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La lluvia salpica por todas partes en la oscuridad. Son las cuatro de la mañana y aún es noche cerrada. Frente al cuartel del Prado Nuevo, en un descampado de la montaña del Príncipe Pío, dos faroles puestos en el suelo iluminan, en penumbra y a contraluz, un grupo numeroso de siluetas agrupadas junto a un talud de tierra y una tapia: cuarenta y cuatro hombres maniatados solos, por parejas o en reatas de cuatro o cinco ligados a una misma cuerda. Con ellos, entre el soldado de Voluntarios del Estado Manuel García y el banderillero Gabriel López, el chispero Juan Suárez observa con recelo el pelotón de soldados franceses formados en tres filas. Son marinos de la Guardia, ha dicho García, que por su oficio conoce los uniformes. Cubiertos con chacós sin visera, los franceses llevan al cinto sables de tiros largos y protegen de la lluvia las llaves de sus fusiles. La luz de los fanales hace brillar los capotes grises, relucientes de agua.

– ¿Qué pasa? -pregunta Gabriel López, espantado.

– Pasa que se acabó -murmura, lúcido, el soldado Manuel García.

Muchos advierten lo que está a punto de ocurrir y caen de rodillas, suplicando, maldiciendo o rezando. Otros levantan en alto sus manos atadas, apelando a la piedad de los franceses. Entre el clamor de ruegos e imprecaciones, Juan Suárez escucha a uno de los presos -el único sacerdote que hay entre ellos- rezar en voz alta el Confiteor, coreado por algunas voces trémulas. Otros, menos resignados, se revuelven en sus ataduras e intentan acometer a los verdugos.

– ¡Hijos de puta!… ¡Gabachos hijos de puta!

Algunos guardianes apartan a presos, empujándolos con las bayonetas contra el talud y la tapia. Otros, nerviosos por el griterío, empiezan a disparar a los más agitados. Resuenan descargas aquí y allá, y los fogonazos iluminan rostros airados, expresiones desencajadas de pánico o de odio. Comienzan a caer los hombres, sueltos o en confuso montón. Suena una orden francesa, y la primera fila de soldados con capotes grises levanta a un tiempo los fusiles, apunta, y una descarga cerrada abate al primer grupo puesto ante la tapia.

– ¡Nos matan!… ¡A ellos!… ¡A ellos!

Algunos desesperados, muy pocos, se lanzan contra las bayonetas francesas. Hay quien ha roto sus ligaduras y alza los brazos desafiantes, avanza unos pasos o intenta huir. A golpes de bayoneta y culatazos, los guardianes empujan a otro grupo, y los presos avanzan a ciegas, despavoridos, pisoteando cuerpos. En un instante, la segunda fila de capotes grises releva a la primera, resuena otra orden, y un nuevo rosario de tiros, cuyo resplandor se fragmenta y multiplica en las ráfagas de lluvia, salpica la escena. Caen más hombres en montón, segados de golpe gritos, insultos y súplicas. Ahora los franceses retroceden un poco para dejarse mayor espacio, y resuena el estampido de una tercera descarga, cuyos fogonazos se reflejan, rojos, en los regueros de sangre que corren sobre los cuerpos caídos, mezclándose con el agua del suelo. Amarrado a Manuel García y a Gabriel López, Juan Suárez, que se ha visto empujado contra el talud y obligado a arrodillarse a golpes de culata y pinchazos de bayoneta, tropieza con los muertos y agonizantes, resbala en el barro y la sangre. Entre la lluvia que le corre por la cara, mira aturdido las siluetas grises que encaran de nuevo los fusiles, apuntándole. Tiembla de frío y de miedo.

– Feu!

El rosario de fogonazos lo deslumbra, y siente el plomo golpear a su espalda en la tierra, chascar en la carne de los hombres que tiene alrededor. Se revuelve con un espasmo angustiado, intentando hurtar el cuerpo, y de pronto siente las manos libres, como si al caer sus compañeros quedase rota la atadura por un tirón o una bala. Lo cierto es que se mantiene sobre sus piernas, ofuscado y lleno de terror tras la descarga, entre otros que siguen de pie o arrodillados y gritan, se agrupan o caen heridos, muertos. Un ramalazo confuso y desesperado recorre el cuerpo del chispero, haciéndolo retroceder de espaldas hasta dar en el talud. Allí, tras mirar incrédulo sus muñecas libres, llevado por súbita resolución, aparta a manotadas a los hombres que aún lo rodean, y pisoteando cadáveres y moribundos, lodo y sangre, corre despavorido hacia la oscuridad. Pasa así, veloz y afortunado, entre sombras amigas o enemigas, manos que intentan retenerlo, voces, fogonazos de tiros que lo rozan a quemarropa. Al fin, disparos y gritos quedan atrás. La noche se torna tinieblas, agua negra, chapoteo de barro bajo los pies que siguen corriendo con la desesperación del instinto que a ellos fía la vida. Desaparece de pronto el suelo, rueda Suárez por la cuesta de una hondonada y llega magullado, sin aliento, hasta una tapia alta. De nuevo oye voces de franceses que corren detrás y le dan alcance.

– Arrête, salaud!… Viens ici!

Suenan más tiros y un par de balazos zumban cerca. Salta el chispero con un gemido de angustia, se agarra a lo alto de la tapia y trepa como puede, resbalando en la pared mojada. Sus perseguidores están allí mismo, queriendo agarrarlo por las piernas; pero él se desembaraza pataleando. Y aunque siente los golpes de un sable hiriéndolo en un muslo, un hombro y la cabeza, cae vivo al otro lado, se incorpora sin mirar atrás y sigue corriendo a ciegas, recortado en la estrecha línea azulgris del alba que empieza a definirse en el horizonte, bajo la lluvia.

A las cinco y cuatro minutos amanece sobre Madrid. Ha dejado de llover, y la claridad brumosa del día empieza a extenderse por las calles. Envueltas en sus capotes, inmóviles en las esquinas de la ciudad atemorizada y silenciosa, las siluetas grises de los centinelas franceses se destacan amenazantes. Los cañones enfilan avenidas y plazas donde los cadáveres permanecen tirados en el suelo, arrimados a los muros sobre charcos de lluvia reciente. Una patrulla de caballería francesa pasa despacio, con ruido de herraduras resonando en las calles estrechas. Son dragones, y llevan los cascos mojados, los capotes color ceniza sobre los hombros y las carabinas cruzadas en el arzón.

– ¿Llevan prisioneros?

– No. Van solos.

– Creí que venían a buscarte.

Desde la ventana de su casa, el teniente Rafael de Arango ve alejarse a los jinetes franceses mientras se anuda el corbatín. Ha pasado la noche en blanco, preparando su fuga de Madrid. Murat ha ordenado al fin que se detenga a cuantos artilleros participaron en la sublevación del parque de Monteleón, y el joven teniente no va a quedarse esperando. Su hermano, el intendente honorario del Ejército José de Arango, en cuya casa vive, lo ha convencido para que se evada de la ciudad, haciendo los preparativos adecuados mientras Rafael dispone lo necesario para el viaje. Como primer paso, ambos se proponen cumplir con una formalidad mínima: visitar al ministro de la Guerra, 0’Farril, con quien la familia Arango tiene lazos de parentesco y paisanaje, para consultarle los pasos a dar. En previsión de que el ministro no quiera comprometerse en favor del teniente artillero, su hermano ha trazado ya, con algunos amigos militares, un plan de fuga: Rafael irá al cuartel de Guardias Españolas, donde tienen previsto esconderlo hasta que, disfrazado de alférez de ese cuerpo, puedan hacerlo salir de la ciudad.

– Estoy listo -dice el joven, poniéndose el sobretodo.

Su hermano lo mira con detenimiento. Le lleva casi diez años, lo quiere mucho y cuida de él como lo haría su padre ausente. Rafael de Arango observa que parece emocionado.