Tales son, en resumen, los recuerdos más recientes y los amargos pensamientos que esta mañana, camino de su destino rutinario en la Junta Superior de Artillería, acompañan al capitán Luis Daoiz; ignorante de que, antes de acabar el día, un cúmulo de azares y coincidencias -de los que ni siquiera él mismo será consciente- van a inscribir su nombre, para siempre, en la historia de su siglo y de su patria. Y mientras el todavía oscuro oficial camina por la acera izquierda de la calle de San Bernardo, observando con preocupación los grupos de gente que se forman a trechos y se dirigen hacia la puerta del Sol, se pregunta, inquieto, qué estará haciendo a esas horas Pedro Velarde.
Como cada mañana antes de acudir a su destino en la junta de Artillería, el capitán Pedro Velarde y Santillán, santanderino de nacimiento, veintiocho años de edad -la mitad de ellos vistiendo uniforme, pues ingresó como cadete a los catorce-, da un rodeo, y en vez de ir directamente de su casa en la calle Jacometrezo a la de San Bernardo, toma la corredera de San Pablo y pasa por la calle del Escorial. Hoy lleva en el bolsillo una carta para su novia -Concha, con la que tiene promesa de matrimonio-, que enviará más tarde a Correos. Sin embargo, al pasar bajo cierto balcón de un cuarto piso de la calle del Escorial, donde una mujer enlutada y aún hermosa riega las macetas, Velarde, también como cada mañana, se quita el sombrero y saluda mientras ella permanece inmóvil, observándolo desde arriba hasta que dobla la esquina y se aleja. Esa mujer, cuyo nombre quedará registrado en la letra menuda de la jornada que hoy comienza, es y será para siempre un misterio en la biografía de Velarde. Se llama María Beano, es madre de cuatro hijos aún menores, varón y tres hembras, y viuda de un capitán de artillería. Vive, según declararán más tarde los vecinos, «exenta de sospechas desfavorables» con su modesta pensión de viudedad. Pero cada mañana, sin faltar un solo día, el oficial pasa ante su balcón, y cada tarde la visita en su casa.
Pedro Velarde viste la casaca verde de estado mayor de Artillería en vez de la azul común. Mide cinco pies y dos pulgadas, es delgado y de facciones atractivas. Se trata de un oficial inquieto, ambicioso, inteligente, con seria formación científica y prestigio entre sus compañeros, que ha desempeñado trabajos técnicos de relevancia, estudios sobre artillería y comisiones diplomáticas importantes; aunque, salvo una intervención casi testimonial en la guerra con Portugal, carece de experiencia en combate, y en el apartado valor de su hoja de servicios figuran las palabras no experimentado. Pero conoce bien a los franceses. Por mandato del hoy caído ministro Godoy figuró en la comisión enviada para cumplimentar a Murat cuando la entrada de los imperiales en España. Eso le proporcionó un conocimiento exacto de la situación, reforzado con el trato en Madrid, por razones de su cargo de secretario de la Junta Superior del arma, con el duque de Berg y su plana mayor, en especial con el comandante de la artillería francesa, general La Riboisiére, y sus ayudantes. De ese modo, observando desde tan privilegiada posición las intenciones francesas, Velarde, con sentimientos idénticos a los de su amigo Luis Daoiz, ha visto trocarse la antigua admiración casi fraternal que, de artillero a artillero, sentía por Napoleón Bonaparte, en el rencor de quien sabe a su patria indefensa en manos de un tirano y sus ejércitos.
En la esquina de San Bernardo, Velarde se detiene a observar de lejos a cuatro soldados franceses que desayunan en torno a la mesa, puesta en la puerta, de una fonda. Por su uniforme deduce que pertenecen a la 3ª división de infantería, repartida entre Chamartín y Fuencarral, con elementos del 9º regimiento provisional instalados en aquel barrio. Los soldados son muy jóvenes, y no llevan otras armas que las bayonetas en sus fundas del correaje: muchachos de apenas diecinueve años que la despiadada conscripción imperial, ávida de sangre joven para las guerras de Europa, arranca de sus casas y sus familias; pero invasores, a fin de cuentas. Madrid está lleno de ellos, alojados en cuarteles, posadas y viviendas particulares; y sus actitudes van desde las de quienes se comportan con la timidez de viajeros en lugar desconocido, esforzándose para pronunciar algunas palabras en lengua local y sonreír corteses a las mujeres, hasta la arrogancia de quienes actúan como lo que son: tropas en lugar conquistado sin disparar un solo tiro. Los del mesón llevan las casacas desabrochadas; y uno, acostumbrado sin duda a climas septentrionales, está en mangas de camisa, disfrutando de los rayos de sol tibio que calientan aquel ángulo de la calle. Ríen en voz alta, bromeando con la moza que los atiende. Tienen aspecto de bisoños, confirma Velarde. Con el grueso de sus ejércitos empleado en duras campañas europeas, Napoleón no cree necesario enviar a España, sometida de antemano y donde no espera sobresaltos, más que algunas unidades de élite acompañadas de gente sin experiencia y reclutas de las levas de 1807 y 1808, estos últimos con apenas dos meses de servicio. En Madrid, sin embargo, hay fuerzas de calidad suficiente para asegurar el trabajo de Murat. De los diez mil franceses que ocupan la ciudad y los veinte mil apostados en las afueras, una cuarta parte son tropas fogueadas y con excelentes oficiales, y cada división tiene al menos un batallón experimentado -los de Westfalia, Irlanda y Prusia- que la encuadra y da consistencia. Sin contar los granaderos, marinos y jinetes de la Guardia Imperial y los dos mil dragones y coraceros acampados en el Buen Retiro, la Casa de Campo y los Carabancheles.
– Cochinos gabachos -dice una voz junto a Velarde.
El capitán se vuelve hacia el hombre que está a su lado. Es un zapatero de viejo, con el mandil puesto, que acaba de retirar las tablas de la puerta de su covacha, en el zaguán del edificio que hace esquina.
– Mírelos -añade el zapatero-. Como si estuvieran en su casa.
Velarde lo observa. Debe de rondar los cincuenta años, calvo, el pelo ralo y los ojos claros y acuosos, que destilan desprecio. Mira a los franceses como si deseara que el edificio se desplomara sobre sus cabezas.
– ¿Qué tiene contra ellos? -le pregunta Velarde.
La expresión del otro se transforma. Sin duda se ha acercado al oficial, desvelándole su pensamiento, porque el uniforme español le daba confianza. Ahora parece a punto de retroceder un paso mientras lo observa, suspicaz.
– Tengo lo que tengo que tener -dice al fin entre dientes, hosco.
Velarde, pese al malhumor que lo atenaza desde hace días, no puede evitar una sonrisa.
– ¿Y por qué no va y se lo dice?