– Se han movido -susurra Iglesias.
– No digas tonterías.
– Es verdad. Algo se ha movido entre esos muertos.
Con cautela, el corazón en un puño, los dos mozos de hospital se acercan a los cadáveres, iluminándolos con el farol en alto. Quedan catorce: ojos vidriosos, bocas entreabiertas y manos crispadas, en las diferentes posturas en que los sorprendió la muerte o los dejaron, cuando todavía estaban calientes, los franceses que hicieron en ellos el último despojo después de asesinarlos.
– Tienes razón -cuchichea Navas, aterrado-. Algo se mueve ahí.
Al acercar más el farol, un gemido levísimo, apagado, que procede de otro mundo, estremece a los mozos, que retroceden sobresaltados. Una mano, rebozada de sangre parda, acaba de alzarse débilmente entre los cadáveres.
– Ése está vivo.
– Imposible.
– Míralo… Está vivo -Iglesias toca la mano-. Aún tiene pulso.
– ¡Virgen santísima!
Apartando los cuerpos rígidos y fríos, los mozos de hospital liberan al que aún alienta. Se trata del impresor Cosme Martínez del Corral, que lleva ocho horas allí, dejado por muerto tras recibir cuatro balazos y robársele, con sus ropas, los 7.250 reales en cédulas que llevaba consigo. Lo sacan del montón como a un espectro, desnudo y cubierto con una costra de sangre seca, propia y ajena, que lo cubre de la cabeza a los pies. Llevado arriba con toda urgencia, el cirujano Diego Rodríguez del Pino conseguirá reanimarlo, obteniendo su curación completa. Durante el resto de su vida, que pasará en Madrid, vecinos y conocidos tratarán con respeto casi supersticioso a Martínez del Corraclass="underline" el hombre que, en la jornada del Dos de Mayo, peleó con los franceses, fue fusilado y regresó de entre los muertos.
El soldado de Voluntarios del Estado Manuel García camina por la calle de la Flor con las manos atadas a la espalda, entre un piquete francés. La llovizna que poco antes de la medianoche empieza a caer del cielo negro moja su uniforme y su cabeza descubierta. Después de batirse en el parque de artillería, donde atendió uno de los cañones, García se retiró al cuartel de Mejorada con el capitán Goicoechea y el resto de compañeros. Por la tarde, al propagarse el rumor de que también los militares que lucharon en Monteleón iban a ser pasados por las armas, García se marchó del cuartel en compañía del cadete Pacheco, el padre de éste y un par de soldados más. Fue a esconderse a su casa, donde su madre viuda lo aguardaba llena de angustia. Pero varios vecinos lo vieron llegar cansado y roto de la refriega, y alguno lo denunció. Los franceses han ido a buscarlo, tirando abajo la puerta ante el espanto de la madre, para llevárselo sin miramientos.
– ¡Más gápido!… Allez!…. ¡Camina más gápido!
Empujándolo con los fusiles, los franceses meten al soldado en el cuartel en construcción del Prado Nuevo -más tarde se conocerá como de los Polacos-, en cuyo patio, a la luz de antorchas que chisporrotean bajo la llovizna, descubre a un grupo de presos atados entre bayonetas, a la intemperie. Los guardias ponen a García con ellos, que están tumbados en el suelo o sentados, mojadas las ropas, maltrechos de golpes y vejaciones. De vez en cuando los franceses cogen a uno, lo llevan a un ángulo del patio, y allí lo registran, interrogan y apalean sin piedad. No cesan los gritos, que estremecen a quienes aguardan turno. Entre los detenidos, a la luz indecisa de las antorchas, García reconoce a un paisano de los que estaban en Monteleón. Así lo confirma el otro, el chispero del Barquillo Juan Suárez, capturado por una patrulla de cazadores de Baygorri cuando huía tras la entrada de los franceses.
– ¿Qué van a hacer con nosotros? -pregunta el soldado.
El paisano, que está sentado en el suelo y apoya su espalda en la de otro preso, hace un gesto de ignorancia.
– Puede que nos fusilen, y puede que no. Aquí cada uno dice una cosa diferente… Hablan de diezmarnos: como somos muchos, a lo mejor fusilan a uno de cada tantos, o así. Aunque otros dicen que van a matarnos a todos.
– ¿Lo consentirán nuestras autoridades?
El chispero contempla al soldado como si éste fuera tonto. La cara de Suárez, barbuda, sucia y mojada, brilla grasienta a la luz de las antorchas. García observa que tiene los labios agrietados por los golpes y la sed.
– Mira alrededor, compañero. ¿Qué ves?… Gente del pueblo. Pobres diablos como tú y como yo. Ni un oficial detenido, ni un comerciante rico, ni un marqués. A ninguno de ésos he visto luchando en las calles. ¿Y quiénes nos mandaban en Monteleón?… Dos simples capitanes. Hemos dado la cara los pobres, como siempre. Los que nada teníamos que perder, salvo nuestras familias, el poco pan que ganamos y la vergüenza… Y ahora pagaremos los mismos, los que pagamos siempre. Te lo digo yo. Con una madre de sesenta y cuatro años, mujer y tres hijos… Vaya si te lo digo yo.
– Soy militar -protesta García-. Mis oficiales me sacarán de aquí. Es su obligación.
Suárez se vuelve hacia el preso que está a su espalda, escuchándolos -el banderillero Gabriel López-, y cambia con él una mueca burlona. Después se ríe amargo, sin ganas.
– ¿Tus oficiales?… Ésos están calentitos en sus cuarteles, esperando que escampe. Te han dejado tirado, como a mí. Como a todos.
– Pero la patria…
– No digas tonterías, hombre. ¿De qué hablas?… Mírate y mírame. Fíjate en todos estos simples, que se echaron a la calle como nosotros. Acuérdate de la hombrada que hemos hecho en Monteleón. Y ya ves: nadie movió un dedo… ¡Maldito lo que le importamos a la patria!
– ¿Por qué saliste a luchar, entonces?
El otro inclina un poco el rostro, pensativo, las gotas de lluvia corriéndole por la cara.
– Pues no sé, la verdad -concluye-. A lo mejor no me gusta que los mosiús me confundan con uno de esos traidores que les chupan las botas… No permito que se meen en mi cara.
Manuel García señala con el mentón a los centinelas franceses.
– Pues éstos nos van a mear, y bien.
Una mueca lobuna, desesperada y feroz, descubre los dientes de Suárez.
– Éstos, puede ser -replica-. Pero los que dejamos destripados allá arriba, en el parque… De ésos te aseguro que ni uno.
Mientras Juan Suárez y el soldado Manuel García esperan en el patio del cuartel del Prado Nuevo, una cuerda de presos tirita bajo la llovizna en la parte nordeste de la ciudad. Se trata de paisanos apresados en el parque de artillería y otros lugares de Madrid: treinta hombres empapados y exhaustos que no han probado alimentos ni agua desde el combate de Monteleón. Ahora, tras haber sido llevados de las caballerizas del parque a los tejares de la puerta de Fuencarral, llegan al campamento de Chamartín. Rodeados de bayonetas, insultos y golpes de los franceses que salen de sus tiendas de campaña para mirarlos, cruzan el recinto militar y se detienen en la penumbra de una explanada, a la luz brumosa de dos antorchas clavadas en tierra.
– ¿Qué van a hacer con nosotros? -pregunta el sangrador Jerónimo Moraza.
– Degollarnos a todos -responde Cosme de Mora, con fría resignación.
– Lo habrían hecho antes, en los tejares.
– Tienen toda la noche por delante… Querrán divertirse un poco, mientras tanto.
– Taisez-vous! -grita un centinela francés.
Los prisioneros cierran la boca. De Mora y Moraza son dos de los seis supervivientes de la partida del almacenista de carbón. Los otros los acompañan maniatados: el carpintero Pedro Navarro, Félix Tordesillas, Francisco Mata y Rafael Rodríguez. Se agrupan con los demás presos a manera de rebaño asustado, queriendo protegerse cada uno entre los demás, mientras un oficial francés con un farol en la mano se acerca y los mira detenidamente, contándolos despacio. Cada vez, al llegar a diez, da una orden a los soldados, que sacan a un hombre del grupo. Apartan de ese modo al cerrajero Bernardo Morales, al arriero leonés Rafael Canedo y al dependiente de Rentas Reales Juan Antonio Martínez del Álamo.