en la calle de San Bernardo. Oficial de carácter tranquilo, prestigio profesional y extraordinaria competencia, conocedor de las lenguas francesa, inglesa e italiana, inteligente e ilustrado, Daoiz lleva cuatro meses destinado en Madrid. Nacido en Sevilla hace cuarenta y un años, comprometido en fecha reciente con una señorita andaluza de buena familia, el capitán es hombre de aspecto pulcro y agradable, aunque de baja estatura, pues mide menos de cinco pies. Su semblante es moreno claro, usa patillas a la moda, y en los lóbulos de las orejas acaba de colocarse, para salir a la calle, los dos aretes de oro que, por coquetería militar, lleva desde el tiempo en que sirvió como artillero a bordo de navíos de la Armada. Su hoja de veintiún años de servicio, donde el valor figura desde hace tiempo como acreditado, es riguroso reflejo de la historia militar de su patria y de su época: defensas de Ceuta y Orán, campaña del Rosellón contra la República francesa, defensa de Cádiz contra la escuadra del almirante Nelson y dos viajes a América en el navío San Ildefonso.