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Algunos de los que han combatido y se fían de las proclamas de la comisión pacificadora pagan esa confianza con la vida. Eso ocurre al agente de negocios Pedro González Álvarez, que tras formar parte del grupo que se batió en el paseo del Prado y el jardín Botánico fue a refugiarse en el convento de los Capuchinos. Ahora, convencido por los frailes de que se han publicado las paces, sale a la calle, es cacheado por un piquete francés, y al encontrarle una pistola pequeña en la levita, lo desvalijan, desnudan y fusilan sin más trámite en la cuesta del Buen Retiro. También es la hora del saqueo. Dueños los vencedores de las calles, señalados los lugares desde donde se les hizo fuego o codiciosos de los bienes de propietarios acomodados, los imperiales disparan contra quien les apetece, derriban puertas, entran a mansalva en donde pueden, roban, maltratan y matan. En la calle de Alcalá, la intervención de oficiales franceses alojados en los palacios del marqués de Villamejor y del conde de Talara impide que sus soldados saqueen estos edificios; pero nadie frena a la turba de mamelucos y soldados que a pocos pasos de allí asalta el palacio del marqués de Villescas. Ausente el dueño de la casa, sin nadie que imponga respeto a los desvalijadores, invaden éstos el recinto con el pretexto de que por la mañana se les hizo fuego; y mientras unos destrozan las habitaciones y se apoderan de cuanto pueden, otros sacan a rastras al mayordomo José Peligro, a su hijo el cerrajero José Peligro Hugart, al portero -un antiguo soldado inválido llamado José Espejo- y al capellán de la familia. La mediación de un coronel francés salva la vida al capellán; pero el mayordomo, su hijo y el portero son asesinados a tiros y sablazos en la puerta misma, ante los ojos espantados de los vecinos que miran desde ventanas y balcones. Entre los testigos que darán fe de la escena se cuenta el impresor Dionisio Almagro, vecino de la calle de las Huertas, quien sorprendido por el tumulto se refugió en casa de su pariente el funcionario de policía Gregorio Zambrano Asensio, que hace mes y medio trabajaba para Godoy, antes de tres meses trabajará para el rey José, y dentro de seis años perseguirá liberales por cuenta de Fernando VII.

– Quien la hace, la paga -comenta Zambrano, a resguardo tras las cortinas del mirador.

El mismo drama se repite en otros lugares, desde palacios de la nobleza hasta casas de mercaderes ricos o viviendas humildes que se saquean e incendian. Sobre las cinco de la tarde, el alférez de fragata Manuel María Esquivel, que por la mañana logró retirarse al cuartel desde la casa de Correos con su pelotón de granaderos de Marina, se presenta ante el capitán general de Madrid, don Francisco Javier Negrete, para recibir el santo y seña de la noche. Allí lo hacen entrar en el despacho del general, y éste le ordena que tome veinte soldados y acuda a proteger la casa del duque de Híjar, que está siendo saqueada por los franceses.

– Por lo visto -explica Negrete-, cuando esta mañana salía el general Nosecuantos, que se alojaba allí, el portero le disparó un pistoletazo a bocajarro. El desgraciado no hizo blanco, pero mató un caballo. Así que lo arcabucearon sobre la marcha y marcaron la casa para luego… Ahora, según parece, quieren usar el pretexto para robar cuanto puedan.

Antes de que termine de hablar el capitán general, Esquivel ha advertido la enormidad de lo que le viene encima.

– Estoy a la orden de usía -responde, lo más sereno que puede-. Pero tenga en cuenta que si ellos persisten y no ceden a mis razones, tendré que valerme de la fuerza.

– ¿Ellos?

– Los franceses.

El otro lo mira en silencio, fruncido el ceño. Luego baja los ojos y se pone a manosear los papeles que tiene sobre la mesa.

– Usted lo que tiene que hacer es infundir respeto, alférez.

Esquivel traga saliva.

– Tal como están las cosas, mi general -apunta con suavidad-, hacerse respetar será difícil. No estoy seguro de que…

– Procure no comprometerse -lo interrumpe secamente el otro, sin apartar la vista de los papeles.

El sudor humedece el cuello de la casaca del oficial. No hay orden escrita ni nada que se le parezca. Veinte soldados y un alférez echados a los leones con una simple instrucción verbal.

– ¿Y si a pesar de todo me veo comprometido?

Negrete no despega los labios, sigue con los papeles y pone cara de dar por terminada la conversación. Esquivel intenta tragar saliva de nuevo, pero tiene la boca seca.

– ¿Puedo al menos municionar a mi tropa?

El capitán general de Madrid y Castilla la Nueva ni siquiera alza la cabeza.

– Retírese.

Media hora más tarde, al frente de veinte granaderos de Marina a los que ha ordenado calar bayonetas, cargar los fusiles y llevar veinte tiros en las cartucheras, el alférez Esquivel llega al palacio de Híjar, en la calle de Alcalá, y distribuye a sus hombres frente a la fachada. Según cuenta un aterrorizado mayordomo, los franceses se han ido tras saquear la planta baja, aunque amenazando con volver para ocuparse del resto. El mayordomo le muestra a Esquivel el cadáver del portero Ramón Pérez Villamil, de treinta y seis años, que yace en el patio, en un charco de sangre y con una servilleta puesta sobre la cara. También refiere el mayordomo que un repostero de la casa, Pedro Álvarez, que intervino con Pérez Villamil en el ataque al general francés, logró escapar hasta la calle de Cedaceros, donde quiso refugiarse en casa de un tapicero conocido suyo; pero al encontrar la puerta cerrada, abandonada la vivienda por haber muerto ante ella un dragón, fue preso y llevado entre golpes al Prado. Varios chicuelos de la calle, que fueron detrás, lo han visto fusilar junto con otros.

– ¡Vuelven los franceses, mi alférez!… ¡Hay varios en la puerta!

Esquivel acude como un rayo. Al otro lado de la calle se ha congregado una docena de soldados imperiales, que rondan con malas intenciones. No hay oficiales entre ellos.

– Que nadie se mueva sin órdenes mías. Pero no les quitéis ojo.

Los franceses permanecen allí un buen rato, sentados a la sombra, sin decidirse a cruzar la calle. La disciplinada presencia de los granaderos de Marina, con sus imponentes uniformes azules y gorros altos de piel, parece disuadirlos de intentar nada. Al cabo, para alivio del alférez de fragata, terminan alejándose. El palacio del duque de Híjar seguirá a salvo durante las cinco horas siguientes, hasta que la fuerza de Esquivel sea relevada por un piquete del batallón francés de Westfalia.

Pocos sitios en Madrid gozan de la misma protección que la casa del duque de Híjar. El temor a represalias francesas hace que numerosos vecinos abandonen sus hogares. No hacerlo cuesta la vida al sastre Miguel Carrancho del Peral, antiguo soldado licenciado tras dieciocho años de servicio, a quien los franceses queman vivo en su casa de Puerta Cerrada. A punto está de costársela, también, al cerrajero asturiano Manuel Armayor, herido a primera hora en las descargas de Palacio. Cuando lo llevaban a su domicilio de la calle de Segovia, los acompañantes descubrieron los cuerpos de dos franceses muertos en la calle. No queriendo dejarlo allí aunque se desangraba por varias heridas, avisaron a su mujer, que bajó a toda prisa, con lo puesto; y así, escoltado el matrimonio por algunos vecinos y conocidos, buscó refugio en casa de un criado del príncipe de Anglona, en la Morería Vieja. Tan prudente medida acaba de salvar la vida del cerrajero. Encolerizados los franceses por sus camaradas muertos, interrogan a los vecinos, y uno delata a Manuel Armayor como combatiente de la jornada. Los soldados hunden la puerta y, al no hallarlo dentro, incendian el edificio.