Tras vigilar el traslado de Alonso -fallecerá poco después, en el hospital- Arango se acerca a echar un vistazo al teniente Jacinto Ruiz, a quien en ese momento colocan en una camilla. Ruiz, que hasta ahora no ha recibido más atención que un mal vendaje, está pálido por la pérdida de sangre. Su respiración entrecortada hace temer a Arango -ignora que el teniente de Voluntarios del Estado padece de asma- que haya una lesión mortal en los pulmones.
– Se lo llevan ahora, Ruiz -le dice Arango, inclinándose a su lado-. Se curará.
El otro lo mira aturdido, sin comprender.
– ¿Van a… fusilarme? -pregunta al fin, con voz desmayada.
– No diga barbaridades, hombre. Todo acabó.
– Morir desarmado… De rodillas -balbucea Ruiz, cuya piel sucia reluce de sudor-. Una ignominia… No es final para un soldado.
– Nadie va a fusilarle, créame. Nos han dado garantías.
La mano derecha del herido, asombrosamente vigorosa por un momento, se engarfía en un brazo de Arango.
– Fusilado no es… manera honrosa… de acabar.
Dos enfermeros se hacen cargo del teniente. Al levantar la camilla su cabeza cae a un lado, balanceándose al paso de quienes lo llevan. Arango lo mira alejarse, y luego echa un vistazo en torno. No tiene nada más que hacer allí -los civiles heridos están siendo llevados al convento de las Maravillas-, y las palabras de Jacinto Ruiz le producen singular desazón. Su experiencia de las últimas horas, el trato que se da a los paisanos y la enormidad de las bajas imperiales, lo preocupa. Arango sabe lo que puede esperarse de las garantías francesas y del poco vigor con que las autoridades españolas defienden a su gente. Todo dependerá, en última instancia, del capricho de Murat. Y no van a ser pundonorosos gentilhombres como el comandante Montholon los que detengan a su general en jefe, si éste decide dar amplio y sonado escarmiento. «Deberías poner tierra de por medio, Rafael», se dice con una punzada de alarma. De pronto, el recinto devastado del parque de artillería le parece una trampa de las que llevan derecho al cementerio.
Tomando su decisión, Arango va en busca del comandante imperial. Por el camino se compone la casaca, abrochándola para que adopte el aspecto más reglamentario posible. Una vez ante el francés, pide a través del intérprete licencia para ir a su casa.
– Sólo un momento, mi comandante. Para tranquilizar a mi familia.
Montholon se niega en redondo. Arango, traduce el intérprete, es su subordinado hasta nueva orden. Debe permanecer allí.
– ¿Soy prisionero, entonces?
– El señor comandante ha dicho subordinado, no prisionero.
– Pues dígale, por favor, que tengo un hermano mayor que me quiere como un padre. Que también el señor comandante tendrá familia, y compartirá mis sentimientos… Dígale que le doy mi palabra de honor de reintegrarme aquí inmediatamente.
Mientras el intérprete traduce, el comandante Montholon mantiene los ojos fijos en el oficial español. Pese a la diferencia de graduación, tienen casi la misma edad. Y es evidente que, aunque sus compatriotas han pagado un precio muy alto por tomar el parque, la tenacidad de la defensa tiene impresionado al francés. También el buen trato recibido de los militares españoles cuando fue capturado con sus oficiales -se imaginaba, ha dicho antes, degollado y descuartizado por el populacho- debe de influir en su ánimo.
– Pregunta el señor comandante si lo de su palabra de honor de regresar al parque de artillería lo dice en serio.
Arango -que no tiene la menor intención de cumplir su promesa- se cuadra con un taconazo marcial, sin apartar sus ojos de los de Montholon.
– Absolutamente.
«No lo he engañado», piensa con angustia, advirtiendo un destello incrédulo en la mirada del otro. Luego, desconcertado, observa que el francés sonríe antes de hablar en tono bajo y tranquilo.
– Dice el señor comandante que puede irse usted… Que comprende su situación y acepta su palabra.
– Familiale -corrige el otro, en su idioma.
– Que comprende su situación familiar -rectifica el intérprete-. Y acepta su palabra.
Arango, que debe hacer un esfuerzo para que el júbilo no le descomponga el gesto, respira hondo. Luego, sin saber qué hacer ni decir, extiende torpemente su mano. Tras un momento de duda, Montholon la estrecha con la suya.
– Dice el señor comandante que le desea mucha suerte -traduce el intérprete-. En casa de su hermano, o en donde sea.
De nuevo se aventura por las calles José Blanco White, después de pasar las últimas horas encerrado en su casa de la calle Silva. Camina prudente, atento a los centinelas franceses que vigilan plazas y avenidas. Hace un momento, tras acercarse a la puerta del Sol, tomada por un fuerte destacamento militar -cañones de a doce libras apuntan hacia las calles Mayor y Alcalá, y todas las tiendas y cafés están cerrados-, Blanco White se vio obligado a correr con otros curiosos cuando los soldados imperiales hicieron amago de abrir fuego para estorbar que se agruparan. Aprendida la lección, el sevillano se mete por el callejón que rodea la iglesia de San Luis y se aleja del lugar, apesadumbrado por cuanto ha visto: los muertos tirados en las calles, el temor en los pocos madrileños que salen en busca de noticias, y la omnipresencia francesa, amenazante y sombría.
José Blanco White es hombre atormentado, y a partir de hoy lo será más. Hasta hace poco, mientras las tropas francesas se aproximaban a Madrid, llegó a imaginar, como otros de ideas afines, una dulce liberación de las cadenas con las que una monarquía corrupta y una Iglesia todopoderosa maniatan al pueblo supersticioso e ignorante. Hoy ese sueño se desvanece, y Blanco White no sabe qué temer más de las fuerzas que ha visto chocar en las calles: las bayonetas napoleónicas o el cerril fanatismo de sus compatriotas. El sevillano sabe que Francia tiene entre sus partidarios a algunos de los más capaces e ilustres españoles, y que sólo la rancia educación de las clases media y alta, su necia indolencia y su desinterés por la cosa pública, impiden a éstas abrazar la causa de quien pretende borrar del mapa a los reyes viejos y a su turbio hijo Fernando. Sin embargo, en un Madrid desgarrado por la barbarie de unos y otros, la fina inteligencia de Blanco White sospecha que una oportunidad histórica acaba de perderse entre el fragor de las descargas francesas y los navajazos del pueblo inculto. Él mismo, hombre lúcido, ilustrado, más anglófilo que francófilo, en todo caso partidario de la razón libre y el progreso, se debate entre dos sentimientos que serán el drama amargo de su generación: unirse a los enemigos del papa, de la Inquisición y de la familia real más vil y despreciable de Europa, o seguir la simple y recta línea de conducta que, dejando aparte lo demás, permite a un hombre honrado elegir entre un ejército extranjero y sus compatriotas naturales.
Agitado por sus pensamientos, Blanco White se cruza en el postigo de San Martín con cuatro artilleros españoles que conducen a un hombre tendido sobre una escalera, cuyos extremos apoyan en los hombros. Al pasar cerca, la escalera se inclina a un lado y el sevillano descubre el rostro agonizante, pálido por el sufrimiento y la pérdida de sangre, de su paisano y conocido el capitán Luis Daoiz.
– ¿Cómo está? -pregunta.
– Muriéndose -responde un soldado.
Blanco White se queda boquiabierto e inmóvil, las manos en los bolsillos de la levita, incapaz de pronunciar palabra. Años más tarde, en una de sus famosas cartas escritas desde el exilio de Inglaterra, el sevillano rememorará su última visión de Daoiz: «El débil movimiento de su cuerpo y sus gemidos cuando la desigualdad del piso de la calle hacía que aumentaran sus dolores».
El teniente coronel de artillería Francisco Novella y Azábal, que se encuentra enfermo en su casa -es íntimo de Luis Daoiz, pero su dolencia le impidió acudir al parque de Monteleón-, también ha visto pasar, desde una ventana, el lúgubre y reducido cortejo que acompaña al amigo. La debilidad de Novella no le permite bajar, por lo que permanece en su habitación, atormentado por el dolor y la impotencia.