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– No hemos podido salvar a Antonio Oviedo -dice abatido, dejándose caer en un sillón.

Los amigos en cuya casa acaba de entrar -los hermanos Miguel y Pepe de la Peña- se muestran desolados. Desde media tarde, en compañía de su primo el también asturiano Marcial Mon, José María Queipo de Llano ha estado recorriendo Madrid en procura de la liberación de un íntimo de todos ellos, Antonio Oviedo; que, sin haber intervenido en los enfrentamientos, fue apresado por los franceses al cruzar una calle, yendo desarmado y sin que mediara provocación por su parte.

– ¿Lo han fusilado? -pregunta Pepe de la Peña, lleno de angustia.

– A estas horas, seguro.

Queipo de Llano refiere a sus amigos lo ocurrido. Tras indagar el paradero de Antonio Oviedo, él y Mon averiguaron que lo habían llevado al Prado con otros presos, y que allí, pese a las promesas de Murat y a las afirmaciones de que todo estaba compuesto y terminado, se ejecutaba sin juicio ni procedimiento a revoltosos y a inocentes. Alarmados, los dos amigos fueron a casa de don Antonio Arias Mon, que además de gobernador del Consejo y miembro de la Junta de Gobierno es pariente del joven Marcial Mon y del propio Queipo de Llano.

– El pobre anciano, rendido de cansancio, estaba durmiendo la siesta… Confiaba, como todos, en que Murat mantendría su palabra. Y cuando logramos despertarlo y contarle lo que pasaba, no lo podía creer… ¡Tanto repugnaba a su honradez!

– ¿Y qué hizo?

– Lo que cualquier persona decente. Convencido al fin de que cuanto contábamos era cierto, se lamentó, diciendo: «¡Y yo, que de buena fe, he procurado quitar las armas al pueblo, empeñando mi palabra!». Luego nos dio de su puño y letra una orden para que se pusiera en libertad a Oviedo, estuviera donde estuviese. Corrimos con ella de un lado a otro, pasando entre franceses y más franceses…

– Que nos dieron buenos sustos -apunta Marcial Mon.

– El caso es que terminamos en la casa de Correos -prosigue Queipo de Llano-, donde manda por los nuestros el general Sexti. Aunque lo de manda es un decir.

– Conozco a Sexti -dice Miguel de la Peña-. Un italiano estirado y fatuo, al servicio de España.

– Pues mal paga ese miserable a su patria adoptiva. Con la mayor frialdad del mundo, miró la orden, se encogió de hombros y dijo muy seco: «Tendrán que entenderse ustedes con los franceses»… De nada sirvió que le recordáramos que él es responsable, con el general Grouchy, del tribunal militar. Para evitar reclamaciones, respondió, le entrega todos los presos al francés y se lava las manos.

– ¡El infame! -salta Pepe de la Peña.

– Eso mismo le dije, casi en esos términos, y me volvió la espalda. Aunque por un momento he temido que nos hiciera arrestar.

– ¿Y Grouchy?

– No quiso recibirnos. Un edecán suyo nos echó del modo más grosero del mundo, y es una suerte que nos hayan dejado salir sin otra violencia. Temo que a estas horas, el pobre Oviedo…

Los cuatro amigos se quedan en silencio. A través de las ventanas cerradas llega el ruido de una descarga lejana.

– Oigo pasos en la escalera -dice Miguel de la Peña.

Se alarman todos, pues nadie está seguro esta noche en Madrid. Decidiéndose por fin, Marcial Mon se dirige a la puerta, la abre y da un paso atrás, como si acabara de ver a un espectro.

– ¡Antonio!… ¡Es Antonio Oviedo!

Entre exclamaciones de alegría se precipitan todos sobre el amigo, que viene despeinado y pálido, con la ropa descompuesta. Llevado casi en brazos hasta un sofá, logra reponerse con una copa de aguardiente que le dan para que recobre el color y el habla. Después, Oviedo cuenta su historia: la de tantos madrileños que hoy se ven ante un pelotón de fusilamiento, con la venturosa diferencia de que, a punto de ser arcabuceado, debió la vida a la benevolencia de un oficial francés, que lo reconoció como cliente habitual de la Fontana de Oro.

– ¿Y los demás?

– Muertos… Todos muertos.

Con el horror en la mirada, absorto en la noche que oscurece la ciudad, Antonio Oviedo bebe de un trago el resto del aguardiente. Y el joven Queipo de Llano, que atiende a su amigo con tierna solicitud, advierte espantado que algunos de sus cabellos se han vuelto blancos.

En otros infelices, las impresiones de la jornada que acaban de vivir afectan también a su razón. Es el caso del zaragozano Joaquín Martínez Valente, cuyo hermano Francisco, de veintisiete años, abogado de los Reales Colegios, tenía en la puerta del Sol un comercio en sociedad con el tío de ambos, Jerónimo Martínez Mazpule. Cerrada la tienda durante todo el día y abierta al fin con las paces de la tarde, a última hora se presentaron en ella varios soldados franceses y un par de mamelucos. Pretextando que desde allí se les hizo fuego por la mañana, rodearon a tío y sobrino en la entrada del comercio. Logró escapar Martínez Mazpule, atrancando la puerta; pero no Francisco Martínez Valente, golpeado y arrastrado hasta el portal de la tienda vecina. Allí, pese a los esfuerzos de los dependientes para meterlo dentro y salvarlo, el abogado recibió un pistoletazo que le reventó la cabeza en presencia del hermano, que acudía en su auxilio. Ahora, perdida la razón por la impresión y el terror del bárbaro sacrificio, Joaquín Martínez Valente delira recluido en casa de su tío, lanzando alaridos que estremecen al vecindario. Morirá meses más tarde, loco, en el manicomio de Zaragoza.

Muchos son los desgraciados ajenos a la revuelta que siguen cayendo víctimas de represalias, pese a la publicación de las paces, o confiados en ellas. Fuera de las ejecuciones organizadas, que seguirán hasta el alba, esta noche son asesinados numerosos madrileños por asomarse a balcones y portales, tener luz encendida en una ventana o hallarse a tiro de los fusiles franceses. Recibe así un balazo junto al río Manzanares, cuando regresa en la oscuridad con sus ovejas, el pastor de dieciocho años Antonio Escobar Fernández; y un centinela francés abate de un tiro a la viuda María Vals de Villanueva cuando ésta se dirige al domicilio de su hija, en el número 13 de la calle Bordadores. Los tiroteos esporádicos de la soldadesca borracha, provocadora o vengativa, también matan a inocentes dentro de sus casas. Es el caso de Josefa García, de cuarenta años, a quien una bala hiere de muerte al pararse junto a una ventana iluminada, en la calle del Almendro. Lo mismo les ocurre a María Raimunda Fernández de Quintana, mujer del ayuda de cámara de Palacio Cayetano Obregón, que aguarda en un balcón el regreso de su marido, y a Isabel Osorio Sánchez, que recibe un tiro cuando riega las macetas en su casa de la calle del Rosario. Mueren también, en la calle de Leganitos, el niño de doce años Antonio Fernández Menchirón y sus vecinas Catalina González de Aliaga y Bernarda de la Huelga; en la calle de Torija, la viuda Mariana de Rojas y Pineda; en la calle del Molino de Viento, la viuda Manuela Diestro Nublada; y en la calle del Soldado, Teresa Rodríguez Palacios, de treinta y ocho años, mientras enciende un quinqué. En la calle de Toledo, cuando el comerciante de lencería Francisco López se dispone a cenar con su familia, una descarga resuena contra los muros, rompe los vidrios de una ventana, y lo mata una bala.

Sobre las diez de la noche, mientras la gente aún muere en sus casas y cuerdas de presos son encaminadas hacia los lugares de ejecución, el infante don Antonio, presidente de la Junta de Gobierno, que ha escrito al duque de Berg para interceder por la vida de algunos de los sentenciados, recibe la siguiente nota firmada por Joachim Murat: