– Sortez!… ¡Afuega todos!
En un patio del palacio del Buen Retiro, el guardacoches del edificio, Félix Mangel Senén, de setenta años, entorna los ojos en la luz poniente y gris, bajo un cielo que de nuevo amenaza lluvia. Los franceses acaban de sacarlo a empujones de su improvisado calabozo, un almacén de la antigua fábrica de porcelana de la China donde ha pasado las últimas horas a oscuras, en compañía de otros detenidos. Mientras sus ojos se acostumbran a la claridad exterior, el guardacoches advierte que sacan también al cochero Pedro García y a los mozos de Reales Caballerizas Gregorio Martínez de la Torre, de cincuenta años, y Antonio Romero, de cuarenta y dos -los tres son subordinados suyos, y juntos se han batido contra los franceses hasta caer presos en la reja del Botánico-. Con ellos vienen el alfarero Antonio Colomo, trabajador de los tejares de la puerta de Alcalá, el comerciante José Doctor Cervantes y el amanuense Esteban Sobola. Todos están mugrientos, heridos o contusos, muy maltratados después de que los capturasen luchando o con armas escondidas. Los franceses se han ensañado con el alfarero Colomo, que por resistirse cuando fueron a buscarlo al tejar donde se escondía, vino lleno de golpes y ensangrentado. Apenas se tiene en pie, hasta el extremo de que deben sostenerlo sus compañeros.
– Allez!… Vite!
El modo en que los franceses aprestan los fusiles no deja lugar a dudas sobre la suerte que aguarda a los prisioneros. Al advertirlo, prorrumpen en ruegos y lamentos. Colomo cae al suelo, mientras Mangel y Martínez de la Torre, que retroceden hasta apoyar las espaldas en el muro, insultan con gruesos términos a los verdugos. De rodillas junto a Colomo, que mueve débilmente los labios rotos -está rezando en voz baja-, Antonio Romero pide misericordia con gritos desgarrados.
– ¡Tengo tres hijos pequeños!… ¡Voy a dejar una mujer viuda, una madre anciana y tres criaturas!
Impasibles, los imperiales siguen con sus preparativos. Resuenan las armas al amartillarse. El amanuense Sobola, que conoce el francés, se dirige en ese idioma al suboficial que manda el piquete, proclamando la inocencia de todos. Para su fortuna, el suboficial, un sargento joven y rubio, se queda mirándolo.
– Est-ce que vous parlez notre langue? -pregunta, sorprendido.
– Oui! -exclama el amanuense, con la elocuencia de la desesperación-. Je parle français, naturellement.!
El otro aún lo observa un poco más, pensativo. Luego, sin decir palabra, lo aparta del grupo y lo aleja a empujones, devolviéndolo al calabozo mientras los soldados levantan los fusiles y apuntan al resto. Mientras se lo llevan -logrará salir de allí al día siguiente, milagrosamente vivo-, Esteban Sobola escucha los últimos gritos de sus compañeros, interrumpidos por una descarga.
Anochece. Sentado en un poyo junto a la fuente de los Caños, envuelto en su capote y cubierto con una montera, el cerrajero Blas Molina Soriano se confunde con la oscuridad que empieza a adueñarse de las calles de Madrid. Lleva un rato inmóvil, el corazón oprimido por cuanto ha visto. Se retiró a este rincón de la plaza desierta después de que unos jinetes franceses dispersaran un pequeño grupo de vecinos que, con el irreductible cerrajero entre ellos, reclamaba libertad para una cuerda de presos conducidos por la calle del Tesoro hacia San Gil. Toda la tarde, desde que salió de su casa al volver del parque de artillería, Molina ha ido de un lado a otro, consumido por la desazón y la impotencia. Nadie lucha ya, ni se resiste. Madrid es una ciudad en tinieblas, estrangulada por las tropas enemigas. Quienes se aventuran por las calles para cambiar de refugio, volver a casa o indagar el paradero de amigos y familiares, lo hacen furtivamente, apresurando el paso en las sombras, expuestos a ser detenidos o recibir, sin previo aviso, el disparo de un centinela francés. Las únicas luces encendidas son las hogueras que los piquetes imperiales hacen en esquinas y plazas con muebles de las viviendas saqueadas. Y esa luz oscilante, rojiza y siniestra, ilumina bayonetas, piezas de artillería, muros acribillados a balazos, cristales rotos y cadáveres tirados por todas partes.
Blas Molina se estremece bajo el capote. De algunas casas brotan gritos y llantos, pues las familias se angustian por la suerte de los ausentes o se duelen con tanta muerte consumada o inevitable. De camino a esta parte de la ciudad, el cerrajero se ha cruzado con parientes de presos y desaparecidos. Procurando no formar grupos que susciten la ira de los franceses, esa pobre gente acude a Palacio o a los Consejos, reclamando mediaciones imposibles: hace rato que ministros y consejeros se han retirado a sus casas; y a los pocos que interceden ante las autoridades imperiales nadie los atiende. Descargas aisladas de fusilería siguen sonando en la noche, tanto para señalar nuevas ejecuciones como para mantener a los madrileños amedrentados y en sus casas. De camino a los Caños del Peral, Molina ha visto cuatro cadáveres recientes junto al convento de San Pascual y otros tres entre la fuente de Neptuno y San Jerónimo -según contó un vecino, venían de esquilar mulas en el Retiro y los franceses les hallaron encima las tijeras-, además de mucho muerto suelto que nadie recoge y diecinueve cuerpos cosidos a tiros en el patio del Buen Suceso, todos en montón y arrimados a un muro.
Considerando todo eso con extremo dolor, Blas Molina llora al fin, de rabia y de vergüenza. Tantos valientes, concluye. Tantos muertos en el parque de Monteleón y en otros lugares, para que todo acabe bajo el telón siniestro de la noche negra, las hogueras francesas de las que llegan risas y voces de borrachos, las descargas que sobrecogen el corazón de los madrileños que hace un rato luchaban, desafiando el peligro, por su libertad y por su rey.
«Juro vengarme», se dice, erguido de pronto en la oscuridad. «Juro que me vengaré de los franceses y de cuanto han hecho. De ellos y de los traidores que nos han dejado solos. Y que Dios me mate si desmayo.»
Blas Molina Soriano mantendrá el juramento. La Historia de los turbulentos tiempos futuros ha de registrar, también, su humilde nombre. Huido de Madrid para evitar represalias, vuelto después de la batalla de Bailén a fin de colaborar en la defensa de la ciudad, huido de nuevo tras la capitulación, el tenaz cerrajero acabará por unirse a las guerrillas. Finalizada la contienda, Molina escribirá un memorial -«Quedando abandonada mi mujer en total desamparo, para hacer yo el servicio de V.M y la Patria…»- solicitando del rey un modesto empleo en la Corte. Pero Fernando VII, regresado a España tras pasar la guerra en Bayona felicitando a Bonaparte por sus victorias, no responderá nunca.
9
El asturiano José María Queipo de Llano, vizconde de Matarrosa y futuro conde de Toreno, tiene veintidós años. Elegante, culto, de ideas avanzadas que en otro momento lo situarían más cerca de los franceses que de sus compatriotas, será con el tiempo uno de los constitucionalistas de Cádiz, exiliado liberal con el regreso de Fernando VII y autor de una fundamental Historia del levantamiento, guerra y revolución de España. Pero esta noche, en Madrid, el joven vizconde está lejos de imaginar todo eso; ni tampoco que dentro de veintiocho días se hará a la mar desde Gijón a bordo de un corsario inglés, con objeto de pedir ayuda en Londres para los españoles en armas.