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El populacho de Madrid se ha sublevado y ha llegado hasta el asesinato. Sé que los buenos españoles han gemido por estos desórdenes. Estoy muy lejos de mezclarlos con aquellos miserables que no desean más que el crimen y el pillaje. Pero la sangre francesa ha sido derramada. En consecuencia, mando: 1.º El general Grouchy convocará esta noche la Comisión Militar. 2.º Todos los que han sido presos en el alboroto y con las armas en la mano, serán arcabuceados. 3.° La Junta de Gobierno va a hacer desarmar a los vecinos de Madrid. Todos los habitantes que después de la ejecución de esta orden se hallaren armados, serán arcabuceados. 4.° Todo lugar en donde sea asesinado un francés será quemado. 5.° Toda reunión de más de ocho personas será considerada junta sediciosa y deshecha por la fusilería. 6 ° Los amos quedarán responsables de sus criados; los jefes de talleres, de sus oficiales los padres y madres, de sus hijos; y los ministros de los conventos, de sus religiosos.

Sin embargo, las tropas francesas no esperan a recibir ese documento para aplicar sus términos. A medida que las comisiones pacificadoras recorren las calles y los vecinos regresan a sus hogares o salen confiados de éstos, piquetes imperiales detienen a todo sospechoso de haber participado en los combates, o a quien encuentran con armas, sean navajas, tijeras o agujas de coser sacos. Son así apresadas personas que nada han tenido que ver con la insurrección, como es el caso del cirujano y practicante Ángel de Ribacova, detenido por llevar encima los bisturís de su estuche de cirugía. También apresan los franceses, por una lima, al cerrajero Bernardino Gómez; al criado del convento de la Merced Domingo Méndez Valador, por un cortaplumas; al zapatero de diecinueve años José Peña, por una chaveta de cortar suela; y al arriero Claudio de la Morena, por una aguja de enjalmar sacos que lleva clavada en la montera. Los cinco serán fusilados en el acto: Ribacova, De la Morena y Méndez en el Prado, Gómez en el Buen Suceso, y Peña en la cuesta del Buen Retiro.

Lo mismo ocurre con Felipe Llorente y Cárdenas, un cordobés de veintitrés años, de buena familia, que vino hace unos días a Madrid con su hermano Juan para participar en los actos de homenaje a Fernando VII por su exaltación al trono. Esta mañana, sin comprometerse a fondo en ningún combate, ambos hermanos han ido de un sitio para otro, participando de la algarada más como testigos que como actores. Ahora, sosegada la ciudad, al pasar por el arco de la plaza Mayor que da a la calle de Toledo se ven detenidos por un piquete francés; pero mientras Juan Llorente logra eludir a los imperiales, metiéndose en un portal cercano, Felipe es detenido al hallársele una pequeña navaja en el bolsillo. Su hermano no volverá a saber nunca de él. Sólo días más tarde, entre los despojos recogidos por los frailes de San Jerónimo a los fusilados en el Retiro y el Prado, la familia de Felipe Llorente podrá identificar su frac y sus zapatos.

Algunos, pese a todo, logran salvarse. Y no faltan actos de piedad por parte francesa. Es el caso de los siete hombres atados que unos dragones conducen por Antón Martín, a los que un caballero bien vestido consigue liberar convenciendo al teniente que manda el destacamento. O el de los casi cuarenta paisanos a los que una de las comisiones pacificadoras -la encabezada por el ministro O’Farril y el general Harispe- encuentra en la calle de Alcalá, junto al palacio del marqués de Valdecarzana, cercados como ovejas y a punto de ser conducidos al Buen Retiro. La presencia del ministro español y el jefe francés logra convencer al oficial de la fuerza imperial.

– Váyanse de aquí -dice O’Farril a uno de ellos en voz baja- antes de que estos señores se arrepientan.

– ¿Llama señores a estos bárbaros?

– No abuse de su paciencia, buen hombre. Ni de la mía.

Otro afortunado que salva la vida en última instancia es Domingo Rodríguez Carvajal, criado de Pierre Bellocq, secretario intérprete de la embajada de Francia. Tras haberse batido en la puerta del Sol, donde unos amigos lo recogieron con una herida de bala, un sablazo en un hombro y otro que se le ha llevado tres dedos de la mano izquierda, a Rodríguez Carvajal lo conducen a casa de su amo, en el número 32 de la calle Montera. Allí, mientras al herido lo atiende el cirujano de la diputación del Carmen don Gregorio de la Presa -la bala no puede extraerse, y Rodríguez Carvajal la llevará dentro el resto de su vida-, el propio monsieur Bellocq, poniendo una bandera en la puerta, recurrirá a su condición diplomática para impedir que los soldados franceses detengan al sirviente.

Pocos gozan hoy de esa protección. Guiados por delatores, a veces vecinos que desean congraciarse con los vencedores o tienen cuentas pendientes, los franceses entran en las casas, las saquean y se llevan a quienes se refugiaron en ellas después de la lucha, sin distinción entre sanos y heridos. Eso le ocurre a Pedro Segundo Iglesias López, un zapatero de treinta años que, tras salir de su casa de la calle del Olivar con un sable y haber matado a un francés, al volver en busca de su madre anciana es denunciado por un vecino y detenido por los franceses. También a Cosme Martínez del Corral, que logró evadirse del parque de artillería, van a buscarlo a su casa de la calle del Príncipe y lo conducen a San Felipe, sin darle tiempo a desprenderse de los 7.250 reales en cédulas que lleva en los bolsillos. Siguen llenándose de ese modo los depósitos de prisioneros establecidos en las covachuelas de San Felipe, en la puerta de Atocha, en el Buen Retiro, en los cuarteles de la puerta de Santa Bárbara, Conde-Duque y Prado Nuevo, y en la residencia misma de Murat, mientras una comisión mixta, formada por parte francesa por el general Emmanuel Grouchy y por la española por el teniente general José de Sexti, se dispone a juzgar sumariamente y sin audiencia a los presos, en virtud de bandos y proclamas que la mayor parte de éstos ni siquiera conoce.

Muchos franceses, además, actúan por iniciativa propia. Piquetes, retenes, rondas y centinelas no se limitan a registrar, detener y enviar presos a los depósitos, sino que se toman la justicia en caliente y por su mano, roban y matan. En la puerta de Atocha, el cabrero Juan Fernández se considera afortunado porque los franceses lo dejan ir después de quitarle sus treinta cabras, dos borricos, cuanto dinero lleva encima, la ropa y las mantas. Alentados por la pasividad de sus jefes, y a veces incitados por ellos, suboficiales, caporales y simples soldados se convierten en fiscales, jueces y verdugos. Las ejecuciones espontáneas se multiplican ahora en la impunidad de la victoria, teniendo por escenario las afueras en la Casa de Campo, las orillas del Manzanares, las puertas de Segovia y Santa Bárbara y las alcantarillas de Atocha y Leganitos, pero también en el interior de la ciudad. Son numerosos los madrileños que mueren así, cuando el eco de las voces de «paz, paz, todo está compuesto» aún no se extingue en las calles. Caen de ese modo, fusilados o malheridos en esquinas, callejones y zaguanes, tanto paisanos que se batieron, como inocentes que sólo asoman a la puerta o pasan por allí. Es el caso, entre muchos, de Facundo Rodríguez Sáez, guarnicionero, a quien los franceses hacen arrodillarse y fusilan ante la casa donde trabaja, número 13 de la calle de Alcalá; del sirviente Manuel Suárez Villamil, que yendo con un recado de su amo, el gobernador de la Sala de Alcaldes don Adrián Martínez, es apresado por unos soldados que le rompen las costillas a culatazos; del grabador suizo casado con una española Pedro Chaponier, maltratado y muerto por una patrulla en la calle de la Montera; del empleado de Reales Caballerizas Manuel Peláez, a quien dos amigos suyos, el sastre Juan Antonio Álvarez y el cocinero Pedro Pérez, que lo buscan por encargo de su esposa, encuentran tendido boca abajo y con la parte posterior del cráneo destrozada, cerca del Buen Suceso; del trajinero Andrés Martínez, septuagenario que, ajeno por completo al motín, es asesinado con su compañero Francisco Ponce de León al encontrarles una navaja los centinelas de la puerta de Atocha, cuando ambos vienen de Vallecas trayendo una carga de vino; y del arriero Eusebio José Martínez Picazo, a quien roban los franceses su recua de mulos antes de pegarle un tiro en las tapias de Jesús Nazareno.