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– ¿Eso es lo que manda Dios, cuga?… ¿Degamag sangue?

– Sí que lo manda -respondió el sacerdote-. Para enviaros a todos al infierno.

El francés lo estuvo mirando un poco más, despectivo y arrogante, ignorando la paradoja de su propio destino. Dentro de siete años será Joachim Murat quien, con mala memoria y peor decoro, derrame lágrimas en Pizzo, Nápoles, cuando lo sentencien a morir fusilado. Sin embargo, el lugarteniente del Emperador en España no ha sabido ver esta tarde, ante él, más que a un cura despreciable de sotana sucia y rota, con huellas de culatazos en la cara y un brillo fanático, pese a todo, en los ojos enrojecidos de sufrimiento y cansancio. Vulgar carne de paredón.

– Lo dice el Evangelio, ¿no, cuga?… El que a hiego mata, a hiego muere. Así que te vamos a fusilag.

– Pues que Dios te perdone, francés. Porque yo no pienso hacerlo.

Ahora, bajo la lluvia que arrecia, don Francisco Gallego y los demás llegan a las huertas de Leganitos y el cuartel del Prado Nuevo. Allí permanecen largo rato en la puerta, mojándose y temblando de frío, mientras los franceses reúnen dentro otra cuerda de presos. Salen en ella los albañiles Fernando Madrid, Domingo Méndez, José Amador, Manuel Rubio, Antonio Zambrano y José Reyes, capturados por la mañana en la iglesia de Santiago. También vienen maniatados y medio desnudos el mercero José Lonet, el oficial jubilado de embajadas Miguel Gómez Morales, el banderillero Gabriel López y el soldado de Voluntarios del Estado Manuel García, a quien antes de salir despojan los guardias de las botas, el cinturón y la casaca del uniforme. Una vez fuera del cuartel, el oficial francés que manda la escolta cuenta los prisioneros a la luz de un farol. Disconforme con el número, dirige unas palabras a los soldados, que entran en el edificio y a poco regresan con cuatro hombres más: el platero de Atocha Julián Tejedor, el guarnicionero de la plazuela de Matute Lorenzo Domínguez, el jornalero Manuel Antolín Ferrer y el chispero Juan Suárez. Puestos con los otros, el oficial da una orden y el triste grupo prosigue la marcha hacia unas tapias que están muy cerca, entre la cuesta de San Vicente y la alcantarilla de Leganitos. Son las tapias de la montaña del Príncipe Pío.

Esta misma noche, mientras el sacerdote don Francisco Gallego camina con la cuerda de presos, sus superiores eclesiásticos preparan documentos marcando distancias respecto a los incidentes del día. Más adelante, sobre todo después de la derrota francesa en Bailén, la evolución de los acontecimientos y la insurrección general llevarán al episcopado español a adaptarse a las nuevas circunstancias; aunque, pese a todo, diecinueve obispos serán acusados, al final de la guerra, de colaborar con el Gobierno intruso. En todo caso, la opinión oficial de la Iglesia sobre la jornada que hoy concluye se reflejará, elocuente, en la pastoral escrita por el Consejo de la Inquisición:

El alboroto escandaloso del bajo pueblo contra las tropas del Emperador de los franceses hace necesaria la vigilancia más activa y esmerada de las autoridades… Semejantes movimientos tumultuarios, lejos de producir los efectos propios del amor y la lealtad bien dirigidos, sólo sirven para poner la Patria en convulsión, rompiendo los vínculos de subordinación en que está afianzada la salud de los pueblos.

Pero entre todas las cartas y documentos escritos por las autoridades eclesiásticas en torno a los sucesos de Madrid, la pastoral de don Marcos Caballero, obispo de Guadix, será la más elocuente. En ella, tras aprobar el castigo «justamente merecido por los desobedientes y revoltosos», Su Ilustrísima previene:

Tan detestable y pernicioso ejemplo no debe repetirse en España. No permita Dios que el horrible caos de la confusión y el desorden vuelva a manifestarse… La recta razón conoce y ve muy a las claras la horrenda y monstruosa deformidad del tumulto, sedición o alboroto del ciego y necio vulgo.

Leandro Fernández de Moratín no ha salido de su casa de la calle Fuencarral. Se vistió por la mañana con desaliño y miedo, pues no quería que las turbas -a las que temía ver en su escalera, capitaneadas por la cabrera tuerta- lo arrastrasen por las calles en pantuflas y bata. Y así continúa esta noche, despeinado y sin afeitar, intacta la cena que le sirvió su vieja criada. El dramaturgo ha pasado las últimas horas sin moverse de la mecedora, desasosegado, unas veces intentando trabajar ante el papel en blanco mientras la tinta se secaba en el cañón de la pluma, otras con un libro abierto cuyas líneas era incapaz de leer. Todo el día fue un ir y venir al balcón, el alma en la boca, esperando noticias de los amigos, pero sólo el abate Juan Antonio Melón, su íntimo, acudió a visitarlo. La soledad y zozobra de Moratín se han visto acentuadas por el pavor ante los disparos, los gritos de paisanos exaltados, el ruido de la caballería francesa recorriendo las calles. En el corto tiempo que pasaron juntos, Melón quiso tranquilizarlo, contándole cómo los franceses reprimían los disturbios y la Junta de Gobierno publicaba las paces. Ahora, devuelto a la incertidumbre, con la noche asomada a los cristales del mirador como negra amenaza, Moratín no sabe qué pensar. Distanciado de las clases populares pese a su éxito teatral, detesta por educación y timidez la violencia ignorante, desaforada, de las clases bajas cuando se desmandan; pero al mismo tiempo se siente patriota sincero, y la escopetada francesa y las muertes de paisanos indefensos repugnan a sus sentimientos de español ilustrado.

«Infeliz, cruel, amada y odiosa patria», se dice con amargura. Después cierra de golpe el libro, vuelve a medir el salón con pasos inciertos, atiende un momento junto al balcón y va a apoyarse en el aparador, la mirada perdida en los volúmenes que cubren la pared frontera. Siente que la jornada que hoy termina le da la razón. No encuentra en su conciencia de artista, en sus ideas que siempre tuvieron como referente el otro lado de los Pirineos, otra senda que la sumisión a Francia: el poder incontestable, sin remedio ni vuelta atrás. No subirse a ese carro triunfal significa, para el dramaturgo y para los que sienten como él -afrancesados, tan execrados por el populacho-, quedar al margen de la Historia, del Arte y del Progreso. Ésa es la causa de que Moratín, pese a la turbación que le producen las descargas sueltas que suenan en la distancia, oponga al dolor del corazón el bálsamo de la razón, aliviada por el hecho de que, brutal y objetivamente, tales escopetazos ponen las cosas en su sitio. Ese doble sentimiento imposible de conciliar explicará que, en los tiempos que están por venir, el más brillante literato de España ponga su talento al servicio de Murat y el futuro rey José, y adule a éstos y a Napoleón como hizo antaño con Carlos IV y con Godoy. Del mismo modo que más adelante, tras emprender el camino triste del exilio con las derrotadas tropas francesas -únicas garantes de su vida-, adulará tanto la Constitución de Cádiz como a Fernando VII, buscando una rehabilitación imposible. Y veinte años después de esta noche aciaga, Moratín morirá en París amargado y estéril, atormentado por haber traicionado a una nación a la que dio su obra literaria, pero a la que no supo, ni quiso, acompañar en el sacrificio. Al cabo, muchos años más tarde, uno de sus biógrafos hará un resumen de su carácter que podría servirle de epitafio: «Si cambió de parecer, es porque nunca lo tuvo».